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– Al agua misma se le ocurrió.

– ¿Y para qué?

– Para poder reposar en su superficie y así poder contarnos los secretos del universo. Ella se comunica con nosotros en cada charco, en cada lago, en cada río; tiene diferentes formas para vestirse de gala y presentarse ante nosotros siempre nueva. La piedad del dios que habita en el agua inventó los recipientes donde, al tiempo que alivia nuestra sed, habla con nosotros. Todos los recipientes donde el agua está nos recuerdan que dios es agua y es eterno.

– ¡Ah! -respondió la niña, sorprendida-. Entonces, ¿el agua es dios?

– Sí. Y también lo son el fuego y el viento y la tierra. La tierra es nuestra madre, la que nos alimenta, la que cuando reposamos sobre ella nos recuerda de dónde venimos. En sueños nos dice que nuestro cuerpo es tierra, que nuestros ojos son tierra y que nuestro pensamiento será tierra en el viento.

– Y el fuego, ¿qué dice?

– Todo y nada. El fuego produce pensamientos luminosos cuando deja que el corazón y la mente se fundan en uno solo. El fuego transforma, purifica e ilumina todo lo que se piensa.

– ¿Y el viento?

– El viento es también eterno. Nunca termina. Cuando el viento entra a nuestro cuerpo, nacemos y, cuando se sale, es que morimos, por eso hay que ser amigos del viento.

– Y… este…

– Ya no sabes ni qué preguntar. Mejor guarda silencio, no gastes tu saliva. La saliva es agua sagrada que el corazón crea. La saliva no debe gastarse en palabras inútiles porque entonces estás desperdiciando el agua de los dioses, y mira, te voy a decir algo que no se te debe olvidar: si las palabras no sirven para humedecer en los otros el recuerdo y lograr que ahí florezca la memoria de dios, no sirven para nada.

Malinalli sonrió al recordar a la abuela. Tal vez ella también estaría de acuerdo en que los extranjeros venían de parte de los dioses.

No podía ser de otra manera. Los rumores que recorrían casas, pueblos y aldeas afirmaban que esos hombres blancos, barbados, habían llegado empujados por el viento. Todos sabían que al señor Quetzalcóatl sólo se le podía percibir cuando el viento estaba en movimiento. ¿Qué mayor indicio podían esperar para comprobar que venían en su representación que el haber sido empujados por el viento? No sólo eso: algunos de los hombres barbados coronaban sus cabezas con cabellos rubios, como los del elote. ¿Cuántas veces ellos, en las ceremonias de celebración, se habían teñido el pelo de amarillo para ser una perfecta representación del maíz? Si la apariencia del cabello de los extranjeros semejaba la de los cabellos de elote, era porque representaban al maíz, al regalo que Quetzalcóatl había dado a los hombres para su sustento. Por tanto, el cabello rubio que cubría sus cabezas podía interpretarse como un signo de lo más propicio.

Malinalli consideraba al maíz como la manifestación de la bondad. Era el alimento más puro que podía comer, era la fuerza del espíritu. Pensaba que mientras los hombres fuesen amigos del maíz, la comida nunca faltaría en sus mesas; mientras reconocieran que eran hijos del maíz y que el viento los había transformado en carne, tendrían plena conciencia de que todos eran lo mismo y se alimentaban de lo mismo.

Definitivamente, esos hombres extranjeros y ellos, los indígenas, eran lo mismo.

No quería pensar en otra posibilidad. Si había otra explicación a la llegada de los hombres que cruzaron el mar, no deseaba saberla. Sólo si ellos venían a instaurar de nuevo la época de gloria de sus antepasados, era que Malinalli tenía salvación. Si no, seguiría siendo una simple esclava a disposición de sus dueños y señores. El fin del horror debía de estar cerca. Así quería creerlo.

Para confirmar su teoría, acudió con un tlaciuhque que leía los granos de maíz. El hombre tomó un puño de granos con la mano derecha. Luego, con la boca semiabierta, les sopló desde la garganta. Enseguida, el adivino los lanzó sobre un petate. Observó detenidamente la forma en que los granos habían caído y así pudo responder a las tres preguntas que Malinalli le había hecho:

– ¿Cuánto voy a vivir? ¿Voy a ser libre algún día? ¿Cuántos hijos voy a tener?

– Malinalli, el maíz te dice que tu tiempo no podrá medirse, que no sabrás en su extensión cuál será su límite, que no tendrás edad, pues en cada etapa que vivas descubrirás un nuevo significado y lo nombrarás, y esa palabra será el camino para deshacer el tiempo. Tus palabras nombrarán lo aún no visto y tu lengua volverá invisible a la piedra y piedra a la divinidad. Dentro de poco ya no tendrás hogar, no te dedicarás a la creación de la tela y la comida; tendrás que caminar y mirar y, mirando, aprenderás de todos los rostros, de todos los colores de piel, de todas las diferencias, de todas las lenguas, de lo que somos, de cómo lo dejaremos de ser y de lo que seremos. Ésta es la voz del maíz.

– ¿Nada más? ¿No dice nada sobre mi libertad?

– Ya te dije lo que el maíz habló. No veo más.

Esa noche Malinalli no pudo dormir. No sabía cómo interpretar las palabras del adivino. Fue casi de madrugada que pudo conciliar el sueño, y en él se vio como una gran señora, como una mujer libre y luminosa que volaba por los aires sostenida por el viento. Ese feliz sueño de pronto se volvió una pesadilla; Malinalli observó cómo, a su lado, la luna era atravesada por cuchillos de luz que la lastimaban e incendiaban toda. La luna, entonces, dejó de ser luna para convertirse en una lluvia de lágrimas que alimentaron la tierra seca, y de ella surgieron flores desconocidas que Malinalli, asombrada, nombró por primera vez, pero que olvidó por completo al despertar.

Malinalli sacó una pequeña bolsa de manta que traía amarrada bajo su enredo y que contenía los granos de maíz que habían utilizado para leerle su suerte. Era un recuerdo viviente que siempre llevaba con ella. Había unido los granos de maíz por en medio con un hilo de algodón para asegurar su destino. Uno a uno, los pasaba entre sus dedos cada mañana mientras oraba, y ese día no podía ser la excepción; con gran fervor pidió a su querida abuela que la protegiera, que cuidara de su destino, pero, más que nada, pidió que le quitara el miedo, que le permitiera ver con nuevos ojos lo que había por venir. Cerró los párpados y apretó los granos de maíz fuertemente antes de continuar con su labor.

Por su rostro escurrieron unas gotas de sudor provocadas, en parte, por el trabajo que estaba realizando en el metate y, en gran medida, por la humedad del ambiente que desde esa temprana hora se empezaba a sentir. La humedad no le molestaba para nada, por el contrario, le recordaba al dios del agua, que siempre estaba presente en el aire. Le gustaba sentirlo, olerlo, palparlo, pero esa mañana la humedad la incomodaba pues parecía estar cargada de un miedo insoportable. Era un temor que se metía bajo las piedras, bajo las ropas, bajo la piel.

Era un miedo que se escapaba del palacio de Moctezuma, que cubría como una sombra desde el valle del Anáhuac hasta la región en donde ella se encontraba. Era un miedo líquido, que impregnaba la piel, los huesos, el corazón. Un miedo provocado por varios presagios funestos que se habían sucedido uno tras otro, años antes de que los españoles llegasen a estas tierras.

Todos los augurios pronosticaban la caída del imperio.

El primero de ellos fue una espiga de fuego que apareció en la noche y que parecía estar dejando caer gotas de fuego sobre la tierra.

El segundo presagio fue el incendio que destruyó el templo de Huitzilopochtli, el dios de la guerra, sin ninguna explicación, sin que nadie hubiese encendido el fuego y sin que nadie lo pudiese apagar.

El tercero fue un rayo mortal que cayó sobre un templo de paja perteneciente al Templo Mayor de Tenochtitlan; fue un golpe de sol que surgió de la nada, pues apenas caía una leve llovizna.

El cuarto presagio fue la aparición en el cielo de una capa de chispas que de tres en tres formaban una larga túnica que atravesaba todo el cielo con su larga cola, saliendo por donde se mete el sol y dirigiéndose hacia donde éste sale. La gente al verlo daba alaridos de espanto.