Malinalli, conmovida, con el corazón trastocado, estuvo a punto de abrazarla y de curar sus heridas pero se contuvo. Su rencor, el dolor por el abandono, era mucho más fuerte que la súplica de su madre y, conteniendo sus emociones y haciendo alarde de crueldad, le contestó con una frialdad más filosa que el hielo:
– No tengo nada que perdonarte. No puedo perdonar lo que hizo que mi destino fuera mejor que el tuyo. Tú me regalaste pero la fortuna me regaló el poder y la riqueza. Soy mujer del hombre más principal, soy mujer del hombre del nuevo mundo. Tú te quedaste en lo viejo, en el polvo, en lo que ya no existe. Yo, en cambio, soy la nueva ciudad, la nueva creencia, la nueva cultura; yo inventé el mundo en el que ahora estás parada. No te preocupes. Tú no existes en mis códices, hace mucho que te borré.
La madre suplicó de nuevo:
– Es poco castigo el que me otorgas. Acepto que mi abandono fue más violento que tus palabras, pero, por el momento en que tú y yo fuimos una sola vida, por el momento en el que dentro de mi vientre respirabas, por el momento en que mis ojos eran tus ojos y mis manos tu tacto, me atrevo a suplicarte que tengas piedad de nosotros, que no haya violencia para nuestros cuerpos, que nos perdones la vida, que nos regales la vida, señora del Nuevo Mundo.
– Tu miedo me sorprende. Veo que ignoras que morir no es terminar, es continuar, es evolucionar. ¡Mírame! Sobreviví a la muerte que decidiste para mí. Y quiero decirte que no me abandonaste, fuiste tú la que se abandonó a sí misma. Fuiste tú la que se inventó todos los castigos que ahora sufres. Fuiste tú la que hizo la cárcel en la que ahora vives, pero sosiégate, apacíguate, todo rencor ha sido expulsado de mí en el momento en que te volví a ver. No tengo deseo de dañarte. Puedes estar en paz. No te lastimaré, ni a ti, ni a mi hermano. Olvidaré todo y dejaré mi resentimiento tirado para siempre en la nada.
Con furia y con belleza, Malinalli arrancó los ojos de la mirada de su madre y los volvió de nuevo a los de su hermano: su rostro se endulzó y sus ojos, llenos de ternura, volvieron a besar el rostro del hermano perdido. Con amabilidad volvió a sonreírle y luego siguió de largo.
Todo camino nos transforma. Después de un rato de caminar, Malinalli pudo deshacer la imagen de su madre que por años había guardado en su corazón. A cada paso, la certeza del abandono se fue desvaneciendo y, al poco rato, pudo sentir amor por su madre. Lejos de ella fue que pudo amarla y verla con un rostro diferente.
Se apenó de la arrogancia, el desprecio y la soberbia con la que se había dirigido a su progenitora. Ahora sentía ternura. La perdonó en su corazón y en ese instante recordó con angustia que ella también había abandonado a su hijo, que lo había dejado sin su calor, sin sus pechos, sin sus labios, sin su mirada. Recordó la cara de su hijo de apenas un año de edad abrazado a su pierna, suplicándole sin palabras que no lo abandonara, suplicándole con sonrisas que se mantuviera cerca de él. Recordó su llanto cuando lo separó de su regazo. Recordó lo que fue la vida de su hijo dentro de ella y sus labios en su pezón. Los recuerdos se hicieron uno con las lágrimas y tuvo compasión de su madre. ¡Con qué derecho había acusado si ella también había sido capaz del abandono!
Se culpó a sí misma por ir en contra de sus deseos con tal de permanecer al lado de ese hombre que despertaba en ella la más grande de las lujurias: el anhelo del poder, el deseo de ser diferente, única y especial. Sintió vergüenza y un dolor profundo que le recorría toda la columna vertebral. El frío del sufrimiento se interiorizaba en sus huesos, haciéndolo insufrible. No se perdonó, no se contentó, no se apiadó de ella misma.
Desde ese instante, ni un solo momento el recuerdo de su hijo se separó de ella. El recuerdo del abandono sería una pesadilla en su mente, un infierno en la palma de su mano, un delirio en su mirada. Sintió odio por sí misma, desprecio en su corazón, y odio, un infinito odio por Cortés. Asco, vacío, ansiedad, amargura. Una obsesión incontrolable de apedrear el rostro de Cortés, de destruir su imagen, de incendiar su pensamiento, de deshacerlo, de desbaratarlo, verlo hecho pedazos en el viento.
Corrió a su encuentro y le pidió que por favor la siguiera, que tenia algo importante que decirle. Cortés así lo hizo, convencido de que le iba a transmitir algún plan secreto o alguna intriga en su contra. La siguió en silencio hasta lo alto de un monte. Desde allí las selvas tropicales, infinitamente verdes, se podían mirar y se podía entender la belleza de todas las cosas. Cortés se enfrentó a Malinalli y le dijo:
– Ya estamos aquí, ahora sí, dime, ¿qué es lo que quieres?
– Lo que quiero no puedo tocarlo. Está lejos de mí. Lo que quiero es sentir la piel de nuestro hijo. Lo que quiero es llenar de palabras hermosas su pensamiento. Lo que quiero es cuidar su sueño. Hacerlo sentir que el mundo es un lugar seguro, que la muerte estará lejos de él, que él y yo somos uno, que estamos unidos por una fuerza mayor que nuestras voluntades. Lo que quiero no puedo tenerlo porque me arrastras en el camino de tus obsesiones. Tú me prometiste libertad y no me la has dado. Para ti, yo no tengo alma ni corazón, soy un objeto parlante que usas sin sentimiento alguno para tus conquistas. Soy la bestia de carga de tus deseos, de tus caprichos, de tus locuras. Lo que quiero es que detengas tu mente y mires un instante que estás en medio de la vida. Y que los que estamos junto a ti también respiramos y nos corre sangre por las venas y nos sentimos amados o heridos, que no somos de piedra ni pedazos de madera, ni utensilios de hierro. Somos carne, sensibilidad y pensamiento. Somos como tú mismo dices: verbo encarnado, palabra en la carne. Lo que quiero es que despiertes y que aceptes la oportunidad que te ofrezco de ser felices, de ser una familia, de ser un solo ser. Te ofrezco el beso de los astros, el abrazo del sol y de la luna. Olvídate de esta idea absurda de ir a conquistar las Hibueras, por favor, Hernán, destierra de tu mente esa locura. Detén el delirio interminable de tu corazón y bebe de la paz para que cese tu ambición y tu delirio. Eso es lo que quiero y está en tus manos entregármelo.
Cortés la miró y la vio extraña, estaba conmovido. Sabía que nadie le había hablado con tanta verdad, y que sí, que en realidad eso era lo que él deseaba en el fondo de su ser, en la realidad de su alma, pero no podía aceptarlo. No podía renunciar a ser el más grande de todos los hombres. El más poderoso, el más inmenso, a cambio de una ciudad y una mujer ya conquistadas. Por eso, su pensamiento cambió inmediatamente y miró a Malinalli como una loca y estúpida mujer que efectivamente sólo le servía como un objeto, como un instrumento de conquista. Se rió y le dijo:
– Vuelve a la razón, Marina. No permitas que tus sentimientos envenenen el sentido de nuestras vidas y acepta que tu misión es simplemente ser mi lengua. No vuelvas a interrumpir mis pensamientos con tus necedades. No se te ocurra repetir la estupidez de tus lamentos. No distraigas mi tiempo. Dedícate a obedecer y agradece lo que he hecho por ti, ¡porque es más grande que tu vida!
Dicho esto, se alejó de ella sin mirarla siquiera y caminó hacia el campamento con la intensidad de la irritación. Entonces, como si la naturaleza fuera cómplice del sentimiento de Malinalli, como si la naturaleza comprendiera la ley de sus palabras, el viento sopló de manera casi sobrenatural, se hizo inmediatamente de noche, las nubes cubrieron al sol y la lluvia toda se confundió con sus lágrimas.
Esa noche, Cortés bebió hasta embriagarse.
Había bebido para huir de sí mismo, para huir de las palabras que horas antes había pronunciado Malinalli. Para huir de la verdad. No quería escuchar que un hombre es sólo tránsito en la vida, que ningún hombre permanece por siempre en la tierra, que el poder es pasajero, que el tiempo todo lo desgasta. Delirante, cantaba y su desafinada voz rompía la belleza de un canto o declamaba versos en latín o trozos de poemas sueltos, sin sentido. El alcohol había modificado su conducta totalmente. De repente, cambió su actitud. Del divertimento pasó a la ira, a la violencia y gritó:
– Nadie, ¡escúchenlo bien!, nadie podrá traicionarme jamás. Ninguno de mis hombres podrá estar en mi contra, nadie intrigará sobre mi persona porque el que lo haga, el que se atreva, morirá de una manera cruel y vergonzosa. Nadie podrá estar en contra de mis pensamientos, de mi voluntad. Nadie podrá nunca contradecir mis ideas ni desviar jamás mis intuiciones. Los seres que están cerca de mí, los que me conocen, tienen que ser una sombra de mi persona, sólo así podré llevar a cabo todos mis ideales, sólo así el poder infinito de mis emociones podrá llegar a un destino feliz. ¡Escúchenlo todos! Porque si yo muero, ustedes también.