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Esa tarde, Cortés se presentó en su casa y rompió con su presencia el encanto del día. Le ofrecieron una taza de chocolate con vainilla y lo invitaron a sentarse junto a una de las fuentes. Cortés, como siempre, llevaba problemas sobre sus hombros. Estaba a punto de enfrentar un juicio de residencia en el que se le acusaba de infidelidad a la Corona, intentos de tiranía, desobediencia a las órdenes reales, crímenes, crueldades y arbitrariedades durante la guerra, excesos y promiscuidades sexuales, enriquecimiento personal, negativa a dar al rey de España lo que le correspondía, apropiamiento de grandes extensiones de tierras urbanas y rurales y responsabilidad de la muerte -entre otras- de Catalina Xuárez, su esposa.

Ante la gravedad de las acusaciones, Cortés había dado el nombre de Malinalli y Jaramillo para que rindieran su declaración como sus testigos. Por el tono en que se dirigió a ellos, Malinalli sintió que no les estaba pidiendo nada, sino que les cobraba favores. Cortés, aparte de haberles dado los terrenos en donde ahora tenían su casa, les había otorgado una encomienda en los pueblos de Oluela y Jaltipan» lugares cercanos a Coatzacoalcos, de donde Malinalli era originaria, y sí, tenían muchas cosas que agradecerle; la principal, que los hubiera casado, pero a Malinalli le molestaba la manera en que exigía lealtad.

– ¿Y qué es lo que esperas de mí? ¿Que mienta?

– No, espero que me demuestres tu fidelidad.

Repentinamente, la tarde adquirió un tono gris y el sol fue devorado por la humedad del cielo. Malinalli tenía los ojos húmedos, hermosos y tristes como sí, cansados de mirar, quisieran callar de imágenes el cerebro y borrar de la memoria toda forma y todo reflejo de una conquista y un mundo ilusorio, engañoso. Pronunciando la palabra «Cortés» con una voz grave, le dijo:

– Cortés, por siempre te agradeceré el hijo y el esposo que me diste, el trozo de tierra que amablemente nos regalaste a Jaramillo y a mí para que pudiéramos echar raíces, pero no me pidas que declare, no en ese tono, ya no soy tu lengua, señor Malinche.

Hacía mucho que nadie lo llamaba Malinche. Lo habían dejado de llamar así cuando Malinalli se casó con Jaramillo, cuando dejó de ser su mujer, cuando se separaron. El fuego salió de sus ojos y con furia contenida se dirigió a ella:

– ¿Quién te crees que eres para hablarme así?

Jaramillo, que conocía a su mujer como nadie, vio en sus ojos un arrebato de rabia y supo que iba a vomitar sobre Cortés todo su odio. Disculpándose, se levantó, tomó a los niños de la mano y se los llevó a sus habitaciones.

Malinalli tardó en responder a Cortés. Primero juntó todas las palabras que había reunido en sus momentos de dolor y de desesperación. Estaba cansada, extremadamente cansada de Cortés y sus estrategias. Estaba cansada de tolerarlo, de obedecerlo, pero más que nada, estaba cansada de ser su reflejo. Efectivamente, ella podía ser su mejor testigo, pero no sabía qué declarar que no lo perjudicara. Ella, la más humilde, la más ciega de todos, ¡qué podía haber visto! Tomó una larga respiración y le respondió pausadamente:

– La peor de todas las enfermedades nacidas de tu ambición no ha sido la viruela, ni la sífilis. La más grave de todas las enfermedades son tus malditos espejos. Su luz hiere, como hiere tu filosa espada, como hieren tus crueles palabras, como hieren las bolas de fuego que tus cañones escupieron sobre mi gente. Tú trajiste los espejos plateados, nítidos, tirantes, luminosos. Mirarme en ellos me duele, pues el rostro que el espejo me regresa es un rostro que no es el mío. Es un rostro angustiado y culpable. Un rostro envuelto por tus besos y marcado por tus amargas caricias. Tus espejos devuelven a mi vista el espanto de las muecas abiertas que tienen los rostros de los hombres que se han quedado sin lenguaje, sin dioses. Tus espejos reflejan a la piedra sin volcán y al futuro sin árbol. Tus espejos son como pozos secos, vacíos, que no tienen espíritu ni eternidad. En las imágenes de tus espejos hay gritos y crímenes devorados por el tiempo. Tus espejos distorsionan y enloquecen al ser que se mira en ellos; lo contagian de miedo, le deforman el corazón, lo destrozan, lo sangran y lo maldicen; lo engañan con su alma escurridiza, quebradiza, falsa. Mirarte tanto tiempo en tus espejos te ha enfermado, te ha mostrado una gloria y un poder equivocado. Lo peor de todo es que el rostro que miras en tu espejo creyendo que es tu cara tampoco existe. Tus espejos lo han desvanecido y en su lugar te muestran un infierno alucinante. ¡Infierno! Esa palabra que aprendí contigo, esa palabra que no entiendo, ese lugar creado por tus gentes para maldecir eternamente todo lo que vive. Ese universo aterrorizante que has fabricado, ése es el que recorta tu imagen y la congela en el espejo. ¡Tus espejos son tan terribles como tú! Lo que más odio, Hernán, es haberme mirado en tus espejos. En tus negros espejos.

»La búsqueda de los dioses es la búsqueda de uno mismo. Y ¿dónde nos encontramos escondidos? En el agua, en el aire, en el fuego, en la tierra. Estamos en el agua, en el río escondido. El agua forma parte de nuestro cuerpo, pero no la vemos. Circula por nuestras venas, pero no la sentimos. Sólo vemos el agua externa. Sólo nos reconocemos en los reflejos. Cuando nos miramos en el agua, también sabemos que somos luz, de otra forma no podríamos reflejarnos. Somos fuego, somos sol. En el aire estamos, en la palabra. Cuando pronunciamos el nombre de nuestros dioses, pronunciamos el nuestro. Ellos nos crearon con su palabra y nosotros los recreamos con la nuestra. Los dioses y los hombres somos lo mismo. El hijo del sol, el hijo del agua, el hijo del aire, el hijo del maíz nacen del vientre de la madre tierra. Cuando uno encuentra el sol, el fuego en movimiento, el agua, el río escondido, el aire, el canto sagrado, la tierra, la carne de maíz, dentro de sí mismo, se convierte en dios.

A Malinalli le era urgente y necesario reencontrarse, reencontrando a sus dioses. Después de la terrible discusión con Cortés del día anterior, sentía que no estaba dentro de su cuerpo, que su alma se había escapado, que había huido, que se había evaporado con los rayos del sol.

Verse reflejada en Hernán Cortés la había dejado confundida. Tenía que enfrentar su parte oscura antes de recuperar su luz. Para lograrlo, tenía que realizar el mismo viaje que Quetzalcóatl había realizado por el interior de la tierra, por el inframundo, antes de convertirse en estrella de la mañana. El ciclo de Venus es el de la purificación, del renacimiento. Venus-Quetzalcóatl en determinado momento desaparece, no se le ve en el cielo porque se introduce en el vientre de la madre tierra, baja a recuperar los huesos de sus antepasados. Los huesos son la semilla, el origen del cuerpo humano sembrado por el cosmos. Antes de recuperar su cuerpo, Quetzalcóatl debe confrontar sus deseos, verse en el espejo negro para conseguir la purificación. Si lo logra, el sol, debajo de la tierra, del cerro, entregará sus fuerzas para que la tierra se abra y deje brotar la planta que la semilla alimenta con agua del río escondido. Quetzalcóatl, quien descendió como espíritu descarnado en contacto con las fuerzas que procuran la vida, volverá a unir su carne y sus huesos.

Malinalli se preparó toda la noche para poder hacer el viaje. Al amanecer, se despidió de Jaramillo, su querido esposo, y le encargó que cuidara de sus hijos mientras ella iba en busca de sí misma al cerro del Tepeyac. Se sentía dolida, lastimada. Sentía que al atacar a Cortés se había atacado a sí misma. Mientras escalaba el cerro se decía: «el agua no ataca al agua. El maíz no ataca al maíz. El aire no ataca al aire. La tierra no ataca a la tierra. Es el hombre que no se reconoce en ellos quien los ataca, quien los destruye. El hombre que se ataca a sí mismo acaba con el agua, con el maíz, con la tierra y deja de pronunciar el nombre de sus dioses. El hombre que no ve que su hermano también es viento, es agua, es maíz, es aire, no puede ver a dios».