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Ese día la casa había estado en silencio y sólo el cascabel de la risa de Malinalli había llenado los espacios y las distancias del hogar. Sólo la abuela y Malinalli habían celebrado su cumpleaños pues su mamá había salido varios días antes, en compañía de un tlatoani, del cual estaba enamorada, para asistir como espectadores a la ceremonia del Fuego Nuevo que cada cincuenta y dos años se realizaba en esas tierras. Era un evento importante, pero la madre de Malinalli había tardado más de lo necesario en regresar.

Pasada la medianoche se oyeron las risas y el bullicio que hacían la madre de Malinalli y su nuevo señor. Venían alegres y muy animados, pues el hombre, al calor del Fuego Nuevo, le había propuesto matrimonio y ella, gustosa, había aceptado de inmediato. Ella lo invitó a pasar, le preparó una hamaca para que durmiera y cuando la madre de Malinalli se disponía a dormir, su suegra la interrumpió diciéndole:

– Hoy hace tres años nació tu hija, hoy fue su cumpleaños, ¿por qué no estuviste con ella? ¿Por qué no tuviste el cuidado de poner sobre su pubis la concha roja?

– Porque entonces cuando ella cumpla trece años tendría que hacerle la ceremonia del «nacer de nuevo» y yo ya no voy a estar ahí para hacerlo.

– ¿Cómo es eso de que no vas a estar a su lado?

– No, porque la voy a regalar.

– No puedes arrancarla de mí. Ella pertenece a mi corazón, ella pertenece a mi sentimiento, en ella está presente la imagen de mi hijo, ¿acaso lo has olvidado?

La madre de la niña, con voz hiriente, le contestó:

– Todo se olvida en esta vida, todo pasa al recuerdo, todo acontecimiento deja de ser presente, pierde su valor y su significado, todo se olvida. Ahora tengo un nuevo señor y tendré nuevos hijos; Malinalli será entregada a una nueva familia que se encargará de cuidarla pues ella forma parte del fuego viejo que yo quiero olvidar.

La abuela reclamó:

– No. Yo estoy aquí para regalarle el camino, para suavizar su existencia, para mostrarle que el sueño en el que vivimos puede ser dulce, lleno de cantos y flores.

La nuera respondió:

– No todos soñamos lo mismo. El sueño puede ser cruel, el sueño puede ser doloroso como el mío. Ella será entregada porque en esta vida se olvida todo.

La abuela, con voz autoritaria, repuso:

– Es notorio que no te causa llanto ni preocupación lo que pase con tu hija. Veo que has olvidado los consejos de tu padre y de tu madre. ¿Crees acaso que has venido a esta tierra a vociferar, a dormir y a despertar jocosamente con tu nuevo señor? ¿Has olvidado que fue el dios del cerca y del junto quien te dio a esa niña para que la enseñaras a conducirse en la vida? Si es así, deja que yo me encargue de ella. Deja que mientras yo tenga vida, Malinalli viva a mi lado.

La madre de Malinalli accedió a la petición de la abuela y fue así que a partir de ese día la niña fue educada amorosamente por ella.

Gracias a las largas pláticas que la abuela y su nieta sostenían, desde los dos años el lenguaje de la niña era preciso, amplio y ordenado. A los cuatro años, Malinalli ya era capaz de expresar dudas y conceptos complicados sin el menor problema. El mérito era de la abuela.

Desde muy temprana edad, se había encargado de enseñarle a Malinalli a dibujar códices mentales para que ejercitara el lenguaje y la memoria. «La memoria», le dijo, «es ver desde dentro. Es dar forma y color a las palabras. Sin imágenes no hay memoria». Luego le pedía a la niña que dibujara en un papel un códice, o sea, una secuencia de imágenes que narraran algún acontecimiento. Podía ser un hecho real o imaginario. La niña pasaba largas horas dibujando y, por la noche, la abuela le pedía a Malinalli que le narrara su códice antes de dormir. De esta manera era como ellas jugaban. La abuela se divertía mucho descubriendo la imaginación y la inteligencia que su nieta tenía para interpretar las imágenes de un lienzo.

Lo que Malinalli nunca se imaginó fue que su abuela estuviera ciega. Para ella, la abuela se comportaba normalmente y conversaba muy bonito, sentía que el timbre de su voz acariciaba su oído y despertaba en ella una enorme alegría; se podía decir que Malinalli estaba enamorada de la voz y los ojos de su abuela. Cuando la abuela narraba historias, Malinalli observaba sus ojos con una curiosidad desmedida pues veía en ellos una belleza que no había visto en ninguna otra persona. Lo que más le atraía era que los ojos de su abuela sólo se encendían cuando hablaba. Cuando la abuela quedaba en silencio, sus ojos perdían vida, se apagaban. Fue de manera accidental que descubrió que esto se debía a que no podía

ver.

Una tarde, cuando la abuela descansaba en el exterior de la casa, Malinalli se acercó en silencio y, sin hacer ruido, se puso muy cerca de su abuela. Traía un pequeño pájaro entre sus manos y le dijo:

– Mira abuela, ¿ves cómo sufre? La abuela le preguntó:

– ¿Qué es lo que sufre?

– ¿No lo ves? Lo traigo en mis manos y está herido, me gustaría curarlo.

– No, no lo veo, ¿de dónde está herido?

– De una de sus alas.

La abuela extendió las manos y Malinalli depositó en ellas la pequeña ave.

Para Malinalli fue toda una sorpresa darse cuenta de que su abuela trataba de descubrir a tientas el daño en el ala del pájaro.

– Citli, ¿cómo es que viéndolo todo, no ves nada? Si tus ojos no ven los colores, no ven mis ojos, no ven mi cara, no ven mis códices, ¿qué es lo que ven?

La abuela le contestó:

– Yo veo lo que está atrás de las cosas. No puedo ver tu cara, pero sé que eres hermosa; no puedo ver tu exterior, pero puedo percibir tu alma. Nunca he visto tus códices, pero los he visto a través de tus palabras. Puedo ver todas las cosas en las que creo. Puedo mirar el porqué estamos aquí y adonde iremos cuando dejemos de jugar.

Malinalli empezó a llorar en silencio y su abuela le preguntó:

– ¿Porqué lloras?

– Lloro porque veo que no necesitas los ojos para mirar ni para ser feliz -le respondió-, y lloro porque te quiero y no quiero que te vayas.

La abuela, con ternura, la tomó entre sus brazos y le dijo:

– Nunca me iré de ti. Cada vez que veas un ave volar, ahí estaré yo. En la forma de los árboles, ahí estaré yo. En las montañas, en los volcanes, en la milpa, estaré yo. Y, sobre todas las cosas, cada vez que llueva estaré cerca de ti. En la lluvia siempre estaremos juntas. Y no te preocupes por mí, yo me quedé ciega porque me molestaba que las formas me confundieran y no me dejaran ver su esencia. Yo me quedé ciega para regresar a la verdad. Fue una decisión mía y estoy feliz de ver lo que ahora veo.

Había amanecido. Esa mañana la luz era más líquida y las nubes dibujaban fantásticos animales en el cielo. Malinalli, acompañada del recuerdo de su abuela, dejó la labor del metate y procedió a encender el fuego para calentar el comal en donde la masa se transformaría en tortillas.

Lo hizo despacio y en respetuoso silencio. Era la última vez que lo encendería en ese lugar. Por un momento se dedicó a observar las formas del fuego tratando de adivinar su significado. El dios Huehuetéotl, el Fuego Viejo, le mostró sus mejores formas y colores. Las chispas, rojas y amarillas, se mezclaron con las verdes y azules para dibujar en los ojos de Malinalli mapas estelares, que la ubicaron en un lugar fuera del tiempo. Malinalli por un momento se llenó de paz. En este estado, modeló la masa con las palmas de sus manos y elaboró un par de tortillas que puso a cocer en el comal. La primera se la comió lentamente, hasta sentir dentro de su cuerpo la presencia de la abuela y del señor Quetzalcóatl. La otra la dejó quemar por completo y más tarde la molió en el metate hasta que la tortilla sólo fue una fina ceniza que lanzó al aire para dejar constancia de su presencia en ese lugar, para que el viento hablara por ella de su pasado, de su infancia, de su abuela.