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En el quinto presagio, hirvió el agua en una de las lagunas que rodeaban el valle del Anáhuac. El agua hirvió con tal furia y se levantó tan alto que destruyó las casas.

El sexto presagio fue la aparición de Cihuacóatl, la mujer que se oía llorar por las noches diciendo: «¡Hijitos míos! ¿adonde los llevaré? ¡Tenemos que irnos lejos!».

El séptimo presagio fue la aparición de un ave desconocida que unos hombres que trabajaban en el agua encontraron y llevaron ante la presencia de Moctezuma. Era un pájaro ceniciento, como una grulla, que tenía en la cabeza un espejo. SÍ se miraba a través de él, se podía ver el cielo y las estrellas. Cuando Moctezuma miró por segunda vez el espejo, vio en la cabeza del ave a varias personas que se peleaban entre sí y lo tomó como un pésimo presagio.

Y el octavo y último presagio fue la aparición de gentes deformes que tenían dos cabezas o estaban unidas por el frente o la espalda y que después de que Moctezuma las veía, desaparecían.

Moctezuma, alarmado, mandó llamar a sus magos, a sus sabios, y les dijo:

– Quiero que me digan s¡ vendrá enfermedad, pestilencia, hambre, langosta, terremotos, si lloverá o no, díganlo. Quiero saber si habrá guerra contra nosotros o si vendrán muertes a causa de la aparición de aves con espejo en la cabeza, no me lo oculten; también quiero saber sí han oído llorar a Cihuacóatl, tan nombrada en el mundo, pues cuando ha de suceder algo en el mundo, ella lo interpreta primero que nadie, aun mucho antes de que suceda.

En el silencio del amanecer, Malinalli podía jurar que había escuchado los lamentos, los llantos de Cihuacóatl, y sintió unos deseos irresistibles de orinar. Dejó la labor del metate y salió al patio. Se levantó el enredo y el huípil, se puso en cuclillas y pujó, pero el esperado líquido se resistía a dejar su cuerpo. Malinalli entonces se dio cuenta de que la sensación que tenía en el vientre provenía del miedo y no de una necesidad fisiológica. Extrañó a su abuela como nunca y recordó el día en que la habían regalado por primera vez.

Era sólo una niña de cinco años.

La idea de dejar atrás todo aquello querido por ella le resultaba aterradora. Temblaba de pies a cabeza. Le dijeron que sólo podía llevar lo indispensable y ella no lo tuvo que pensar ni un instante. Tomó un costalito de yute y dentro metió la herencia de su abuela: un collar y una pulsera de jade, un collar de turquesa, unos huipiles que la abuela le había bordado, unas figuras de barro que juntas habían modelado y unos granos de maíz de la milpa, que juntas habían cosechado.

Su madre la condujo hasta la salida del pueblo. Malinalli, con su cargamento a cuestas, se aferraba a la mano de su madre, como queriendo hacerse una con ella. Como si ella misma -una frágil niña- fuese el propio Quetzalcóatl, luchando por fundirse con el sol para gobernar al mundo.

Pero ella no era diosa y su deseo fue en vano. Su madre le soltó los pequeños dedos agarrotados, la entregó a sus nuevos dueños y dio medía vuelta. Malinalli, al verla alejarse, se orinó y en ese momento sintió que los dioses la abandonaban. Que no iban a ir con ella, que el agua que escurría entre sus piernas era el signo de que el dios del agua la abandonaba, y lloró todo el camino. Dejó regadas sus lágrimas por las veredas que recorría como si fuera marcando el camino que años más tarde habría de seguir de regreso, esta vez en compañía de Cortés.

La tristeza de ese aciago día se aminoró grandemente cuando en la madrugada, cansada de llorar, al observar las estrellas descubrió entre ellas a la Estrella de la Mañana. Su corazón le brincó dentro del pecho. Saludó a su eterna amiga y la bendijo. En ese momento y a pesar de su corta edad -o tal vez gracias a ella-, a Malinalli le quedó muy claro que no había perdido nada. Que no había por qué tener miedo, que sus dioses estaban en todos lados, no sólo en su casa. Ahí mismo soplaba la brisa del viento, había flores, había canto, estaban la luna y la Estrella de la Mañana presentes, y al amanecer vio que el sol también salía por aquellas latitudes.

Con los días comprobó que su abuela tampoco había muerto, vivía en su mente, vivía en la milpa donde Malinalli había sembrado los granos de maíz que había traído en su morral. Juntas, la abuela y ella habían seleccionado los mejores granos de su última cosecha para ser sembrados antes de la próxima temporada de lluvias. Malinalli ya no lo pudo hacer ni con las bendiciones de su abuela ni en su querido terruño; sin embargo, la siembra había sido un éxito. La milpa se llenó de enormes mazorcas, que estaban impregnadas de la esencia de la abuela y, después de la cosecha, Malinalli pudo entrar en comunión con ella cada vez que se llevaba una tortilla a la boca.

La abuela había sido su mejor compañera de juegos, su mejor aliada, su mejor amiga a pesar de que con los años se había ido quedando ciega poco a poco. Lo curioso era que mientras la abuela menos veía, menos necesitaba los ojos. Ella no comentó a nadie que estaba perdiendo la vista. Se movía igual que siempre y sabía perfectamente dónde estaban todos los objetos. Nunca tropezó ni tampoco pidió ayuda. Parecía haber dibujado en su mente todas las distancias, los caminos y los rincones de su entorno.

Cuando Malinalli cumplió tres años, su abuela le regaló figuras de barro y juguetes de arcilla, un vestido que ella misma había bordado, casi a ciegas, un collar de turquesa y una pequeña pulsera de granos de maíz.

Malinalli se sintió muy amada. Acompañada de su abuela, salió al patio a jugar con todos sus regalos. Al poco rato una nube negra las cubrió y un fuerte trueno interrumpió la fiesta. Un relámpago llamó la atención de Malinalli. Era plata en el cielo. ¿Eso qué significaba? ¿Qué era ese brillo plateado en lo gris? Y antes de que la abuela contestara comenzó a granizar. El sonido fue tal que ya no se oyó una voz más. Sólo la voz del granizo que todo lo ensordecía.

Malinalli y su abuela se guarecieron de la lluvia dentro de la casa. Cuando la lluvia cesó, Malinalli pidió permiso para salir a jugar. Entusiasmada y feliz, hundió sus manos en las piedras de hielo, levantó figuras, hizo círculos de hielo, hasta que éste poco a poco se fue volviendo agua. Jugó durante horas con el agua y el lodo. Manchó su vestido nuevo, sus rodillas y sus manos. Hizo muñecas de barro, pelotas de lodo y finalmente se cansó. Ya oscureciendo entró de nuevo a su casa y con una gran alegría le dijo a su abuela:

– De todos los juguetes que me han regalado, los que más me gustan son mis juguetes de agua.

– ¿Por qué? -le preguntó la abuela.

– Porque cambian de forma. Y la abuela le explicó:

– Sí, hija, son tus más bonitos juguetes, no sólo porque cambian de forma sino porque siempre vuelven, pues el agua es eterna.

La niña se sintió comprendida y le dio un beso a su abuela. Al recibirlo, la abuela notó que la niña olía a tierra mojada y que estaba llena de lodo de pies a cabeza. A la abuela no le molestó que hubiera ensuciado su vestido; tampoco la reprendió por haber desgastado tan pronto lo que con tanto esfuerzo sus ojos ciegos habían creado. Al contrario, le habló de la alegría que era obtener placer con el agua, con la tierra y con el viento. Que entregarse a ellos era una forma de gozar la vida.

Después de la lluvia otra vez el calor se apoderó del clima y poco a poco se volvió insoportable. Malinalli, aunque ya era de noche, pidió permiso para salir nuevamente a jugar; la abuela, por ser su cumpleaños, se lo concedió. La anciana se sentó en el portal mientras su nieta jugaba y reía. Después de un rato, el silencio se hizo presente. No se oyó un sonido más.

La abuela se alarmó y fue a buscar a su nieta, a la cual amaba más allá de la carne, más allá de la mirada, más allá de las estrellas. Caminando, tropezó con ella y descubrió que la niña se había quedado dormida encima del lodo. Con gran ternura la acarició, la cargó en sus brazos y la llevó dentro de la casa. La durmió en su regazo y se quedó contemplando las estrellas. No las podía ver con sus ojos del cuerpo pero sí con los del alma, y con ésos hacía tiempo que ella había dibujado en su corazón un planetario.