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Malinalli recordó con una claridad sorprendente la última vez que había encendido el fuego en compañía de su abuela. Ella era una niña pequeña; era temprano por la mañana que la abuela le dijo:

– Hoy dejaré estas tierras. No veré derrumbarse a todo el universo de piedra: ni los escritos de piedra, ni las flores de piedra, ni las telas de piedra que construimos para ser espejos de los dioses. Hoy el canto de los pájaros se llevará mi alma por los aires, y mi cuerpo quedará desanimado, volverá a la tierra, al lodo y amanecerá de nuevo algún día en el sol que se encuentra escondido en el maíz. Hoy mis ojos se abrirán en flor y dejaré estas tierras, pero antes sembraré todo mí cariño en tu piel.

Sin previo aviso, una lluvia repentina empezó a caer sobre la región. La abuela comenzó a reír y con su risa llenó de música la habitación. Malinalli no sabía si lo que la abuela había hablado respecto a irse a algún lado se trataba de una broma o era verdad. Ella lo único que sentía era que la abuela y ella tenían la misma edad, que no había tiempo ni distancia entre ellas, que podía jugar y compartir sus deseos, inquietudes y fantasías con su amada abuela vuelta niña.

La abuela invitó a Malinalli a salir a jugar en la lluvia. La niña, divertida, la obedeció. Afuera de la casa pronto todo se hizo lodo. Las dos juntas se sentaron en el piso y enardecida-mente se dedicaron a jugar con la tierra mojada. Diseñaron formas de animales y figuras mágicas. Parecía que la locura se había apoderado de la abuela y que, totalmente fuera de control, compartía ese mal con su nieta. La abuela le pidió a la niña que cubriera sus ojos con lodo, que se los refrescara con el lodo. La niña comenzó a acariciar el rostro de su abuela con sus manitas tratando de cumplir cabalmente con los enloquecidos deseos de su abuela. Cuando estuvo maquillada con el barro, la abuela le habló a su nieta:

– La vida siempre nos ofrece dos posibilidades: el día y la noche, el águila o la serpiente, la construcción o la destrucción, el castigo o el perdón, pero siempre hay una tercera posibilidad oculta que unifica a las dos: descúbrela.

Después de pronunciar estas palabras, la abuela se levantó con los ojos cubiertos de lodo y señaló al cielo.

– ¡Mira hija! ¡Las nadadoras del aire! Malinalli observó el sorprendente vuelo que unas águilas estaban ejecutando sobre ellas.

– ¿Cómo es que supiste que estaban ahí si no las puedes ver?

– Porque está lloviendo y cuando llueve el agua me habla, el agua me indica la forma que tienen los animales cuando los acaricia, el agua me dice cuan alto o qué tan duro es un árbol por la forma en que éste suena al recibir la lluvia, y me dice muchas cosas más, como el futuro de cada persona, que es dibujado en el cielo por los peces del aire, sólo hay que adivinarlo. El mío es muy claro, los cuatro vientos me han dado su señal.

En ese momento la atmósfera se volvió naranja y un estallido de luz envolvió la mente de esas dos mujeres que parecían encantadas, transformadas y levantadas de la gravedad de la vida para flotar en la ligereza de los sueños. La abuela comenzó a cantar en diferentes dialectos y con voces ininteligibles mientras abrazaba con nostalgia e infinito amor a su nieta. Después de un rato, le pidió que fuese a recoger todos los pedazos de hierba seca que encontrara. Cuando la niña cumplió sus órdenes, dentro de la casa encendieron el fuego nuevo con las brasas del día anterior. Mientras las ramas ardían la abuela dijo:

– Todas las aves tomaron del fuego su figura. El pensamiento también tiene su origen en el fuego. Las lenguas de fuego pronuncian palabras tan frías y exactas como la verdad más cálida que puedan tener los labios. Recuerda que las palabras pueden crear de nuevo el universo. Cada vez que te sientas confundida contempla el fuego y entrégale tu mente.

Malinalli, fascinada, contempló las mil formas escondidas en el fuego hasta que éste se consumió. La abuela sonrió y le dijo:

– Siempre recuerda que no hay derrota que el fuego no pueda consumir.

La niña se volvió a mirar a su abuela y observó cómo le corrían las lágrimas en medio de la tierra seca que cubría sus párpados. La abuela, entonces, de una cesta donde guardaba sus pertenencias tomó un collar y una pulsera de jade y, mientras se las colocaba a su nieta, con voz serena la bendijo de esta manera:

– Que la tierra se una a la planta de tu pie y te mantenga firme, que sostenga tu cuerpo cuando éste pierda el equilibrio. Que el viento refresque tu oído y te dé a toda hora la respuesta que cure todo aquello que tu angustia invente. Que el fuego alimente tu mirada y purifique los alimentos que nutrirán tu alma. Que la lluvia sea tu aliada, que te entregue sus caricias, que limpie tu cuerpo y tu mente de todo aquello que no le pertenece.

La niña sintió que la abuela se estaba despidiendo de ella

y con voz angustiada le suplicó:

– No me abandones, Citli, no te vayas a ir.

– Ya te dije que nunca me voy a ir de ti.

Y mientras la abrazaba fuertemente y la llenaba de besos, en silencio le ofreció al sol a su nieta. La bendijo en nombre de todos los dioses y sin palabras dijo: «Que Malinalli sea la espantadora del miedo. La victoriosa del miedo, la que desaparezca el miedo, la que incendie el miedo, la que ahuyente el miedo, la que borre el miedo, la que nunca tenga miedo».

Malinalli permaneció enredada en los brazos de su abuela hasta que la paz se hizo completa en ella. Cuando por fin se separó, descubrió que la abuela estaba inmóvil. Que había dejado de pertenecer al tiempo, que se había evaporado del cuerpo, que su lengua había regresado al silencio.

La niña comprendió que era la muerte y lloró.

Ahora, iniciando una nueva vida, encendiendo un nuevo fuego al lado de sus nuevos dueños, se sentía feliz.

Hasta el momento, todo había salido como ella lo esperaba. Quería creer que el tiempo de lágrimas había quedado atrás. Sentía una renovación interna. Los pocos días que habían pasado desde que llegó al campamento de los españoles habían sido inolvidables. Nunca se había sentido amenazada o insegura. Claro que no había llegado sola, y no precisamente por venir acompañada por otras diecinueve mujeres esclavas, sino porque había llegado arropada de su pasado. El familiar. El personal. El cósmico. En su cuello llevaba el collar de jade que había pertenecido a su abuela. En sus tobillos, cascabeles. Cubriendo su cuerpo, un huípil tejido por ella misma y bordado con plumas de aves preciosas que representaban una escalera al cielo por donde ella subiría para reencontrarse con la abuela.

Cuatro.

Malinalli lavaba ropa en un río, en las afueras de Cholula. Estaba molesta. Había mucho ruido. Demasiado. No sólo el que hacían sus manos al frotar y enjuagar la ropa en el agua, sino el que había en el interior de su cabeza.

lodo el ambiente le hablaba de agitación. El río donde lavaba la ropa cargaba de musicalidad el lugar por la fuerza con la que sus aguas chocaban contra las piedras. A este sonido había que agregarle el de las aves que alborotaban como nunca, el de las ranas, los grillos, los perros y los mismos españoles, los nuevos habitantes de estas tierras, que contribuían con el escandaloso sonido de sus armaduras, de sus cañones y de sus arcabuces. A Malinalli le urgía el silencio, la calma. Decía el Popol Vuh -el libro sagrado de sus mayores- que cuando todo estaba en silencio, en completa calma, en la oscuridad de la noche, en la oscuridad de la luz, es que surgía la creación.

Malinalli necesitaba de ese silencio para crear nuevas y sonoras palabras. Las palabras justas, las que fuesen necesarias.

Hacía poco, había dejado de servir a Portocarrero, su señor, pues Cortés la había nombrado «la lengua», la que traducía lo que él decía al idioma náhuatl y lo que los enviados de Moctezuma hablaban del náhuatl al español. Si bien era cierto que Malinalli había aprendido español a una velocidad extraordinaria, de ninguna manera podía decirse que lo dominara por completo. Con frecuencia tenía que recurrir a Aguilar para que la ayudara a traducir correctamente y lograr que lo que ella decía cobrara sentido tanto en las mentes de los españoles como de los mexicas.

Ser «la lengua» era una enorme responsabilidad. No quería errar, no quería equivocarse y no veía cómo no hacerlo, pues era muy difícil traducir de una lengua a otra conceptos complicados. Ella sentía que cada vez que pronunciaba una palabra uno viajaba en la memoria cientos de generaciones atrás. Cuando uno nombraba a Ometéotl, el creador de la dualidad Ometecihtli y Omecíhuatl, el principio masculino y femenino, uno se instalaba en el momento mismo de la Creación. Ése era el poder de la palabra hablada.

Luego entonces, ¿cómo encerrar en una sola palabra a Ometéotl, el que no tiene forma, el señor que no nace y no

muere, a quien el agua no lo puede mojar, el fuego no lo puede quemar, el viento no lo puede mover de lugar y la tierra no lo puede cubrir? Imposible. Lo mismo parecía sucederle a Cortés, quien no lograba hacerla entender ciertos conceptos de su religión. El día en que Malinalli le preguntó cuál era el nombre de la esposa de su dios, Cortés respondió: