– Mira abuela, ¿ves cómo sufre? La abuela le preguntó:
– ¿Qué es lo que sufre?
– ¿No lo ves? Lo traigo en mis manos y está herido, me gustaría curarlo.
– No, no lo veo, ¿de dónde está herido?
– De una de sus alas.
La abuela extendió las manos y Malinalli depositó en ellas la pequeña ave.
Para Malinalli fue toda una sorpresa darse cuenta de que su abuela trataba de descubrir a tientas el daño en el ala del pájaro.
– Citli, ¿cómo es que viéndolo todo, no ves nada? Si tus ojos no ven los colores, no ven mis ojos, no ven mi cara, no ven mis códices, ¿qué es lo que ven?
La abuela le contestó:
– Yo veo lo que está atrás de las cosas. No puedo ver tu cara, pero sé que eres hermosa; no puedo ver tu exterior, pero puedo percibir tu alma. Nunca he visto tus códices, pero los he visto a través de tus palabras. Puedo ver todas las cosas en las que creo. Puedo mirar el porqué estamos aquí y adonde iremos cuando dejemos de jugar.
Malinalli empezó a llorar en silencio y su abuela le preguntó:
– ¿Porqué lloras?
– Lloro porque veo que no necesitas los ojos para mirar ni para ser feliz -le respondió-, y lloro porque te quiero y no quiero que te vayas.
La abuela, con ternura, la tomó entre sus brazos y le dijo:
– Nunca me iré de ti. Cada vez que veas un ave volar, ahí estaré yo. En la forma de los árboles, ahí estaré yo. En las montañas, en los volcanes, en la milpa, estaré yo. Y, sobre todas las cosas, cada vez que llueva estaré cerca de ti. En la lluvia siempre estaremos juntas. Y no te preocupes por mí, yo me quedé ciega porque me molestaba que las formas me confundieran y no me dejaran ver su esencia. Yo me quedé ciega para regresar a la verdad. Fue una decisión mía y estoy feliz de ver lo que ahora veo.
Había amanecido. Esa mañana la luz era más líquida y las nubes dibujaban fantásticos animales en el cielo. Malinalli, acompañada del recuerdo de su abuela, dejó la labor del metate y procedió a encender el fuego para calentar el comal en donde la masa se transformaría en tortillas.
Lo hizo despacio y en respetuoso silencio. Era la última vez que lo encendería en ese lugar. Por un momento se dedicó a observar las formas del fuego tratando de adivinar su significado. El dios Huehuetéotl, el Fuego Viejo, le mostró sus mejores formas y colores. Las chispas, rojas y amarillas, se mezclaron con las verdes y azules para dibujar en los ojos de Malinalli mapas estelares, que la ubicaron en un lugar fuera del tiempo. Malinalli por un momento se llenó de paz. En este estado, modeló la masa con las palmas de sus manos y elaboró un par de tortillas que puso a cocer en el comal. La primera se la comió lentamente, hasta sentir dentro de su cuerpo la presencia de la abuela y del señor Quetzalcóatl. La otra la dejó quemar por completo y más tarde la molió en el metate hasta que la tortilla sólo fue una fina ceniza que lanzó al aire para dejar constancia de su presencia en ese lugar, para que el viento hablara por ella de su pasado, de su infancia, de su abuela.
Realizada esta íntima y personal ceremonia, Malinalli procedió a empacar sus pertenencias. Metió en un saco de yute los collares que como herencia su abuela le había dejado, unos granos de maíz de su milpa, más unos cuantos granos de cacao; moneda de gran valor, para utilizarlas en caso de una necesidad. Al hacerlo, deseó ser igual de valiosa que un grano de cacao; si así fuera, sería altamente valorada y nadie se atrevería a regalarla así nomás.
En cuanto tuvo listo el equipaje que la habría de acompañar, se dedicó a lavarse, vestirse y peinarse con esmero. Antes de partir, bendijo a la tierra que la había alimentado, al agua, al aire, al fuego y le pidió a los dioses que la acompañaran, que la guiaran, que le dieran su luz para conocer su mandato y su voluntad para poder cumplirlos. Pidió su bendición para que todo aquello que ella fuera a hacer o decir de ahí en adelante fuera de provecho para ella, para su pueblo y para la armonía del cosmos. Pidió al sol que le diera el poder de su voz para ser oída por todos y a la lluvia que la ayudara a fecundar todo aquello que sembrara.
Cubrió con tierra las cenizas que quedaban de lo que para ella era su fuego viejo y partió, con sus quince años a cuestas y la compañía de su abuela y Quetzalcóatl en las entrañas.
Aquel día, Cortés se había levantado de madrugada.
No podía dormir. Durante la noche, los pocos ratos en que logró conciliar el sueño fueron interrumpidos por espantosas pesadillas. La más aterradora se derivaba de un sueño que había tenido años atrás, en el cual se había visto rodeado de gentes desconocidas que lo llenaban de atenciones y honores, tratándolo como a un rey. En su momento, ese sueño lo había llenado de felicidad y le había proporcionado la certeza de que él iba a ser alguien importante. Sin embargo, la noche anterior ese sueño se había convertido en pesadilla, los honores en burlas, en intrigas susurrantes, en cuchillos con ojos que se encajaban en su espalda… en muerte. Lo peor de todo era que, al abrir los ojos, el sueño continuaba, el miedo seguía ahí, agazapado en la oscuridad.
La oscuridad no le gustaba, le achaparraba el alma. Durante sus largas travesías marinas siempre buscó en el cielo a la estrella Polar, la estrella de los navegantes, para no sentirse perdido. Cuando el cielo estaba nublado y no podía ver las estrellas, navegar sobre un mar negro lo llenaba de ansiedad.
No entender el idioma de los indígenas era lo mismo que navegar sobre un mar negro. Para él, el maya era igual de misterioso que el lado oscuro de la luna. Sus ininteligibles voces lo hacían sentirse inseguro, vulnerable. Por otro lado, no confiaba del todo en su traductor. No sabía hasta dónde el fraile Jerónimo de Aguilar era fiel a sus palabras o era capaz de traicionarlas.
El fraile le había llegado prácticamente caído del cielo. Sobreviviente de un naufragio años atrás, Jerónimo de Aguilar había sido hecho prisionero por los mayas. En cautiverio, había aprendido la lengua y las costumbres de aquella cultura. Cortés se había sentido muy afortunado cuando se enteró de su existencia y rápidamente lo hizo rescatar. De inmediato, Aguilar le proporcionó a Cortés información importantísima acerca de los mayas y, sobre todo, del imperio mexica, extenso y poderoso.
Aguilar resultó muy útil como intérprete entre Cortés y los indígenas de Yucatán, pero no había mostrado habilidad alguna para la negociación y el convencimiento, ya que, de haberla tenido, las primeras batallas entre españoles e indígenas no habrían sido necesarias. Cortés prefería recurrir al diálogo que a las armas. Peleaba sólo cuando fracasaba en el campo de la diplomacia. Y pronto tuvo que hacerlo.
Cortés había ganado la primera batalla. Su instinto de triunfo había logrado la derrota de los indígenas en Cintla. Desde luego, la presencia de los caballos y la artillería había jugado el papel más importante en esa su primera victoria en suelo extraño. Sin embargo, lejos de encontrarse con ánimo festivo y celebrando, un sentimiento de impotencia se había apoderado de su mente.
Desde pequeño había desarrollado la seguridad en sí mismo por medio de la facilidad que poseía para articular las palabras, entretejerlas, aplicarlas, utilizarlas de la manera más conveniente y convincente. A todo lo largo de su vida, a medida que había ido madurando, comprobaba que no había mejor arma que un buen discurso. Sin embargo, ahora se sentía vulnerable e inútil, desarmado. ¿Cómo podría utilizar su mejor y más efectiva arma ante aquellos indígenas que hablaban otras lenguas?
Cortés hubiera dado la mitad de su vida con tal de dominar aquellas lenguas del país extraño. En La Española y en Cuba había progresado y ganado puestos de poder gracias a la manera en que decía sus discursos, adornados con latinajos, luciendo sus conocimientos.
Cortés sabía que no le bastarían los caballos, la artillería y los arcabuces para lograr el dominio de aquellas tierras. Estos indígenas eran civilizados, muy diferentes a aquellos de La Española y Cuba. Los cañones y la caballería surtían efecto entre la barbarie, pero dentro de un contexto civilizado lo ideal era lograr alianzas, negociar, prometer, convencer, y todo esto sólo podía lograrse por medio del diálogo, del cual se veía privado desde el principio.
En este nuevo mundo recién descubierto, Cortés sabía que tenía en sus manos la oportunidad de su vida; sin embargo, se sentía maniatado. No podía negociar, necesitaba con urgencia alguna manera de manejar la lengua de los indígenas. Sabía que de otra forma -a señas, por ejemplo- le sería imposible lograr sus propósitos. Sin el dominio del lenguaje, de poco le servirían sus armas. Pensó que sería lo mismo que querer utilizar un arcabuz como un garrote, en vez de dispararlo.
La velocidad de su pensamiento podía crear en fracción de segundos nuevos propósitos y nuevas verdades que le sirvieran para