Lo segundo obviamente era un golpe de estado a los dioses y el temor a su reacción la llenaba de miedos y culpas, pero no veía otra alternativa por ningún lado.
Los miedos y las culpas de Malinalli eran iguales o más poderosos que los de Moctezuma, quien, lleno de temor, llorando y temblando, esperaba el castigo de los dioses porque los mexicas, tiempo atrás, habían destruido Tula y en ese sitio sagrado, dedicado a Quetzalcóatl, habían practicado sacrificios humanos. Antes, en la Tula tolteca, no había necesidad de ellos. Bastaba que Quetzalcóatl encendiera el Fuego Nuevo y acompañara al sol en su trayecto por la bóveda celeste para mantener un equilibrio en el cosmos. Antes de los mexicas, el sol no se alimentaba de sangre humana, no la pedía, no la exigía.
La enorme culpa que Moctezuma cargaba sobre sus espaldas lo hacía no sólo creer que había llegado la hora de pagar sus deudas sino que la llegada de los españoles marcaba el fin de su imperio. Malinalli podía impedir que esto sucediera, podía proclamar que los españoles no eran enviados de Quetzalcóatl y en un segundo serían destruidos…, pero ella sería asesinada junto a ellos, y no quería morir como esclava. Tenía muchos deseos de vivir en libertad, de dejar de pasar de mano *n mano, de llevar una vida errante.
No había vuelta atrás, no había manera de salir ilesa. Conocía perfectamente la crueldad de Moctezuma y sabía que si los españoles resultaban perdedores en su empresa, ella estaba condenada a la muerte. Ante esta alternativa, ¡por supuesto que prefería que los españoles triunfaran! Y si para asegurar su triunfo tenía que mantener viva la idea de que eran dioses venidos del mar, así lo iba a hacer, aunque ya no estuviera tan convencida de tal cosa. La ilusión de algún día poder hacer lo que se le viniera en gana, casarse con quien ella quisiera y tener hijos sin el temor de que fuesen tomados como esclavos o destinados al sacrificio era lo suficientemente atractiva como para no dar un paso atrás. Lo que más deseaba era tener un trozo de tierra que le perteneciera y en donde pudiera sembrar sus granos de maíz, los que siempre cargaba con ella y que habían sido parte de la milpa de la abuela. Si los españoles podían lograr que sus sueños se cristalizaran valía la pena ayudarlos.
Claro que eso no le quitaba la culpa ni le aclaraba lo que debía decir o lo que debía callar. ¿Qué tan válido era defender la vida a base de mentiras? ¿Y quién le aseguraba que eran mentiras? Quizá estaba siendo injusta en sus juicios. Tal vez los españoles sí eran enviados de Quetzalcóatl y era su obligación colaborar con ellos hasta la muerte, compartiendo la información privilegiada que había obtenido de boca de una mujer de Cholula. A dicha mujer le había encantado el carácter desenvuelto de Malinalli, su belleza y su fortaleza física, para que fuera la esposa de su hijo. Con la intención de salvarle la vida, le había confiado que en Cholula se estaba preparando una emboscada en contra de los españoles. El plan era apresarlos, envolviéndolos en hamacas, y luego llevarlos vivos a Tenochtitlan. La mujer le recomendó a Malinalli que saliera de la ciudad antes de que esto sucediera y que posteriormente podría casarse con su hijo.
Malinalli, ahora, tenía la responsabilidad de decidir si compartía esta información con los españoles o no. Cholula era un lugar sagrado. Era el lugar en donde se encontraba uno de los templos de Quetzalcóatl. La defensa o el ataque de Cholula significaban la defensa o el ataque de Quetzalcóatl. Y Malinalli se sentía más confundida que nunca. De lo único que estaba segura era de que necesitaba silencio para aclarar la mente.
¡Imploró silencio a todos sus dioses! Lo que más la atormentaba, aparte del ruido exterior, era el ruido interno, las voces en su cerebro que le decían que callara, que no hablara, que no le confiara a los españoles ninguna información valiosa que pudiera salvarles la vida, que algo andaba mal, que tal vez los extranjeros no eran quienes ella pensaba, que no eran los enviados de Quetzalcóatl. El comportamiento que empezaban a mostrar no se ajustaba para nada al modelo ideal que ella había elaborado en su cabeza. Se sentía desilusionada.
Para empezar, había una total incongruencia entre el significado del nombre de Cortés, Ser cortés era ser delicado, respetuoso, y ella no consideraba que Hernán fuese de esa manera y mucho menos los hombres que lo acompañaban. No podía aceptar que los enviados de los dioses se expresaran de la manera en que lo hacían, que fuesen tan bruscos, tan directos, tan mal hablados, que inclusive vociferaran insultos en contra de su dios cuando se enojaban. Ante la dulzura y la poesía del náhuatl, el español le resultaba un tanto agresivo.
Aunque había algo más desagradable que la falta de delicadeza que los españoles tenían para dar órdenes, y era el olor que despedían. Nunca esperó que los enviados de Quetzalcóatl fuesen a oler tan mal. La limpieza era una práctica común entre los indígenas, y los españoles, por el contrario, no se bañaban, sus ropas estaban apestosas, ni el sol ni el agua podían quitarles la peste. Por más que tallaba y tallaba la ropa en el río, no era capaz de sacarle el mal olor a hierro podrido, a sudor metálico, a armadura oxidada.
Por otro lado, el interés que los españoles y Cortés en particular mostraban por el oro no le parecía correcto. Si en verdad fuesen dioses, se preocuparían por la tierra, por la siembra, por asegurar el alimento de los hombres, y no era así. En ningún momento los había visto interesados en las milpas, sólo en comer. Si Quetzalcóatl había robado la semilla de maíz del Monte de Nuestro Sustento para dársela a los hombres, ¿no les interesaba saber cómo trataban los hombres su gran obsequio? ¿No les daba curiosidad saber si al comerlo recordaban su origen divino? ¿Si lo cuidaban y veneraban como algo sagrado? ¿No les preocupaba que los hombres dejaran de sembrar maíz? ¿Qué? ¿Acaso no sabían que sí los hombres dejaban algún día de sembrar maíz, el maíz moriría? ¿Que la mazorca necesita de la intervención de los hombres para que la despojen de las hojas que la cubren y de esta manera la semilla quede en libertad de reproducirse?
¿Que no hay forma de que el maíz viva sin los hombres ni los hombres sin maíz? El que el maíz necesitara de los hombres para reproducirse era la prueba de que el maíz era un regalo de los dioses a los seres humanos, pues sin haber estado ellos presentes en el mundo, no hubieran tenido los dioses a quién regalar el maíz, y los hombres, por su lado, sin maíz no podrían sostener su vida en la tierra. ¿Que no saben que nosotros somos la tierra, de la tierra nacimos, la tierra nos come y que cuando ya sea el término de la tierra, cuando ya sea el fin de la tierra, cuando se haya fatigado la tierra, cuando el maíz ya no nazca, cuando la madre tierra ya no abra su corazón, será también nuestro fin? Entonces, ¿de qué valía tener oro acumulado sin maíz? ¿Cómo era posible que la primera palabra que Cortés se interesó en aprender en náhuatl fuese precisamente la del oro en vez de la del maíz?
El oro, el teocuitlatl, era considerado como el excremento de los dioses, un desecho, sólo eso, así que no entendía el afán de atesorarlo. Ella pensaba que el día en que la semilla de maíz no fuese respetada, valorada como algo sagrado los seres humanos estarían en grave peligro, y si ella -que, era una simple mortal- sabía eso, ¿cómo era posible que los enviados de Quetzalcóatl, que venían en su nombre -aunque se tratara de un nombre distinto-, que se comunicaban con él, no lo supieran? ¿No sería que estos enviados venían más como enviados de Tezcatlipoca que de Quetzalcóatl?
El hermano de Quetzalcóatl alguna vez lo había engañado con un espejo negro, y eso le parecía que hacían los españoles con los indígenas, sólo que ahora con espejos brillantes. Tezcatlipoca, el dios que buscaba usurpar el poder a su hermano, era mago y, haciendo gala de su oficio, le envió a Quetzalcóatl un espejo negro en el que Quetzalcóatl vio la máscara de su santidad falsa, vio su parte oscura. Como respuesta ante tal visión, Quetzalcóatl se puso tan borracho que hasta fornicó con su propia hermana. Avergonzado, al día siguiente abandonó Tula para reencontrarse, para recuperar su luz, prometiendo regresar algún día.
La gran incógnita era si en verdad había regresado o no. Lo más preocupante para Malinalli, independientemente de si los españoles lograban su propósito de derrocar a Moctezuma o no, era que su vida y su libertad estaban en juego. Todo esto se había iniciado meses atrás cuando de manera fortuita Cortés se había dado cuenta de que ella hablaba náhuatl, y como Aguilar, quien en los años que llevaba habitando en estas tierras sólo había aprendido maya, no lo podía ayudar para entenderse con los enviados de Moctezuma, Cortés, entonces, le pidió a Malinalli que lo ayudara a traducir y a cambio le daría su libertad. A partir de ahí los acontecimientos se habían ido sucediendo con una velocidad extraordinaria y ahora Malinalli se encontraba presa de una vorágine que no le permitía escapatoria. En la cabeza de Malinalli aparecían y desaparecían imágenes de momentos que habían marcado su destino a partir del día en que los españoles habían desembarcado,