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Seis

El frío era insoportable. Llevaban días caminando. Cortés se había empeñado en llegar a Tenochtitlan a como diera lugar.

Después de haber errado el camino varias veces, descubrió que le estaban dando indicaciones falsas para llegar a la gran ciudad de los mexicas, así que en contra de todo consejo, decidió cruzar entre el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, los dos volcanes que vigilaban el valle del Anáhuac.

Malinalli estaba convencida de que a ella pronto le llegaría la hora. Se sentía muy cansada. Sus pies le eran ajenos, ya no los sentía. Estaban completamente helados, engarrotados. Tanto, que ni siquiera sentía las heridas que unas grandes ampollas le habían producido en los dedos de los pies. Le habían salido por usar unos zapatos cerrados que le había quitado a uno de los esclavos cubanos que quedaron muertos sobre el camino. No le importó usar los zapatos del muerto. Era capaz de cualquier cosa con tal de aliviar un poco el frío que tenía en

los pies. El problema era que nunca había calzado sus pies y, a los pocos metros, ya tenía ampollas y un dolor insoportable, pero no le fue permitido detenerse. Siguió caminando a pesar de que las ampollas le sangraban, hasta que sus pies entumecidos dejaron de causarle dolor,

Ahora lo único que tenía era sueño, mucho sueño. Le parecía imposible pensar en un día soleado, caluroso, alegre. Quiso imaginar el calor que se sentía en todo el cuerpo en los días de verano pero le fue imposible. ¡Necesitaba tanto calentar su piel! Sin saber por qué, pensó en los chapulines…

Cada verano, ella se dedicaba a atraparlos entre los maizales. A ella le encantaba sorprenderlos en pleno salto, y luego meterlos en un pequeño guaje de donde más tarde, en la cocina comunitaria, los sacaban para dejarlos caer en agua hirviendo. La muerte de los chapulines era instantánea. Luego, los enjuagaban muchas veces hasta que el agua quedaba totalmente transparente y los asaban en una olla de barro. Al finalizar le rociaban jugo de limón. No había nada más sabroso que un puñado de chapulines en una tarde de

verano, después de haber jugado y haberse bañado en el agua fría del río.

En ese instante deseó con toda el alma ser un chapulín, que alguien la atrapara y la dejara caer en una olla de agua hirviendo. Ser calor, ser fuego en vez de un cuerpo amoratado y dolorido. Si para lograrlo tenía que morir, que así fuera. No le importaba. Al menos moriría calientita, su espíritu sería absorbido por el sol, sería una con él y su cuerpo, que permanecería en la tierra, sería utilizado para ser alimento suculento. Sus carnes deleitarían a los demás. Se le ocurrió que tal vez lo más adecuado para el paladar de los españoles sería que la sazonaran con un poco de ajo molido, esa planta que habían traído con ellos, que tanto acostumbraban comer y que a veces olía en su sudor y en sus bocas. ¡Se moría del antojo! En ese momento hubiera dado lo que fuera por un chapulín. Pero con ese frío era imposible conseguir uno. Y ahora sabía por qué. Con ese clima lo único que se buscaba era arroparse bajo la tierra y no andar brincoteando por ahí. Malinalli ya no podía dar un paso más. Recordó el viaje que había realizado en compañía de su abuela y resonaron en su mente las palabras que en esa ocasión le había dirigido:

– Tu tarea es caminar… Caminar nos convierte en mariposas que se elevan y ven en verdad lo que el mundo es.

Malinalli, por experiencia propia, sabía que la caminata ritual efectivamente producía un desprendimiento del cuerpo, una elevación espiritual, una integración con el todo. Sucedía cuando se derrotaba al cuerpo, cuando se le vencía, cuando la carne renunciaba a contener al caminante y le permitía integrarse a la nada donde todo es, donde todo está. Malinalli, completamente rendida, cerró los ojos para ver si podía ser una con su abuela, pero no pudo. Su cuerpo aún la mantenía prisionera.

Cortés la observaba a distancia. Habían decidido tomar un descanso para esperar a que la expedición de Diego de Ordaz regresara del Popocatépetl. Cortés envió una decena de exploradores al mando de Diego de Ordaz para observar de cerca el Popocatépetl, que, según le informaron, había hecho erupción varias veces en los últimos años. Para la mayoría de los conquistadores, la visión de un volcán en actividad era algo nuevo y que no querían perderse.

Cortés, desde su puesto de descanso, observó la nube de humo y cenizas que salía del volcán. Después su vista se dirigió hacia Malinalli. Cortés la observó detenidamente.

Con los ojos cerrados y acurrucada bajo una manta que Bernal Díaz del Castillo le había prestado, se veía pequeña, vulnerable, pero nada más alejado de la verdad. Hernán pensó en lo admirable que era esa mujer. No se había quejado en ningún momento. Seguía el paso a todos ellos sin chistar. Nunca se había enfermado ni llorado ni dado molestias. La comparación con su esposa fue inevitable. Catalina Xuárez era una mujer débil y enfermiza, que no le había podido dar hijos. Estaba seguro de que Catalina, su mujer, en la misma situación en la que se encontraba Malinalli ya habría muerto.

Cortés a su vez era observado por Malinalli por el rabillo del ojo. Ella no quería hablar con nadie así que prefería fingirse dormida. No tenía energía ni para pedir ayuda. Le gustaba mirar el cuerpo de Cortés, su musculatura, su fortaleza, su valentía, su audacia, su don de mando. Miles de veces, parada frente al mar y meditando sobre el eterno retorno de las olas, había deseado el regreso de su padre, o alguien lo más parecido a él, para que la protegiera. En ese momento se preguntó si Cortés podría ser ese hombre y llegó a la conclusión de que no. La protección que ella anhelaba era una que no tenía nada que ver con su anulación como persona. La protección y defensa que los españoles decían que les iban a proporcionar contra los dioses falsos y contra sus prácticas paganas más bien los dejaban en un estado de indefensión, los convertían en niños débiles que no sabían lo que era bueno para ellos y que necesitaban de alguien superior a ellos que viniera a decirlo. Definitivamente, ser protegida por Cortés representaba ser una mujer débil e ignorante.

Pero estaba tan cansada que no tenía ganas de pensar en nada que no fuera el sol. No en balde decían sus antepasados que primero fue el fuego y que de él nació el sol y con él los hombres. El sol era fuego en movimiento. Cerró los ojos. La altura estaba haciendo estragos en su estado de salud. Le dolía la cabeza, sentía que el aire no era suficiente. Se sentía mareada, igual que cuando era niña y la abuela la levantaba en brazos por los aires y le daba vueltas y vueltas como a los voladores de Papantla. Esos hombres que realizaban una bella danza en los aires mientras descendían al piso sostenidos por una cuerda atada a sus tobillos. Eran cinco integrantes, de los cuales cuatro descendían el piso poco a poco, girando y bajando mientras otro quedaba en lo alto del gran poste representando al centro. Antes de bajar, saludaban a los cuatro puntos cardinales y al sol. Los cuatro danzantes que volaban por los aires representaban a cada uno de los cuatro puntos cardinales. Malinalli los vio varias veces en su niñez y le encantaba que la abuela la convirtiera en un volador tomándola de los pies y haciéndola girar. Cuando su abuela se cansaba, ella sólita giraba y giraba con los brazos abiertos hasta que se mareaba y caía al piso entre risas.

La abuela le explicaba que eso pasaba porque perdía su centro.

– Dios está en el centro. Ahí donde no hay forma alguna, ni sonido, ni movimiento. Cuando te encuentres mareada, siéntate, deja de moverte, quédate en silencio y encontrarás al señor nuestro ahí, en tu centro invisible, el que te une a él. Somos como las cuentas del collar de la creación y estamos unidos unos con otros, cada uno ocupando el lugar y el espacio que le corresponde. Cuando alguno jala más de la cuenta para un lado, altera todo el orden de los cielos y el cielo se abre, la tierra se abre. Cuando uno se separa ya no irá a caer donde debería caer, ya no caminará donde debería caminar, ya no irá a morir a donde debía morir porque su lazo se rompió, porque todo forma parte del todo y todo repercute en el todo. Y por eso dios se entristece cuando no lo vemos, cuando no lo conocemos, cuando pasamos la vida de espaldas a él.

– ¿Y dónde está dios? ¿Cómo lo puedo ver? -preguntó la niña.

– Ver lo invisible es complicado, pero debes saber que aquel por quien se vive está en el aire que respiramos, en cada gota de agua, en cada cuerpo, en cada piedra, en cada planta, en cada animal, en todas las formas de su creación. En el centro, en lo invisible de todos ellos es donde se encuentra.