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En ese momento se quedó mirando a Malinalli, que había observado toda esta transformación y locura de Cortés. En verdad, en esos momentos daba miedo; se mostraba como un ser irrefrenable, frenético. Parecía que su mente se incendiaba con cada trago de alcohol que bebía. El aguardiente hacía estragos en su sangre. Lo habitaban el deseo de grandeza y una venganza desconocida que parecía provenir de unos genes equivocados, que lo obligaban a convertir al mundo en un lugar de combate y de muerte. Esa sensación de venganza y de ira estaba incrustada en el corazón y en la sangre de Cortés, como si alguna herida supurante surgiera de su rencor y diseñara todos sus pensamientos.

Malinalli sintió miedo y la invadió una sensación de desconsuelo. El alcohol era mal compañero del hombre y los dioses. A Quetzalcóatl lo había trastornado de tal forma que había sido capaz de fornicar con su hermana, y se decía que Cortés, bajo la influencia del alcohol, había estrangulado a su esposa. ¡Ese hombre era capaz de asesinar! Un sentimiento trágico circuló por su sangre y le advirtió del peligro que corría, pero al mismo tiempo le suministró la serenidad para simular calma en medio de la guerra. Cortés la jaló hacia él y le dijo en voz baja:

– Querías dejar de ser esclava, ¿verdad? Pues te voy a dar gusto, te voy a convertir en señora, pero no en mi señora. Estarás cerca de mí, pero no estaremos juntos. Tu sangre y mi sangre crearon una sangre nueva que nos pertenece a ambos, pero ahora tu sangre se mezclará con otro. Yo seguiré siendo tu señor, pero tú nunca serás mi señora.

En ese momento, un grito descomunal salió de la garganta de Cortés:

– Jaramilloooo! Ven para acá, fiel soldado.

Jaramillo obedeció y, en cuanto lo tuvo cerca, Cortés le tomó la mano y la colocó a la altura del corazón de Malinalli. Jaramillo, apenado, trató de retirarla, pero Cortés se la sostuvo con firmeza mientras le decía:

– Acércate a esta mujer, siente su corazón, su tacto, su cabello, porque ella, a partir de hoy, es tuya. Toma esta mujer para saciar tus deseos en ella y para ver si así puedes ser yo -dijo riendo exagerada y falsamente.

Cortés eligió a Jaramillo para desposarlo con Malinalli porque, aparte de ser uno de sus hombres más preciados, era en quien más confianza tenía. Quería atar a Malinalli con Jaramillo por dos razones: para atar a Jaramillo a su voluntad y para tratar a Malinalli desde una distancia más racional, menos emotiva. De tal manera podría sacar el mejor provecho de aquella mujer sorprendentemente inteligente e imprescindible para sus planes.

Jaramillo encajó en Cortés una mirada sorprendida e incrédula. No sabía si le estaba jugando una broma; si lo que decía correspondía a un momento de embriaguez, de delirio o si se burlaba de su persona. En su mirada había incertidumbre y en su corazón alegría.

Trató de desviar la mirada para que Cortés no se diera cuenta de que Malinalli era la mujer que había anhelado, desde aquel día lejano, a orillas del río, cuando Cortés la penetrara por vez primera. Esa mujer que ahora le ofrecía era la que infinidad de veces había calentado sus pensamientos, la mujer que siempre había deseado tener desnuda entre sus brazos. Sin embargo, Jaramillo llevó a Cortés aparte, para preguntarle:

– Hernán, ¿qué es lo que pretendes? ¿Por qué me haces señor de Marina?

– Jaramillo, no te mientas a ti mismo -respondió Cortés-. Durante años, meses y días Marina ha aparecido en tus sueños. Ya eres su esposo desde que piensas insistentemente en ella. Eres mi amigo y te regalo tu deseo a cambio de que le des a Marina un nombre, un estatus y le brindes protección a mi hijo. Ésta es la mayor encomienda que te encargo, la misión más grande que puedo depositar en tus manos. Jaramillo, ayúdame a hacer historia.

Después, todos fueron testigos de la boda de Jaramillo y Malinalli.

Esa misma improvisada noche de bodas, Jaramillo -para entonces ya embriagado y lleno de deseos- la penetró una y otra vez. Bebió sus pechos, besó su piel, se sumergió en su persona, vació en Malinalli todo su ser y se quedó dormido.

Cortés, totalmente ebrio, dormía a pierna suelta. Parecía un muerto, que en su inconciencia aún no se daba cuenta de que se había arrancado una buena parte de sí mismo. La única que estaba despierta era Malinalli. La mantenía alerta el deseo de prenderse fuego, de evaporarse, de volverse estrella, de fundirse con el sol, tal y como lo había hecho Quetzalcóatl. Anhelaba dejar de ser ella misma, volar, ser parte de todo y de nada, no ver, no oír, no sentir, no saber, pero, sobre todo, no recordar. Se sentía humillada, triste, sola y no hallaba cómo sacar la frustración de su ser, como lanzar al viento su dolor, como cambiar su decisión de estar presente en el mundo.

Pensó en los momentos en que la boca de Cortés y su boca fueron una sola boca y el pensamiento de Cortés y su lengua una sola idea, un universo nuevo. La lengua los había unido y la lengua los separaba. La lengua era la culpable de todo. Malinalli había destruido el imperio de Moctezuma con su lengua. Gracias a sus palabras, Cortés se había hecho con aliados que aseguraron su conquista. Decidió entonces castigar el instrumento que había creado ese universo.

De noche, atravesó parte de la vegetación, hasta encontrar un maguey del cual extrajo una espina y con ella se perforó la lengua. Empezó a escupir la sangre como si así pudiese expulsar de su mente el veneno, de su cuerpo la vergüenza y de su corazón la herida.

A partir de esa noche, su lengua no volvería a ser la misma. No crearía maravillas en el aire ni universos en el oído. No volvería a ser jamás instrumento de ninguna conquista. Ni ordenaría pensamientos. Ni explicaría la historia. Su lengua estaba bifurcada y rota, ya no era instrumento de la mente.

Como resultado, la expedición a las Hibueras fue un fracaso. La derrota de Cortés se hundía en el silencio. La realidad los regresaba vencidos.

En el barco que los traía de regreso de las Hibueras reinaba el silencio. Desde la borda, Malinalli observaba las aguas del mar, su constante movimiento, su color. Se le ocurrió que el mar era la mejor imagen de dios, porque parecía infinito, porque sus ojos no podían recorrerlo todo.

Malinalli estaba a punto de ser madre por segunda vez. Su corazón guardaba silencio y en ese silencio todos los sonidos del mundo se hacían evidentes. Sentir una vida dentro de su vida conmovía profundamente el corazón de Malinalli. No sólo traía un pedazo de carne en su carne sino que compartía el alma con su alma. Y así, dos almas juntas, quizá eran todas las almas y un cielo de almas, quizá era igual a un cielo de estrellas.

Pocos días después, mientras Malinalli miraba las estrellas, fue sorprendida por las contracciones del parto y dio a luz en cuclillas, sobre la cubierta del barco. Su hija nació envuelta en sangre y luz de estrellas. Malinalli advirtió que Marina, su nombre castizo, con el que Cortés la había bautizado, significaba «la que viene del mar». El mar también estaba contenido en el nombre de su hijo Martín. Su hija, al igual que ella, provenía del vientre del mar, también era agua de su agua. Decidió regresar el cordón umbilical de su hija al mar, a la fuente rota del universo, de donde todos los seres habían salido. Sintió un gran alivio cuando el cordón umbilical se desprendió de sus dedos y chocó con las aguas saladas del mar. Durante unos momentos flotó sobre su superficie y luego fue abrazado y revolcado en sus aguas profundas, oscuras.

Por alguna extraña razón comprendió que la eternidad era un instante. Un instante de paz donde todo se comprendía, donde todo tenía sentido, aunque no pudiera explicarse con palabras, pues no había lenguaje que lo pueda nombrar. Con la lengua paralizada de la emoción, Malinalli tomó a su pequeña hija y le ofreció su pecho para que bebiera leche, para que bebiera mar, para que se alimentara de amor, de poesía, de luz de luna y, al hacerlo, supo que su hija debía llamarse María. María, como la Virgen. En María ella se renovaba y por eso no dudó en responder a la pregunta que Jaramillo, su esposo, le formuló respecto a si las mujeres que amamantaban morían un poco, con una frase rotunda:

– ¡No! Nacen de nuevo.

A Jaramillo también le gustó el nombre de María para su hija. Recordó que cuando era niño asistió al funeral de una mujer cercana a la familia. Los adultos estaban tan ocupados que no advirtieron cuando Jaramillo se acercó a mirarla. La sensibilidad del niño se impactó con la quietud y la inmovilidad de la señora. Al mirar su rostro sin alma, comprendió que la muerte era un acto necesario y se llenó de terror. Él no quería que muriera lo que amaba. Desesperado, buscó ayuda y sus ojos se encontraron con una escultura en madera de la Virgen María con un niño desnudo en los brazos. El niño Jaramillo, al verla, en silencio le preguntó: