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La intención, desde luego, era hacerlos rendir por sed y hambre.

Los tenochcas resistían en Tlatelolco. Fue en el mercado, en el corazón del imperio, donde se dio el golpe final a los habitantes de Tenochtitlan. Fueron tantas las muertes a causa de la viruela y el hambre que los españoles pudieron vencerlos finalmente. El día de la caída, mataron y aprehendieron a más de cuarenta mil indígenas. Había una gran gritería y llantos.

Cuauhtémoc trató de huir, pero fue apresado y conducido a Cortés y, una vez en su presencia, dijo:

– Señor Malinche, ya he hecho lo que estoy obligado a hacer en defensa de mi ciudad y de los vasallos y no puedo más, y pues vengo por fuerza y preso ante tu persona y poder; toma ese puñal que tienes en el cinto y mátame luego con él.

Cortés no lo mató; lo tomó prisionero y le quemó los pies para que confesara en dónde estaba oculto el oro. Tanto el que suponía que escondían como el que había perdido la tropa en la huida de la Noche Triste.

Cuando Cortés se fue a las Hibueras, lo llevó con él, y un tlatelolca que iba en la expedición acusó a Cuauhtémoc de estar planeando una sublevación en contra de Cortés. Cortés, después de bautizarlo con el nombre de Fernando, los mandó colgar de una gran ceiba, el árbol sagrado de los mayas, en un lugar de Tabasco.

No había viento. El sol se había ocultado entre nubes grises, espesas, tristes. Parecía una luna apagada, debilitada, que se esforzaba por permanecer en el cielo entre el humo que se elevaba sobre las piras donde quemaban cadáveres. Se le podía ver sin que sus rayos lastimaran la vista. Había perdido su brillo y, con ello, la capacidad de verse reflejado en los lagos y canales del valle del Anáhuac, cuyas aguas oscuras, confusas, estaban teñidas de sangre.

El jardín zoológico en el palacio de Moctezuma estaba vacío. No había animales. No quedaba nada de la belleza y señorío de su imperio.

En los anafres ya no se cocinaban los acostumbrados cientos de platillos para Moctezuma

Los artesanos que elaboraban las joyas, las ropas del emperador estaban muertos o habían salido huyendo.

El silencio era interrumpido por los lamentos, por los llantos de Cihuacóatl/Tonantzin, la mujer culebra, «nuestra madre».

Y la consigna de Cuauhtémoc se pasaba de boca en boca con murmullos:

– Hoy nuestro sol se ha ocultado, nuestro sol se ha escondido y nos ha dejado en la más completa oscuridad. Sabemos que volverá a salir para alumbrarnos de nuevo. Pero mientras permanezca oculto allá en el Mictlan, debemos unirnos en esta larga noche de este nuestro sol de conciencia que es el quinto sol, y lo haremos ocultando en nuestros corazones todo lo que amamos: nuestra manera de dialogar y criar a nuestros hijos, nuestra manera de convivir y organizamos, que es ayudándonos los unos a los otros.

«Ocultemos nuestros teocaltin (templos), nuestros calmecameh (escuelas de altos estudios), nuestros tlachcohuan (juegos de pelota), nuestros telpochcaltin (escuelas para jóvenes) y nuestros cuicacaltin (casas de canto) y dejemos las calles desiertas para encerrarnos en nuestros hogares.

»De hoy en adelante, nuestros hogares serán nuestros teocaltin, nuestros calmecameh, nuestros tlachcohuan, nuestros telpochcaltin y nuestros cuicacaltin.

»De hoy en adelante, hasta que salga el nuevo sol, los padres y las madres serán los maestros y los guías que lleven de la mano a sus hijos mientras vivan. Que los padres y las madres no olviden decir a sus hijos lo que ha sido hasta hoy el Anáhuac al amparo de nuestro señor del cerca y del junto, nuestro señor Ometeotl-Ometecuhtli, y como resultado de las costumbres y de las enseñanzas que nuestros mayores inculcaron a nuestros padres y que con tanto empeño éstos inculcaron en nosotros. Tampoco olviden decir a sus hijos lo que un día deberá ser este Anáhuac para todos nosotros. Después de esta larga noche surgirá el sexto sol que será un sol de justicia».

Malinalli se preguntaba qué era lo que había hecho mal. ¿En qué había fallado? ¿Por qué no se le había otorgado el privilegio de ayudar a su gente? Así como Cortés había sido la respuesta a los miedos de Moctezuma y el oro obtenido, a la ambición de Cortés, a ella le hubiera gustado saber a qué deseo correspondía la destrucción de Tenochtitlan. ¿Al deseo de los tlaxcaltecas? ¿Al deseo de los dioses? ¿A una necesidad del universo? ¿A un ciclo de vida y muerte? Lo ignoraba por completo. Lo único que tenía claro era que ella no había podido salvar nada.

Malinalli pensaba en su abuela, en lo afortunada que había sido al no ver la destrucción de su mundo, de sus dioses. Estaba confundida. Se sentía culpable y responsable de lo acontecido. Para justificarse, pensaba que tal vez lo que estaba muriendo no estaba muriendo, que era cierto que durante los sacrificios humanos lo único que moría sobre la piedra era el cuerpo, el cascarón, pero a cambio de la liberación del espíritu. Que la vida de los sacrificados les pertenecía a los dioses y a ellos regresaba cuando los sacrificaban; que los sacerdotes no destruían nada, pues la vida que liberaban de la prisión del cuerpo seguía su destino en los cielos para alimentar al sol. Su tranquilidad emocional dependía de que ella aceptara todo esto como cierto, pero ella estaba y no estaba de acuerdo, creía y no creía. Si observaba a su alrededor, todo le hablaba de un eterno ciclo de vida y muerte.

Las flores morían y se convertían en abono de otras. Los peces, las aves, las plantas se alimentaban unos a otros. Sí, pero ella estaba convencida de que Quetzalcóatl había venido a este mundo a afirmar que los dioses no se alimentaban de la sangre de los sacrificados sino de sus intenciones y sus pensamientos. Que el sueño de los hombres era el aprendizaje de los dioses y que el aprendizaje de los hombres era el pensamiento eterno de los dioses. Y que los dioses se alimentaban de su misma esencia, o sea, del alma de lo que habían creado. Pero ella no creía necesario que fuese a través de la muerte física, sino por medio de la palabra. Cuando uno oraba, cuando uno nombraba a sus dioses, los alimentaba, los honraba, les devolvía la vida que a su vez ellos nos habían dado al nacer. Los guerreros creían que el cuerpo es lo que mantiene prisionera al alma. El que controla un cuerpo, se adueña del espíritu que lo alberga. Ésa fue una de las creencias que habían actuado en contra de los mexicas. En sus primeros enfrentamientos con los españoles, se sorprendieron al ver que la intención era la aniquilación del enemigo y no su captura. Su enorme aparato de guerra funcionaba de manera completamente opuesta. Los mexicas creían que un buen guerrero debía aprisionar a su enemigo. Si lo conseguía, se convertía en una especie de dios, pues el control del cuerpo le daba acceso al control del espíritu. Por eso no mataban en el campo de batalla sino que tomaban prisioneros. Si mataban a su enemigo, liberaban automáticamente su espíritu y eso constituía una derrota, no un triunfo. Capturarlos para luego sacrificarlos ante sus dioses le daba sentido a la muerte.

Malinalli estaba de acuerdo sólo en el sentido de que la vida no se defendía luchando por salvar un cuerpo de la muerte, sino su espíritu. Sólo si la idea de la muerte no existía, ella podía comprender la eternidad, y desde ese punto de vista no había actuado mal. Lo único que había pretendido había sido salvar el espíritu de Quetzalcóatl, que los mexicas habían mantenido aprisionado tanto tiempo al realizar sacrificios humanos. Liberarlo de sus captores, para permitirle purificarse y renacer entre los hombres, completamente renovado, pero ¿quién era ella para tan alta pretensión? ¿En verdad podía decidir qué era lo que debía vivir y qué era lo que debía morir? Al menos estaba segura de que en su interior sí, y ahí el espíritu de Quetzalcóatl estaba más vivo que nunca. Los españoles no lo podían destruir porque ni siquiera lo alcanzaban a percibir. Sólo habían arrasado con aquello que veían, que tocaban. Lo demás estaba intacto.

Malinalli bordaba plumas a una capa que había elaborado para su hijo. La había fabricado con plumas que había salvado del palacio de Moctezuma, con hilo de algodón que había encontrado tirado en lo que había sido el mercado de Tlatelolco, con piedras de jade y conchas marinas que Cortés le había regalado, pues para él no tenían valor alguno. Era la capa de un príncipe. Así quería Malinalli que luciera el día de su bautizo.

Había nacido una semana antes, en la casa de Coyoacan, donde habitaba con Cortés. Lo tuvo como su madre la parió a ella, en cuclillas. Sólo que para ella no hubo baño de temascal, ni partera, ni ceremonia de enterramiento del cordón umbilical en el campo de batalla para que ese niño llegara a ser un guerrero. A Malinalli le pareció bien. No quería que su hijo matara. Estaba cansada de ver muertos. Los ojos de Cortés también estaban hartos de mirar tanta muerte, tantos cuerpos mutilados, tanta destrucción. Sus brazos estaban cansados de empuñar la espada, de cortar, de separar. Por eso, meses atrás, se habían ido a vivir a Coyoacan y buscaron tomar un descanso. A ambos les urgía ese descanso.