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– ¿Y qué sucedió con ese hombre? -preguntó Cortés.

– En cierto momento de su vida abandonó la búsqueda de sí mismo en todo lo que existe y sucumbió a las tentaciones, o, como tú dirías, pecó y luego huyó.

– ¿Robó? ¿Mató? -preguntó Cortés, cada vez más interesado.

– No, fue engañado por un hechicero que cambió su destino. Fue Tezcatlipoca, un hechicero hermano suyo y sombra de su luz, quien le puso ante sus ojos un espejo negro, engañoso y, cuando Quetzalcóatl se vio en él, vio su rostro deformado, con grandes ojeras y los ojos sumidos, vio la máscara de su identidad falsa, vio su parte oscura, se espantó de su imagen y tuvo miedo de su rostro. Inmediatamente después fue invitado a beber pulque, bebida que lo embriagó y lo desquició. Estando borracho, pidió que le trajeran a su hermana Quetzalpetatl y junto a ella bebió aún más. Completamente embriagados, los hermanos fueron dominados por el deseo y fue entonces que yacieron juntos, se desquiciaron en caricias, hicieron que sus cuerpos chocaran enloquecidamente, tocándose y besándose hasta quedar dormidos. Al amanecer, cuando Quetzalcóatl recuperó la conciencia, lloró y emprendió la marcha hacia el oriente -por ahí, por donde ustedes llegaron- y se embarcó en una balsa hecha de serpientes. Se fue a la tierra negra y roja del Tollan, para reencontrarse y luego incinerarse.

Coincidentemente, en ese momento, el sudor de Cortés resbaló exactamente en donde había sido mordido por el escorpión, y recordó la alucinación de la serpiente. Sintió sed y preguntó si podía tomar agua. Malinalli le dijo que se la darían al salir.

– ¿Y falta mucho para que salgamos?

– No.

– Bueno, entonces termina tu relato -pidió a Malinalli. El cuerpo de ambos casi sudor y pureza era, cuando Malinalli pronunció estas palabras:

– Cuando Quetzalcóatl se prendió fuego, de su corazón salió una chispa azul. Su corazón, todo su ser, se desprendió

del fuego, voló a lo alto del cielo y se convirtió en la Estrella de la Mañana.

Con estas palabras, Malinalli dio por terminado el ritual del temascal e invitó a Cortés a salir de ese vientre.

Malinalli se sentía aliviada, sabía muy bien que el agua todo lo limpia, todo lo ablanda. Si era capaz de pulir las piedras de un río, ¿qué no iba a poder hacer en el interior del cuerpo humano? El agua perfectamente podía purificar y abrillantar hasta el más duro corazón. A pesar de que Malinalli no había podido orar al dios del agua como se acostumbraba dentro del temascal, ya que Cortés no había dejado de interrumpirla, sentía que de alguna manera el ritual había tenido efecto, vio salir a Cortés purificado, renacido, cambiado. Cual serpiente, había mudado de piel, había dejado el cascarón viejo dentro del temascal. Sentía que haber participado juntos en esa ceremonia los unía más, los hacía cómplices. Bebieron té con miel, té de flores en esa noche de transformaciones, en esa noche de revelaciones. Ya no pudieron hablar. El peso de la luna llena hacía más inmenso el silencio sostenido en la mirada de ambos, quienes, ahora inmersos de nueva cuenta en el mundo externo, en los planes de batalla, en el mundo de las intrigas, de otra forma dialogaban, de diferente manera se comunicaban sus pensamientos.

La migración es un acto de supervivencia.

Malinalli deseaba haber contado con la ligereza de las mariposas y haber migrado a tiempo. Haber volado por los altos cielos, mucho más allá de las nubes, sobre ellas, desde donde no se oyeran los llantos y los lamentos, desde donde no se distinguieran los cuerpos mutilados, los ríos de sangre, el olor a muerte. Escapar antes de que sus ojos se cegaran, antes de que su corazón se congelara y su espíritu se desconectara de sus dioses.

Cortés había decidido adelantarse y matar a los habitantes de Cholula, en lo que él consideraba un acto de defensa propia. Quería prevenir, antes de ser tomado desprevenido. Quería dar una lección ejemplar a los indígenas que estuvieran albergando pensamientos de ataque en su contra y, a su vez, deseaba enviar un claro mensaje a Moctezuma.

Reunió a los señores de Cholula en el patio del templo de Quetzalcóatl, con el pretexto de despedirse de ellos y agradecerles sus atenciones. Malinalli y Aguilar le sirvieron de intérpretes ante los tres mil hombres que ahí se habían reunido. Una vez dentro, las puertas fueron cerradas. Cortés, a lomo de caballo, habló fuerte, su voz sonó como trueno, como el ruido de la tierra cuando tiembla. Su imagen, magnificada por la altura del caballo, era imponente.

Durante la Edad Media, sólo los nobles podían montar a caballo; por lo mismo, Cortés, de origen plebeyo, gustaba de dar órdenes a caballo, ya que eso lo convertía en un ser superior, física y socialmente hablando. Cortés les reclamó a los cholultecas que quisieran matarlo, cuando él había llegado a Cholula en son de paz y lo único que había hecho desde su arribo era advertirles de lo erróneo de adorar ídolos, de cometer actos de sodomía y de realizar sacrificios humanos. Malinalli, al traducirlo, trató de ser fiel a sus palabras y, para ser oída por todos, elevó lo más que pudo el tono de su voz. Habló en nombre de Malinche, apodo que le habían adjudicado a Hernán Cortés, por estar siempre a su lado. Malinche de algún modo significaba «el amo de Malinalli».

– Malinche está muy molesto. Dice que si ¿acaso van a venir a nuestra espalda, como viene lo arenoso, lo tempestuoso, lo tramposo? ¿Acaso sobre nosotros pondrán sus escudos, sobre nosotros colocarán sus macanas, cuando Malinche llegó en son de paz? ¿Cuando su palabra sólo intentaba hablarles de aquello que engrandece a los corazones? Él, que trae la palabra del señor nuestro, nunca esperó que ustedes estuvieran planeando matarlo. Él, que todo lo ve y todo lo sabe, no ignora que en las afueras de Cholula hay guerreros mexicas esperando atacar.

Los jefes admitieron todo, pero se justificaron diciendo que sólo habían cumplido las órdenes de Moctezuma. Cortés, entonces, mencionó las leyes del reino de España en las cuales la traición se castigaba con la muerte y, por lo mismo, los señores de Cholula debían morir. No acababa Malinalli de traducir estas últimas palabras cuando el disparo de un arcabuz dio la señal para que comenzara la carnicería.

Durante más de dos horas los españoles apuñalaron, golpearon y mataron a todos los indios que ahí se encontraban reunidos. Malinalli corrió a refugiarse en un rincón y con ojos llenos de espanto vio a Cortés y sus soldados cortar brazos, orejas, cabezas. El sonido del metal rasgando músculos y huesos, los gritos, los lamentos aterrorizaron su corazón. El bello huipil que portaba pronto quedó salpicado de sangre. La sangre empapaba los penachos de plumas, las ropas, las mantas de los cholultecas; formaba charcos en el suelo. Los morteros y los arcabuces despedazaban a la multitud aterrorizada. Nadie pudo huir. Nadie pudo escalar los muros. Todos fueron asesinados sin que pudieran defenderse.

En cuanto asesinaron a todos los hombres que se encontraban ahí reunidos, se abrieron las puertas del patio y Malinalli huyó horrorizada. En la ciudad, los cinco mil tlaxcaltecas y los más de cuatrocientos cempoalenses aliados de Cortés saqueaban la ciudad. Malinalli los sorteó y corrió despavorida hasta que llegó al río. Era impresionante el odio con el que asesinaban a hombres, mujeres y niños. El templo de Huitzilo-pochtli, el dios que enfatizaba el dominio mexica, fue incendiado.

El frenesí de asesinatos, saqueo y sangre duró dos días, hasta que Cortés restableció el orden. Murieron en total cerca de seis mil cholultecas. Cortés ordenó a los pocos sacerdotes que quedaron vivos que limpiaran los templos de ídolos, lavaran las paredes y los pisos y, en su lugar, colocaran cruces y efigies de la Virgen María.

Según Cortes, este horror fue bueno para que los indios viesen y conociesen que todos sus ídolos eran falsos mentirosos, que no los protegían adecuadamente, pues, más que dioses, eran demonios. Para Cortés, la conquista era una lucha del bien contra el mal. Del dios verdadero contra los dioses falsos. De seres superiores contra seres inferiores. El consideraba que tenía la misión sagrada de salvar a todos esos indios de la ignorancia en la que vivían, la misma que provocaba que, según él, cometieran todo tipo de actos salvajes e incivilizados.

Los miles de cadáveres desmembrados, sin vida, sin propósitos tomaron presa el alma de Malinali.

Su espíritu ya no le pertenecía, había sido capturado durante la batalla por esos cuerpos inertes, indefensos, insalvables. Nadie, ni del bando de los españoles ni del bando de los indígenas, le causó daño alguno, nadie le hirió el cuerpo, nadie la lastimó; sin embargo, estaba muerta y cargaba sobre sus espaldas cientos de muertos. Sus ojos ya no tenían vida, ya no brillaban, su respiración casi no se sentía, los latidos de su corazón eran débiles. Tenía un buen rato sin mover un solo músculo. Estaba muerta de frío, pero no le interesaba en lo más mínimo cubrirse con una manta. Además de que estaba segura de que no podría encontrar una sola manta que no estuviera manchada de sangre. El frío de octubre le calaba los huesos, el alma. Ella, que siempre había vivido en la costa, bendecida por el calor del sol, sufría con el cambio de temperatura, pero mucho más con el recuerdo de las imágenes que sus ojos habían presenciado.