– ¿Por qué lo que da vida tiene que morir?
No obtuvo respuesta, pero desde entonces le conmovía mirar a una mujer muerta y a una mujer que amamantaba.
Jaramillo con ternura besó la frente de su hija y acarició el rostro de su esposa. Malinalli recordó el momento en que Cortés la había casado con él y ya no le pareció un recuerdo amargo. Es más, sintió ternura por Hernán, por ese pequeño hombre que quería ser tan inmenso como el mar.
En el fondo de su ser le agradecía enormemente que la hubiera casado con Jaramillo. Era un buen hombre. Respetuoso, amable, valiente, leal. Finalmente, Cortés le había hecho un favor al alejarla de su lado. Su casamiento quizá la había librado de la muerte, pues ella, como muchos, también sospechaba que Cortés era el asesino de su esposa, que no había sido un accidente, que no había muerto naturalmente y que, de alguna manera, si ella se hubiera casado con él, Cortés inevitablemente, por un oculto misterio, la habría matado. Este hombre conquistaba pero también asesinaba lo que amaba. Mataba a sus mujeres para que sólo fueran suyas. Tuvo que reconocer entonces que Cortés la amaba, no como ella hubiera querido, pero la amaba. De otra forma, no le habría regalado parte de su libertad ni le habría respetado la vida. Aunque, pensándolo bien, tal vez no era amor sino conveniencia. La verdad era que Cortés la necesitaba a su lado como traductora.
«¿Qué es lo que me unió al abismo de este hombre?», se preguntó Malinalli en silencio. «¿En dónde las estrellas entretejieron nuestro destino? ¿Quien tejió el hilado de nuestras vidas? ¿Cómo es que mi dios y su dios pudieron conversar y diseñar nuestra unión? Un hijo de su sangre nació de mi vientre y una hija de la voluntad de su capricho también nació de mi vientre. Él escogió al hombre que encajaría su semilla dentro de mi carne, no yo. Sin embargo, se lo agradezco. Yo no tenía ojos para mirar a otro que no fuera él y, al obligarme, me hizo descubrir a un hombre que siempre había estado pendiente de mí, de mis ojos, de mi cuerpo, de mis palabras.»
Entonces Malinalli se volvió líquida, leche en sus pechos, lágrimas en sus ojos, sudor en su cuerpo, saliva en su boca, agua de agradecimiento.
Cuando Malinalli pisó tierra firme, el sonido de su corazón era un tambor de ansiedad que reclamaba desde lo más hondo de la vida el abrazo de su hijo. El abrazo de un niño al que ella había abandonado para entregarse al delirio de conquista de un hombre que la ponía en contra de su voluntad, en contra de sus deseos, en contra de su cariño, en contra de sus pensamientos. Una conquista absurda que había sido un fracaso y que la había roto por dentro.
No podía perdonarse haber abandonado a su hijo cuando más la necesitaba, cuando era necesario que él se identificara con la fuerza de su amor, con la sabiduría de los antepasados, con sus caricias, con el silencio de su mirada, donde las palabras no eran necesarias. Le dolía el silencio perdido, las sonrisas ausentes, los abrazos vacíos. Igual que su madre, ella también había abandonado lo que había hecho nacer. Le parecieron eternas las ceremonias de bienvenida, los discursos que tuvo que traducir. Todo aquello que le impidió ver a su hijo inmediatamente. Cuando por fin pudo ir a buscarlo a casa de unos parientes de Cortés con los que el niño se había quedado, tuvo miedo. Miedo del reclamo. Miedo de ver en los ojos de su hijo la misma indiferencia con la que ella había visto a su propia madre.
El niño jugaba en el patio de la casa, acariciado por el sol, en medio de árboles y charcos de agua. Al mirarlo, Malinalli lo reconoció inmediatamente.
Había crecido, modelaba figuras de lodo, creaba un universo fantástico en el que -dolorosamente- ella no participaba. El niño se ajustaba a la misma imagen de ternura y belleza que Malinalli guardó en su recuerdo. El niño era el mismo, sí, ¡pero tan diferente! Encontraba que algunos de sus gestos eran parecidos a los de ella, pero sus modales eran iguales a los de su padre. Soberbio y bello. Amable e inocente. Caprichoso y terrible. Lleno de matices, lleno de colores, lleno de cantos, así era el hijo que había abandonado.
Caminó a su encuentro llena de amor, llena de ternura, llena de ansiedad. Deseaba sentir su piel en su piel, su corazón en su corazón. Quería regresarle en un instante toda su presencia, toda su compañía, borrar de golpe los meses de ausencia, los meses de abandono.
Cuando lo abrazó, cuando pronunció su nombre, cuando lo tocó, Martín la miró como si no la conociese, como si jamás la hubiese visto y se echó a correr. Malinalli, en un impulso de rabia, de desconsuelo, de locura, corrió tras él, ordenándole que se detuviera, que ella era su madre. El niño no paraba, seguía corriendo como si quisiera fugarse de su destino, fugarse de ella para siempre. Cuanto más corría tras él su madre, más miedo le producía, y cuanto más miedo tenía su hijo, más rabia sentía Malinalli. Corría la ira detrás del miedo. Corría la herida detrás de la libertad. Corría la culpa detrás de la inocencia. Por fin, Malinalli logró detener a su hijo con fuerza y, al hacerlo, sin querer lo lastimó; entonces el niño la miró lleno de pánico y empezó a llorar.
Su llanto era tan profundo, tan agudo como un cuchillo filoso, que sin problema atravesaba la capa de carne que cubría el corazón de Malinalli, y abría una herida no sanada: la del abandono. En una gran paradoja, el abandonado hería a la abandonada con su desprecio. Malinalli sintió que cada caricia, cada intento de amor hacia su hijo era una tortura, una pesadilla, una lastimadura para ambos. Entonces, en un gesto de locura, le dio una bofetada a su hijo para que se calmara, para que ya no intentara huir. Y con una voz como de trueno le gritó:
– ¡Maltín! ¡No huyas!
– Yo no soy Maltín. Soy Martín. Y no soy su hijo.
Malinalli quiso rasgar su lengua. Romperla, hacerla flexible para que por fin pudiera pronunciar la letra erre. Ante el dolor que le ocasionaron las palabras de su hijo, Malinalli recurrió al idioma náhuatl para no equivocarse, para hablar desde su corazón:
– ¿Ya me borraste de la memoria? Yo no. Yo te he traído en mi recuerdo todo el tiempo. Tú eres mi hechura humana, el nacido de mí, eres mi pluma de quetzal, mi collar de turquesa.
El niño, sin comprenderla bien -pues nadie más le hablaba en náhuatl- pero sintiendo absolutamente toda la energía de su madre, el lenguaje corporal y lo que su mirada le decía, se quedó paralizado, quieto, en silencio, y al mirarla reconoció en los ojos de su madre sus propios ojos y lloró de una manera diferente. Lloró para vomitar por sus ojos todo el veneno emocional que podía guardar un niño de casi cuatro años de edad. Después, se echó a correr, mientras le gritaba a su madre:
– ¡Suélteme! ¡Me da miedo! ¡Váyase de aquí! ¡La odio!
Malinalli, aún más herida, echó a correr tras él una vez
más. El niño corría veloz y desesperadamente mientras gritaba:
– ¡Palomaaaa! ¡Mamá Paloma!
El que su hijo considerara a otra mujer como su verdadera madre la enloqueció. Malinalli sentía que se salía del cuerpo. Su cabeza estaba a punto de estallar. Su corazón era un tambor de guerra. El niño llegó a los brazos de la mujer llamada Paloma y se abrazó fuertemente a ella. Malinalli, que creía haber sentido alguna vez una herida de amor, se dio cuenta de que nada había sido tan doloroso y tan hiriente como ese momento que se le presentaba como una pesadilla. Fuera de sí, sin control, arrancó a su hijo de los brazos de Paloma, a pesar de que el niño la golpeaba y la pateaba. Malinalli lo tomó con fuerza por uno de los brazos y lo arrastró violentamente a todo lo largo del camino que la separaba de su casa.
El niño lloró hasta que se cansó, hasta que no le quedaron más lágrimas, hasta que su voz enronquecida se acabó. Cuando su hijo cerró los ojos le tocó el turno a Malinalli. Lloró tanto que sus ojos se deformaron, hasta que se hizo la paz.
El silencio reinaba. Malinalli miraba por la ventana la luz de las estrellas; su rostro era tan inocente como cuando tenía cuatro años. Esa noche, Malinalli era una niña espantada de que el amor no fuera cierto; era una niña espantada de que los frutos no reconocieran a la semilla; era una niña espantada de imaginar que las estrellas despreciaran su cielo. Volteó y miró el hermoso rostro de su hijo. Por alguna extraña razón, recordó a su padre, al que nunca vio, al que sólo sintió en espíritu. Se acercó y con su mano tímida, lentamente, acarició la frente de su hijo. Con miedo a que se despertara, le susurró:
– Hijito mío, mi ala de colibrí, mi cuenta de jade, mi collar de turquesa. Los ojos mienten, se equivocan, miran cosas que no existen, que no están ahí. Mi muchachito, mírame así, con los ojos cerrados. Veme así y te acordarás de mí y sabrás lo mucho que te quiero. Por un tiempo yo dejé de mirar con mis ojos y me equivoqué. Sólo cuando somos niños miramos la verdad porque nuestros ojos son verdad, hablamos la verdad porque lo que sentimos es verdad. Sólo cuando somos niños no nos traicionamos, no negamos el ritmo del cosmos. Yo sólo soy unos ojos que lloran tus penas. Cuando lloras, mi pecho se encoge y mi memoria se pierde en tu recuerdo. Tú estás grabado en el fondo de mi corazón, junto a mi abuela, junto a mis dioses de piedra, junto a los cantos sagrados de mis antepasados. Yo puse carne y color a tu espíritu, yo bañé tu piel de lágrimas cuando me fuiste entregado por el señor del cerca y del junto.