Cuando Malinalli regresó al lado de su esposo y sus hijos, parecía diferente. Irradiaba paz. Los abrazó fuertemente, los besó, jugó con sus hijos antes de llevarlos a dormir. Hizo el amor con su esposo toda la noche. Luego, salió al patio y a la luz de la luna y con la ayuda de una antorcha, con sol y luna, intentó plasmar en una imagen la experiencia de ese mágico día. Abrió su códice y en la última página pintó a la señora Tonantzin luminosa, protectora, cubriendo con su manto la casa donde su familia dormía. Luego, lavó un pincel en una de las fuentes del patio.
El silencio era total. Aspiró el aroma de los nardos, metió sus pies al agua, caminó por en medio de los canales y llegó al centro del patio. Ahí, en el centro de la cruz de Quetzalcóatl, en el centro de la encrucijada de caminos, donde se aparecían las Cihuateteo, las mujeres muertas en el parto que formaban la comitiva que acompañaba a Tlazolteotl, a Coatlicue, a Tonantzin -diferentes manifestaciones de una misma deidad femenina-, ahí, en el centro del universo, se volvió líquida.
Fue agua de luna.
Malinalli, al igual que Quetzalcóatl, al confrontar su lado oscuro fue consciente de su luz. Su voluntad de ser una con el cosmos provocó que los límites de su cuerpo desaparecieran. Sus pies, en contacto con el agua bañada por la luz de la luna, fueron los primeros en experimentar el cambio. Dejaron de contenerla. Su espíritu se fundió con el del agua. Se desparramó sobre el aire. Su piel se expandió al máximo, permitiéndole cambiar de forma e integrarse a todo lo que la rodeaba. Fue nardo, fue árbol de naranjo, fue piedra, fue aroma de copal, fue maíz, fue pez, fue ave, fue sol, fue luna. Abandonó este mundo.
En ese momento, un relámpago, una lengua de plata se dibujó en el cielo y anticipó una tormenta. Su luz iluminó la inmovilidad del cuerpo de Malinalli, quien había muerto segundos antes. Sus ojos fueron absorbidos por las estrellas, que de inmediato supieron todo lo que ella había visto en la tierra.
Fue un trece, el día en que Malinalli nació a la eternidad. Juan Jaramillo lo celebraba a su manera. Reunía a sus hijos en el patio, lo llenaban de flores, de cantos; luego, cada uno de ellos leía un poema escrito en náhuatl para Malinalli. Terminado el ritual, guardaban silencio para impregnarse de ella antes de irse a dormir.
En contraste con esta íntima ceremonia, en la misma fecha las autoridades coloniales cada año organizaban un festejo para conmemorar la caída de la gran Tenochtitlan, el 13 de agosto de 1521. La celebración se organizaba en la iglesia de san Hipólito, debido a que la fecha del triunfo de los españoles sobre los indígenas correspondió con el día de san Hipólito.
Varias veces invitaron a Jaramillo a ir a la misa de celebración de la caída de Tenochtitlan, mismas que él se negó. Años más tarde, rechazó el honor que le habían conferido de sacar el pendón en la fiesta de san Hipólito, lo cual las autoridades consideraron un desacato.
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Agradecimientos.
En el aire, en el invisible, navegan infinidad de ideas en movimiento. Durante su recorrido se cruzan unas con otras y producen encuentros luminosos que más tarde se plasman en imágenes, en sonidos, en palabras: en conocimiento.
Este libro es el resultado de mi búsqueda de respuestas a las preguntas: ¿Cómo era la Malinche? ¿Qué pensaba? ¿Qué sabía? ¿Qué ideas la acompañaban?
Las respuestas las encontré no sólo en libros de historia, sino en conversaciones con mis amigos y en mi contacto con el invisible, donde el tiempo se desvanece y es posible tener encuentros afortunados con el pasado.
En este viaje conté con la compañía y el apoyo incondicional de Javier Valdés, quien me ayudó con el trabajo de investigación; de Salvador Garcini, quien se sumó a este esfuerzo y nos compartió sus sueños, sus pensamientos de luz; de Antonio Velasco Pina, quien enriqueció nuestro conocimiento sobre la historia de México.
Walter de la Gala, Elena Guardia, Isabel Molina, Víctor Hugo Rascón Banda y Alfredo Robert, quienes pusieron a mi disposición libros sobre el tema.
Víctor Medina y Soledad Ruiz, quienes me brindaron inapreciables sugerencias.
Mi sobrino Jordi Castells puso su talento, su intuición y su sensibilidad en la creación del códice que acompaña esta edición.
Mi hermano Julio Esquivel y Juan Pablo Villaseñor me regalaron su tiempo y su ayuda cibernética en la obtención de datos.
Cristina Barros y Marco Buenrostro participaron con sus conocimientos sobre la cocina mexicana.
A todos ellos va mi firme y sonoro agradecimiento.