Cada cuerpo celeste se encuentra unido en su centro con los otros astros y con nosotros. Es como si un hilo de plata nos hubiera enlazado durante la creación. Ver lo invisible en los otros es ver a dios en ellos. Escuchar lo invisible en sus palabras es escuchar a dios. Sentir el agua en el aire antes de que se convierta en lluvia es sentir a dios. No importa que tan distintos sean los rostros que miras, que tan distinto sea el canto de alguien, atrás de su cuerpo, atrás de sus palabras está la presencia del señor del cerca y del junto. Por eso es tan importante la representación, el canto, el movimiento, todo aquello que hacemos. Si lo hacemos de acuerdo con nuestro centro, de acuerdo con la divinidad, tendrá un carácter sagrado; si lo hacemos mareados, nos tirará al piso, nos dejará a un lado, desconectados de dios. Todos giramos. Cada hombre, cada luna, cada sol, cada estrella danza alrededor de un centro. El movimiento de los astros es sagrado y el nuestro también. Nos une el mismo invisible.
Pero lo más importante del conocimiento que la abuela le transmitió a Malinalli fue quizá la noción de que atrás de cada representación divina, ya fuera en papel, en piedra, en flor o en canto, dios ya estaba ahí. Antes de que cualquier palabra que lo nombrara se pronunciara, ya estaba ahí. No importan la forma, el color o el sonido que se eligieran para representarlo.
– Querida Malinalli, antes de que tú tomaras forma en este cuerpo ya eras una con dios y lo vas a seguir siendo aunque tu figura se haya borrado de la tierra. -Y luego continuó-:
Cuando yo muera, cuando esté fuera del tiempo, va a ser difícil que me veas, que me escuches, que me sientas, por eso te voy a dar esta Tonantzin de piedra; ella es nuestra madre, a ella le puedes decir y pedir lo que quieras. Yo voy a estar danzando en el cielo a su lado así que juntas veremos por ti.
Malinalli entonces tomó entre sus manos el collar de cuentas de barro que había moldeado junto con la abuela y con la imagen de la Tonantzin entre los dedos pidió que le permitieran recuperar su centro. Dominar el mareo que la volvía loca. Y recuperar la salud. Faltaba poco para llegar al valle del Anáhuac. Quería verlo. Quería sobrevivir. Después de este deseo, sus ojos se cerraron. Malinalli dejó su cuerpo y se convirtió en pensamiento, en idea, en sueño. En ese estado, nada le impedía ser parte de todo lo que la rodeaba. No tuvo problema para entretejer su pensamiento con el de las demás esclavas y al instante experimentó una libertad inimaginada. Se vio flotando sobre un petate de serpientes entrecruzadas. Sabía que estaba instalada en otra realidad, y que lo que veía era parte de un sueño, pero también sabía que en ese sueño podía encontrar una realidad mejor, más colectiva que individual.
En su sueño se vio como parte de una mente femenina unificada que tenía el mismo sueño. En él, un grupo de mujeres descalzas caminaba sobre el hielo de un río que había quedado congelado en el momento en que la luna se había reflejado sobre su superficie. Las plantas de sus pies en contacto con lo helado se cuarteaban, y las heridas formaban mapas estelares. La luz de la luna llena se proyectó con fuerza sobre todas ellas y entonces fueron una sola mente y sólo un cuerpo, fueron todas una sola mujer que se sostenía en el viento y que se alimentaba de la fe de todas las que querían liberarse de la pesadilla de sentir, de tocar, de llorar, de amar, de sangrar, de morir, de tener y dejar de tener. Malinalli, en cuerpo de esa mujer unificada, se vio rodeada por doce lunas y sostenida por los cuernos de la treceava. Con sus manos recogía plegarias y pedazos de dolor que convertía en rosas. Luego sintió que la luna bajo sus pies se incendiaba toda y el fuego devoraba sus pensamientos. Su mente era lumbre que creaba imágenes que se clavaban en el corazón de los hombres como cuchillos de luz, mientras les hablaban del verdadero significado del lenguaje. Cuando Malinalli sintió que la luna, junto con ella, se incendiaba toda, abrió los ojos. En sus ojos había lágrimas y en su corazón, un presagio de flores.
Reflejo del reflejo Malinalli era. La luz de la luna se proyectaba sobre su espalda y la sombra alargada que de su cuerpo salía abarcaba gran parte de la distancia que la separaba de la piedra del sol, ubicada en el Templo Mayor de Tenochtitlan.
Malinalli había decidido salir a medianoche a recorrer la plaza en silencio. Sin necesidad de traducir e interpretar, sin tener que fingir indiferencia ante los dioses de sus antepasados para evitar ser catalogada como idólatra. Había llegado a Tenochtitlan un día antes y Malinalli había quedado tan o más impresionada que los mismos españoles ante la grandeza de la ciudad. El Templo Mayor era el centro. Era el espacio que reflejaba la cosmovisión de sus fundadores. Desde ese espacio partían grandes calzadas hacia los cuatro puntos cardinales.
Ahí, de pie ante la piedra del sol, Malinalli estaba precisamente en el centro de la ciudad, del cosmos. El sol, la luna, ella y la piedra del sol formaban un todo único e indivisible y en ese momento comprendió que la piedra era una representación de lo invisible. Que era un círculo que representaba no sólo al sol y a los vientos, a las fuerzas de la creación, sino a lo invisible de su centro.
Por primera vez vio lo invisible y comprendió que el tiempo era algo distinto a lo que ella pensaba. Ella estaba acostumbrada a percibir el paso del tiempo a través del movimiento de los astros en los cielos, a través de los ciclos de siembra y cosecha, de vida y muerte. Mientras tejía, también podía entender el tiempo. Un bello huípil era la muestra del tiempo invertido, de la forma en que el tiempo se entreteje. En cada bordado, Malinalli regalaba su tiempo a los demás y compartía con ellos la belleza. Hacía mucho que ya no tenía tiempo de hilar, mucho menos de bordar. Su vida, al lado de los españoles, había modificado por completo su concepción del tiempo. Ahora lo medía por los días de caminata, por los días de batalla, por la cantidad de palabras traducidas, por la cantidad de intrigas y de estrategias desarrolladas. Su tiempo parecía haberse acelerado y no le dejaba ni un momento libre para poder ubicarse en el centro de los acontecimientos. Era un tiempo confuso en el que su tiempo y el de Cortés inevitablemente se entrecruzaban, se enlazaban, se amarraban. Era como si a la usanza indígena, en una ceremonia tradicional, alguien les hubiera atado la punta de sus vestimentas para convertirlos en marido y mujer. Esa sensación la incomodaba. Sentirse amarrada le quitaba libertad. Ella quería ir por un lado y Cortés jalaba por el otro. Era una unión obligada que ella no había decidido pero que parecía marcarla para siempre. Su tiempo -sin remedio- ahora estaba entretejido con el de Cortés. Sin embargo, esa noche, de pie ante la piedra del sol, Malinalli se sentía equilibrada, restaurada, ubicaba en el tiempo, o más bien fuera de él.
Esa noche Moctezuma también reflexionaba respecto al tiempo, a su tiempo, al ciclo que terminaba.
Él, al igual que Malinalli, tampoco podía dormir. Salió al balcón del palacio y desde ahí observó a una mujer resplandeciente que cruzaba la plaza, vestida de blanco. Su corazón dio un brinco, parecía Cihuacóatl, el sexto presagio funesto, que se aparecía por las noches y recorría las calles de la gran ciudad llorando y dando grandes gritos por sus hijos. Es más, con toda claridad escuchó una voz que decía: «¡Hijitos míos, ya tenemos que irnos! ¿Adonde los llevaré, que el dolor no los alcance?». Su píel se le enchinó. El espanto lo dejó helado. Quiso moverse y no pudo. Trató de calmarse, de controlar su mente, pero sus pensamientos no hacían sino conectarlo con imágenes de infortunio. Sin saber por qué, recordó al ave extraña que años atrás le habían llevado a palacio unos pescadores y que en la cabeza tenía un espejo. El hallazgo del ave constituyó el último de los presagios funestos. En cuanto Moctezuma miró al ave, ésta desapareció para siempre de su vista. Trató de recordar lo que el espejo del ave le había reflejado y, en lugar de que viniera a su memoria, en su mente apareció una imagen tremendamente dolorosa: una lluvia pesada caía sobre la piedra del sol. Y cada gota de agua que chocaba en la piedra la deslavaba, dejándola completamente lisa.
Moctezuma comprendió que la muerte era todo aquello que no tenía ni signos ni mediciones y se estremeció. Definitivamente su tiempo había terminado y temió por el futuro de sus hijos, sobre todo los pequeños: Tecuichpo de nueve y Axayácatl de siete años de edad.
Malinalli, continuando con el juego de espejos, sintió el mismo temor que Moctezuma por el futuro de sus hijos, con la diferencia de que ella aún no los tenía. Era una noche de magia, de luz, de paz, antes de la guerra. Malinalli volvió a este mundo al escuchar el ruido de los peces que saltaban en los canales que rodeaban la plaza mayor. Con su salto, producían un ruido parecido al que una piedra hacía al caer al agua, pero los sonidos de los peces eran más delicados, continuos y tranquilizadores. La razón por la que los peces saltaban en noche de luna llena se debía a la luz. Gracias a la luminosidad que la luna proyectaba en el agua, los peces alcanzaban a ver a los insectos que revoloteaban en la superficie del agua y brincan para devorarlos.