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Con los días comprobó que su abuela tampoco había muerto, vivía en su mente, vivía en la milpa donde Malinalli había sembrado los granos de maíz que había traído en su morral. Juntas, la abuela y ella habían seleccionado los mejores granos de su última cosecha para ser sembrados antes de la próxima temporada de lluvias. Malinalli ya no lo pudo hacer ni con las bendiciones de su abuela ni en su querido terruño; sin embargo, la siembra había sido un éxito. La milpa se llenó de enormes mazorcas, que estaban impregnadas de la esencia de la abuela y, después de la cosecha, Malinalli pudo entrar en comunión con ella cada vez que se llevaba una tortilla a la boca.

La abuela había sido su mejor compañera de juegos, su mejor aliada, su mejor amiga a pesar de que con los años se había ido quedando ciega poco a poco. Lo curioso era que mientras la abuela menos veía, menos necesitaba los ojos. Ella no comentó a nadie que estaba perdiendo la vista. Se movía igual que siempre y sabía perfectamente dónde estaban todos los objetos. Nunca tropezó ni tampoco pidió ayuda. Parecía haber dibujado en su mente todas las distancias, los caminos y los rincones de su entorno.

Cuando Malinalli cumplió tres años, su abuela le regaló figuras de barro y juguetes de arcilla, un vestido que ella misma había bordado, casi a ciegas, un collar de turquesa y una pequeña pulsera de granos de maíz.

Malinalli se sintió muy amada. Acompañada de su abuela, salió al patio a jugar con todos sus regalos. Al poco rato una nube negra las cubrió y un fuerte trueno interrumpió la fiesta. Un relámpago llamó la atención de Malinalli. Era plata en el cielo. ¿Eso qué significaba? ¿Qué era ese brillo plateado en lo gris? Y antes de que la abuela contestara comenzó a granizar. El sonido fue tal que ya no se oyó una voz más. Sólo la voz del granizo que todo lo ensordecía.

Malinalli y su abuela se guarecieron de la lluvia dentro de la casa. Cuando la lluvia cesó, Malinalli pidió permiso para salir a jugar. Entusiasmada y feliz, hundió sus manos en las piedras de hielo, levantó figuras, hizo círculos de hielo, hasta que éste poco a poco se fue volviendo agua. Jugó durante horas con el agua y el lodo. Manchó su vestido nuevo, sus rodillas y sus manos. Hizo muñecas de barro, pelotas de lodo y finalmente se cansó. Ya oscureciendo entró de nuevo a su casa y con una gran alegría le dijo a su abuela:

– De todos los juguetes que me han regalado, los que más me gustan son mis juguetes de agua.

– ¿Por qué? -le preguntó la abuela.

– Porque cambian de forma. Y la abuela le explicó:

– Sí, hija, son tus más bonitos juguetes, no sólo porque cambian de forma sino porque siempre vuelven, pues el agua es eterna.

La niña se sintió comprendida y le dio un beso a su abuela. Al recibirlo, la abuela notó que la niña olía a tierra mojada y que estaba llena de lodo de pies a cabeza. A la abuela no le molestó que hubiera ensuciado su vestido; tampoco la reprendió por haber desgastado tan pronto lo que con tanto esfuerzo sus ojos ciegos habían creado. Al contrario, le habló de la alegría que era obtener placer con el agua, con la tierra y con el viento. Que entregarse a ellos era una forma de gozar la vida.

Después de la lluvia otra vez el calor se apoderó del clima y poco a poco se volvió insoportable. Malinalli, aunque ya era de noche, pidió permiso para salir nuevamente a jugar; la abuela, por ser su cumpleaños, se lo concedió. La anciana se sentó en el portal mientras su nieta jugaba y reía. Después de un rato, el silencio se hizo presente. No se oyó un sonido más.

La abuela se alarmó y fue a buscar a su nieta, a la cual amaba más allá de la carne, más allá de la mirada, más allá de las estrellas. Caminando, tropezó con ella y descubrió que la niña se había quedado dormida encima del lodo. Con gran ternura la acarició, la cargó en sus brazos y la llevó dentro de la casa. La durmió en su regazo y se quedó contemplando las estrellas. No las podía ver con sus ojos del cuerpo pero sí con los del alma, y con ésos hacía tiempo que ella había dibujado en su corazón un planetario.

Ese día la casa había estado en silencio y sólo el cascabel de la risa de Malinalli había llenado los espacios y las distancias del hogar. Sólo la abuela y Malinalli habían celebrado su cumpleaños pues su mamá había salido varios días antes, en compañía de un tlatoani, del cual estaba enamorada, para asistir como espectadores a la ceremonia del Fuego Nuevo que cada cincuenta y dos años se realizaba en esas tierras. Era un evento importante, pero la madre de Malinalli había tardado más de lo necesario en regresar.

Pasada la medianoche se oyeron las risas y el bullicio que hacían la madre de Malinalli y su nuevo señor. Venían alegres y muy animados, pues el hombre, al calor del Fuego Nuevo, le había propuesto matrimonio y ella, gustosa, había aceptado de inmediato. Ella lo invitó a pasar, le preparó una hamaca para que durmiera y cuando la madre de Malinalli se disponía a dormir, su suegra la interrumpió diciéndole:

– Hoy hace tres años nació tu hija, hoy fue su cumpleaños, ¿por qué no estuviste con ella? ¿Por qué no tuviste el cuidado de poner sobre su pubis la concha roja?

– Porque entonces cuando ella cumpla trece años tendría que hacerle la ceremonia del «nacer de nuevo» y yo ya no voy a estar ahí para hacerlo.

– ¿Cómo es eso de que no vas a estar a su lado?

– No, porque la voy a regalar.

– No puedes arrancarla de mí. Ella pertenece a mi corazón, ella pertenece a mi sentimiento, en ella está presente la imagen de mi hijo, ¿acaso lo has olvidado?

La madre de la niña, con voz hiriente, le contestó:

– Todo se olvida en esta vida, todo pasa al recuerdo, todo acontecimiento deja de ser presente, pierde su valor y su significado, todo se olvida. Ahora tengo un nuevo señor y tendré nuevos hijos; Malinalli será entregada a una nueva familia que se encargará de cuidarla pues ella forma parte del fuego viejo que yo quiero olvidar.

La abuela reclamó:

– No. Yo estoy aquí para regalarle el camino, para suavizar su existencia, para mostrarle que el sueño en el que vivimos puede ser dulce, lleno de cantos y flores.

La nuera respondió:

– No todos soñamos lo mismo. El sueño puede ser cruel, el sueño puede ser doloroso como el mío. Ella será entregada porque en esta vida se olvida todo.

La abuela, con voz autoritaria, repuso:

– Es notorio que no te causa llanto ni preocupación lo que pase con tu hija. Veo que has olvidado los consejos de tu padre y de tu madre. ¿Crees acaso que has venido a esta tierra a vociferar, a dormir y a despertar jocosamente con tu nuevo señor? ¿Has olvidado que fue el dios del cerca y del junto quien te dio a esa niña para que la enseñaras a conducirse en la vida? Si es así, deja que yo me encargue de ella. Deja que mientras yo tenga vida, Malinalli viva a mi lado.

La madre de Malinalli accedió a la petición de la abuela y fue así que a partir de ese día la niña fue educada amorosamente por ella.

Gracias a las largas pláticas que la abuela y su nieta sostenían, desde los dos años el lenguaje de la niña era preciso, amplio y ordenado. A los cuatro años, Malinalli ya era capaz de expresar dudas y conceptos complicados sin el menor problema. El mérito era de la abuela.

Desde muy temprana edad, se había encargado de enseñarle a Malinalli a dibujar códices mentales para que ejercitara el lenguaje y la memoria. «La memoria», le dijo, «es ver desde dentro. Es dar forma y color a las palabras. Sin imágenes no hay memoria». Luego le pedía a la niña que dibujara en un papel un códice, o sea, una secuencia de imágenes que narraran algún acontecimiento. Podía ser un hecho real o imaginario. La niña pasaba largas horas dibujando y, por la noche, la abuela le pedía a Malinalli que le narrara su códice antes de dormir. De esta manera era como ellas jugaban. La abuela se divertía mucho descubriendo la imaginación y la inteligencia que su nieta tenía para interpretar las imágenes de un lienzo.

Lo que Malinalli nunca se imaginó fue que su abuela estuviera ciega. Para ella, la abuela se comportaba normalmente y conversaba muy bonito, sentía que el timbre de su voz acariciaba su oído y despertaba en ella una enorme alegría; se podía decir que Malinalli estaba enamorada de la voz y los ojos de su abuela. Cuando la abuela narraba historias, Malinalli observaba sus ojos con una curiosidad desmedida pues veía en ellos una belleza que no había visto en ninguna otra persona. Lo que más le atraía era que los ojos de su abuela sólo se encendían cuando hablaba. Cuando la abuela quedaba en silencio, sus ojos perdían vida, se apagaban. Fue de manera accidental que descubrió que esto se debía a que no podía

ver.

Una tarde, cuando la abuela descansaba en el exterior de la casa, Malinalli se acercó en silencio y, sin hacer ruido, se puso muy cerca de su abuela. Traía un pequeño pájaro entre sus manos y le dijo: