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Sin embargo, comprendía que no se trataba de lo que ella quisiese o hubiese querido. A nadie le importaba su parecer y, por el momento, a ella tampoco le importaba regresar a la ciudad para ver lo que había quedado de la grandiosa Cholula. Permaneció en silencio por un buen rato al lado del caballo. Ninguno de los dos tenía intenciones de hacer nada. Unas mariposas llegaron hasta ellos. Venían salpicadas de sangre. Malinalli lloró en seco. Sus ojos ya no tenían lágrimas. Quiso huir, no ver, no oír, no saber. Su mente levantó el vuelo y se reencontró fuera del tiempo con su abuela y con el día en que la había llevado a visitar un santuario de mariposas monarca.

Aquél había sido un día muy feliz. Un día de primavera. Malinalli estaba vestida toda de blanco, con un collar de plumas y pulseras de jade en muñecas y tobillos. Estaba excitada pues su abuela le había dicho que las mariposas acababan de regresar y que la iba a llevar a verlas. La niña no entendía por qué cada año se iban y por qué regresaban e, intrigada, le preguntó a su abuela por qué las mariposas no se quedaban en casa, para así poder mirarlas todo el tiempo. La abuela le explicó que ellas, al igual que muchas aves, eran grandes viajeras y que eso era bueno, pues trasladarse por el viento en movimiento es lo que hace que uno cambie, que se renueve, que sea más fuerte. Cada viaje de las mariposas era la lucha que daban por la vida. MÍ-graban en busca de alimento y de un clima que les permitiera sobrevivir al frío invierno pues, de otro modo, morirían. De esta manera cumplían una promesa de vida.

La abuela le explicó que dentro del cuerpo humano todos teníamos una mariposa viajera instalada en el hueso de la pelvis. Ese hueso era su representación.

– Cuando la flor se abre, viene la mariposa, cuando la mariposa viene, se abre la flor -le dijo la abuela.

Esto significaba que la energía generada por la mariposa, en determinado momento, se liberaba de su fuente y viajaba en forma ascendente por el interior de los huesos de la columna hasta llegar a los huesos del cráneo, que representan la bóveda celeste. Este viaje era una repetición de aquel que Quetzalcóatl había efectuado al momento de incinerarse y convertirse en Estrella de la Mañana. Aquel que lo realizaba, al igual que él, se convertía en dios. Y para la abuela, el regreso de las mariposas a los santuarios anticipaba el regreso que algún día Quetzalcóatl habría de realizar para cumplir con su promesa de retorno.

La niña estaba de lo más entusiasmada con la excursión. Le emocionaba saber que iba a ver muchas mariposas. La madre de Malinalli se opuso a la planeación del viaje, pretextando que era imposible que una mujer vieja y ciega pudiese soportar tan largo recorrido y, peor aún, cuidar a una niña de cuatro años, tan inquieta y desobediente como -según ella- era Malinalli. El viaje estuvo a punto de suspenderse si no hubiera sido porque la abuela argumentó con firmeza y con energía que, para ir a los lugares sagrados no se necesitaba ver, ni nada tenían que ver los años; que el cansancio no existía ahí y que nadie la iba a detener ni a convencer de no ir pues, por sobre todas las cosas, era necesario que Malinalli admirara el origen y el eterno retorno de la creación de la vida.

– Y yo no moriré en paz, ni dejaré este mundo, antes de hacer este recorrido con mi nieta.

Ésa fue su afirmación y así, tomadas de la mano, Malinalli y su abuela salieron rumbo al santuario el primer día de primavera. Caminaron durante tres días, durante los cuales tomaban pequeños descansos en los poblados a los que iban llegando. En el camino se unieron a un grupo de hombres y mujeres que viajaban con el mismo propósito al santuario de las mariposas. Al ritual de la iniciación donde, cada primavera, se invoca al viento, a la plenitud de los elementos, para que el hombre obtenga de la tierra y el cielo las riquezas necesarias para cumplir con sus tareas.

Durante su peregrinaje pasaron primero por un poblado donde mujeres y hombres se dedicaban a tallar la piedra, a proyectar en ella la imagen de los diferentes dioses, de los diferentes soles, de los tallados pensamientos que quedarían eternos, inscritos en la piedra. Este oficio fascinó a Malinalli, quien aprendió que aún lo más duro puede ser moldeable y que todo en el universo es flexible a la buena voluntad. La niña preguntó entonces a la abuela si así como dentro del cuerpo había una mariposa, había piedras como ésas y la abuela le contestó:

– ¿Como éstas…? ¡Mmm…! Igual que éstas, no. Pero a veces el corazón de algunas personas puede convertirse en piedra. Por un lado, es bueno que sea firme, que no se conmueva ante cualquier cosa, pero no es bueno que sea tan duro pues tardará más tiempo en comprender la verdad, en incendiarse de amor.

Esa noche durmieron en aquel poblado. Malinalli recogió piedras de todos los tamaños y las guardó para llevárselas con ella.

Un día se encontraron con un fósil de un caracol.

– ¿Qué es esto? -preguntó la niña, depositando el caracol en la mano de la abuela, y ella, al sentirlo, inmediatamente contestó, como si lo estuviera viendo:

– Es un recuerdo de piedra.

– ¿Lo hicieron aquí?

– No -le respondió la abuela, riendo-, éste lo hizo la Madre Tierra, es obra de ella.

Malinalli también lo guardó en su bolsa y siguieron caminando. Con tanto peso encima, la niña pronto se cansó y pretextó no poder seguir adelante pues tenía un fuerte dolor en las rodillas y en los pies. Su abuela no le hizo caso, no se detuvo, no se apiadó de ella y siguió adelante. Malinalli sintió que su abuela podía desaparecer para siempre y corrió como nunca para alcanzarla. Caminando junto a ella le dijo:

– Tengo ilusión por ver a las mariposas pero ¿por qué tenemos que caminar tanto?

– Tu tarea es caminar -respondió la abuela-. Un cuerpo inmóvil se limita a sí mismo, un cuerpo en movimiento, se expande, se vuelve parte del todo, pero hay que saber caminar ligero, sin cargas pesadas. Caminar nos llena de energía y nos transforma para poder mirar el secreto de las cosas. Caminar nos convierte en mariposas que se elevan y miran en verdad lo que el mundo es. Lo que la vida es. Lo que nuestro cuerpo es. Es la eternidad de la conciencia. Es la comprensión de todas las cosas. Eso es dios en nosotros, pero si quieres, puedes quedarte sentada y convertirte en piedra.

Como respuesta, la niña sacó de su pequeño morral todas las piedras que había juntado y le dio la mano a su abuela para seguir caminando.

Malinalli no se volvió a quejar y, poco antes de llegar, descansaron del sol del mediodía dentro de una cueva que tenía un eco. La niña, con asombro, descubrió que el eco le regresaba las palabras. La abuela le explicó que por eso es tan importante honrar a la palabra. Cada sonido que emitimos navega por los aires, pero siempre viene de regreso a nosotros. SÍ queremos que en nuestros oídos resuenen palabras justas, no hay más que pronunciarlas con anterioridad.

Al cuarto día llegaron al santuario de las mariposas amarillas. Había una multitud. Todos habían venido de diferentes regiones, hablaban diferentes dialectos, tenían diferentes hábitos y costumbres, pero una cosa los unía: el rito sagrado de la presencia de las mariposas que en sus vuelos y en la unión de sus formas escribían en el aire códices sagrados, mensajes de los dioses y cantos que solamente el alma escuchaba. Era tan maravilloso ver a miles y miles de mariposas reunidas en un árbol gigantesco, volando alrededor de todo este sitio, desprendiendo luz del aire, que Malinalli, emocionada, preguntó:

– ¿Por qué todas las mariposas están juntas?

– Están juntas para unir las distancias; están juntas para unir el frío con el calor; están juntas para que leamos lo que ellas en sus formas nos proyectan. Apréndete sus formas, sus movimientos, sus sonidos, concéntrate en ellas -le explicó la abuela.

La pequeña niña de cuatro años entró en una especie de trance, dejó de mirar las mariposas y en su lugar comenzó a mirar códices, manifestaciones de arte sagrado, como si fuera una enviada de los dioses y una niña profeta; su mente comprendió al leer los códices, sin que nadie se los hubiera explicado, sin que estuvieran ahí; los vio todos y comprendió su significado.

– ¿Qué ves? -preguntó la abuela.

– Códices -respondió la niña.

– Y, si cierras los ojos, ¿los sigues viendo?

– Sí.

– Bueno, ahora abre los ojos. ¿Siguen ahí los códices?

– No -aseguró Malinalli.

– Eso te muestra que debes estar despierta, para no vivir en las ilusiones. Tú verás lo que quieras ver.

Ahora deseaba olvidar.

No quería que las imágenes de la destrucción de Tula formaran un códice en su mente. Quería olvidar también el día en el temascal, en el que confió que Quetzalcóatl hubiera humedecido en Cortés el recuerdo de dios. Ya no quería hablar, ya no quería ver, ya no quería salvar su libertad. No a ese precio. No a través de la muerte de tantos inocentes, de tantos niños, de tantas mujeres. Antes que ello prefería que de su vientre salieran serpientes que se enrollaran por todo su cuerpo, que le ahogaran el cuello, que la dejaran sin respiración, que la volvieran nada, palabra en la humedad de la lengua, símbolo, glifo, piedra.