Malinalli también estaba entusiasmada con la fiesta. Era la primera vez que la iba a poder presenciar.
Lo que más la atraía era que Cortés había prohibido los sacrificios humanos durante la celebración, así que no habría espectáculos de sangre. Había oído que se trataba de una ceremonia imponente en la que participaban todos los nobles y grandes guerreros. Ejecutaban la danza del culebreo frente al Templo Mayor como una invocación a la energía de Coatlicue, la madre de Huitzilopochtli. Tras muchas horas de danza, los danzantes entraban en una especie de trance, de exaltación del espíritu, por medio de la cual se ponían en comunión con las fuerzas generadoras de la vida y, así, la danza se realizaba en dos planos: se danzaba en la tierra y en el cielo. La serpiente danzaba y volaba.
Malinalli consideraba un privilegio poder observar la celebración. Le gustaba estar en la gran Tenochtitlan, ser parte de ella. A veces, cuando regresaba del mercado no podía evitar pensar en lo diferente que habría sido su destino si en vez de haber sido regalada a los mercaderes de Xicalango, la hubieran destinado al servicio de Moctezuma: le habría encantado ser una de sus cocineras. Tener el privilegio de preparar para él uno de los más de trescientos platillos que día con día se cocinaban en su palacio. Seducirlo con sus artes culinarias de tal manera que en vez de probar su platillo y desecharlo para que sus súbditos se alimentaran de él, se viera obligado a comerlo todo, cautivado por la mezcla de sabores.
También hubiera sido muy interesante ser una de las artesanas que imaginaban joyas para él, que jugaban con los metales, que derretían el oro y la plata para convertirlos en tobilleras, brazaletes, orejeras y nariceras. Aunque pensándolo bien, el arte plumario hubiera sido, aparte de un honor, su actividad predilecta. Fabricar las capas y los penachos que el gran señor iba a usar cuando presidiera alguna ceremonia en el Templo Mayor. ¡Hacer que las plumas -esas sombras de los dioses- se convirtieran en soles que deslumbraran al mismo sol, al señor Huitzilopochtli!
Malinalli decidió entonces ponerle a uno de sus huipiles un bordado de plumas especial para la ocasión. Se dirigió al puesto donde vendían plumas preciosas cuando vio que la gente se arremolinaba en torno a un hombre. Se trataba de uno de los tantos corredores que llegaban desde la costa trayendo el pescado fresco para la mesa de Moctezuma. A gritos, informaba a todos que habían llegado unos barcos con otros españoles que decían venir en busca de Cortés.
Malinalli se enteró así, antes que Cortés, de la llegada de Pánfilo de Narváez.
Pánfilo llegaba en mal momento, la situación política era muy delicada. Sin embargo, Cortés no tenía otra alternativa que detenerlo, atajarlo, impedir que lo apresara y lo colgara acusado de insurrección por haber desobedecido a Diego Velázquez, gobernador de Cuba, quien había enviado a Cortés en un viaje de exploración y no de conquista.
Antes de irse a combatir a Narváez, Cortés dejó a Pedro de Alvarado a cargo de la ciudad. Cuando Cortés le informó a Malinalli que tenían que abandonar la ciudad para ir a combatir a Pánfilo de Narváez, ella se disgustó sobremanera. Muchas veces en su vida había tenido que abandonar lo que más quería o más le gustaba. Partir de cero para comenzar una y otra vez a crear un mundo nuevo. Abandonarlo todo para tenerlo todo. Pero al llegar a Tenochtitlan pensó que su peregrinaje había concluido. Que por fin podría echar raíces, así, tranquilamente, sin ruido y sin tumulto. En paz. No contaba con que las cosas se iban a complicar a grados inimaginables.
Cortés salió de Tenochtitlan rumbo a Cempoallan, donde Narváez se había establecido. Al llegar, se enteró de que Narváez se encontraba parapetado en el templo mayor del lugar. Como Cortés conocía bien la zona, decidió atacar por la noche, cuando menos lo esperaran. Una lluvia tropical pareció que lo iba a hacer cambiar de planes, pero sucedió todo lo contrario. Decidió atacar como la lluvia, inesperada e intempestivamente. Envió a ochenta hombres hacia el Templo Mayor y dejó al resto de la armada, a Malinalli, a los caballos y las provisiones en las afueras de Cempoallan.
Para Malinalli, aquélla fue una noche tormentosa en todos los sentidos. Ese día había comenzado a menstruar, los caballos lo sentían y se mostraban inquietos. Se tuvo que alejar de ellos y de los hombres para limpiar sus ropas manchadas de sangre y evitar que los caballos se alebrestaran. Malinalli pensaba que era más bien la luna y no el sol la que se alimentaba de sangre y que lo hacía de la sangre de todas las mujeres que menstruaban, porque había observado que siempre que menstruaba, había luna llena y fue así como comprendió que el ritmo lunar era exactamente igual que su ritmo menstrual. La luz de la luna expandía la sangre en sus espacios íntimos. La luz de la luna -la luz que esa noche iba a alumbrar el triunfo o la tragedia, la plenitud o la derrota, el éxtasis o la muerte-, la luz plateada que provocaba que el mar se extendiera, que todos los líquidos del cuerpo adquirieran sentido y cantaran un himno sangrante para inaugurar de nuevo la vida, para regenerarla, era la única que podía convertirse en su aliada.
Ofrendó su sangre a la luna para que esa noche estuviera del lado de Cortés, a pesar de estar oculta en una manta de nubes grises. No quería ni siquiera imaginar lo que pasaría con ella si resultaba vencido. Al parecer la luna la había escuchado y recibido su ofrenda. Había contemplado el éxtasis de sus líquidos y respondido favorablemente. Esa noche de mayo, Cortés tomó a Narváez por sorpresa y lo derrotó contundentemente a pesar de haber atacado con menos de trescientos hombres contra los ochocientos que Narváez comandaba, la mayoría de los cuales, después de la batalla, se unieron a Cortés, deslumbrados por las historias que habían escuchado acerca de que en Tenochtitlan abundaba el oro para todos.
Sin embargo, Cortés no tuvo tiempo para celebrar la victoria pues le llegaron informes de que los mexicas se habían sublevado en Tenochtitlan, debido a que Pedro de Alvarado había llevado a cabo una masacre en el Templo Mayor.
Siete.
A partir de esa noche y por muchas noches más, Malinalli no pudo conciliar el sueño.
La atormentaban las imágenes de una matanza que no había visto. Desde niña, había desarrollado una técnica para conciliar el sueño que consistía en cerrar los ojos y pintar un códice utilizando la imaginación. Cuando en su mente empezaban a aparecer rostros, figuras, glifos, signos, sabía que ya se encontraba en el mundo de los sueños, en el universo fantástico que le pertenecía únicamente a ella. Ese sitio era el lugar de encuentro con sus pensamientos más luminosos, pero también con el de los más aterrorizadores. Ése era el caso después de haber escuchado la narración de lo que había sucedido en Tenochtitlan en su ausencia. Las imágenes que venían a su cabeza en cuanto cerraba sus párpados eran las de cabezas, piernas, brazos, narices y orejas volando por los aires. No había presenciado la matanza del Templo Mayor, pero tenía como antecedente la de Cholula, así que con toda claridad, su cerebro reproducía el sonido de la carne desgarrada, de los gritos, los lamentos, las detonaciones de los arcabuces, las carreras, los sonidos de los cascabeles mientras los pies huían, tratando de escalar los muros. Malinalli sentía en el centro de su cuerpo un estremecimiento y abría los ojos. Esto sucedía varias veces hasta que, agotada, el sueño la vencía.
Cuando esto pasaba, venía la peor parte. Un sueño repetitivo le aprisionaba la mente. Al inicio de la pesadilla, Malinalli era una mariposa sostenida por el viento, que observaba desde las alturas cómo danzaban los nobles y guerreros mexicas. Los veía entregados a la danza, concentrados, entrando en un estado de exaltación religiosa. Del centro del círculo en el que bailaban salía un poste de luz que unía el cielo con la tierra y desparramaba sobre los danzantes una poderosa luz amarilla que iluminaba los cuerpos adornados con sus mejores atavíos, sus mejores plumas, sus mejores pieles, pero de pronto, una lluvia de balas caía sobre ellos, les perforaba el pecho, sus corazones sangrantes se volvían de piedra y se elevaban al cielo. Malinalli, dentro de su pesadilla, se decía a sí misma: