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sostener la vida de acuerdo a su conveniencia. Pero estas ideas y propósitos descansaban en la solidez de su discurso.

También estaba convencido de que la fortuna favorece a los valientes, pero en este caso la valentía -que la tenía de sobra- de poco serviría. Ésta era una empresa construida desde el principio a base de palabras. Las palabras eran los ladrillos y la valentía la argamasa.

Sin palabras, sin lengua, sin discurso no habría empresa, y sin empresa, no había conquista.

La noche que había precedido al nuevo día había llenado de pesadillas la mente de Moctezuma.

El emperador había soñado con niños que caminaban desnudos sobre la nieve que cubría los volcanes Popocatepetl e Iztaccíhuatl. Lo hacían gustosos a pesar de que serían sacrificados para que Huitzilopochtli fuera alimentado. Moctezuma vio cómo esos niños fueron ahogados en un ojo de agua y cómo sus cuerpos flotaban. Luego vio que el dios del agua caminaba encima de ellos y del cielo se desplomaban gruesas gotas de agua, las mismas que el emperador Moctezuma tenía en sus ojos al despertar. Después, sin estar dormido, imaginó que los cráneos de los niños serían los vasos donde todos ellos beberían agua.

Su imaginación, al mismo tiempo, le provocaba espanto y placer. Y tal vez esto último fue lo que más lo horrorizó. De pronto, un violento viento abrió la puerta de golpe y dejó caer la luz del sol sobre la cara de Moctezuma. Luz y viento desayunaban sus ojos esa mañana.

El aire, con violencia, movía las telas y arrancaba de su lugar lo acomodado, tiraba al piso los objetos del cuarto donde Moctezuma dormía. El terror se apoderó del mandatario y su mente fabricó a gran velocidad una serie de imágenes de castigos ejemplares: agujas de maguey que atravesaban la lengua y el pene; agujas sangrantes que hablaban de culpa, de la gran culpa que Moctezuma cargaba sobre sus espaldas porque su pueblo, el de los aztecas, había traicionado y deformado los principios de la antigua religión tolteca.

Los aztecas eran un pueblo nómada que dejó de serlo cuando se estableció en Tula. El fundador mítico de Tula fue Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, y Moctezuma estaba seguro de que la llegada de los españoles se debía a que Quetzalcóatl estaba de regreso y venía a pedirle cuentas. El terror al castigo del dios paralizó su enorme capacidad guerrera. De otra forma, habría aniquilado a los extranjeros en un solo día.

Tres.

Era plena primavera cuando bautizaron a Malinalli. Ella vestía toda de blanco. No había otros colores en su vestido, pero sí volúmenes en su bordado. Malinalli sabía la importancia del bordado, del hilado y del arte plumario y había elegido para la ocasión un huípil ceremonial, lleno de significados, que ella misma había elaborado.

Los huipiles hablaban. Decían muchas cosas de las mujeres que los habían tejido. Hablaban de su tiempo, de su condición social, de su estado civil, de su conexión con el cosmos. Ponerse un huípil era toda una iniciación, al hacerlo uno repetía diariamente el viaje interior hacia el exterior. Al meter la cabeza por el orificio del huípil, uno transitaba entre el mundo de sueños que está reflejado en el bordado hacia la vida que aparece en cuanto uno saca la cabeza. Ese despertar a la realidad es un acto ritual matutino que recuerda día a día el significado del nacimiento. Los huipiles la mantienen a una con la cabeza en el centro, cubierta por delante, por detrás y por los costados. Esta cruz que forma la tela bordada del huípil significa estar plantada en el centro del universo. Alumbrada por el sol y arropada por los cuatro vientos, los cuatro rumbos, los cuatro elementos. Así se sentía Malinalli con su bello huipil blanco lista para ser bautizada.

Para ella, la ceremonia del bautizo era muy importante y le emocionaba profundamente saber que para los españoles también. Asimismo, sus antepasados acostumbraban su realización, pero a su manera. Su abuela se la hizo cuando ella nació y se suponía que a los trece años se la tenían que haber realizado de nuevo, pero nadie lo hizo. Malinalli lo lamentó mucho.

El número trece era muy significativo. Son trece las lunas de un año solar. Trece menstruaciones. Trece las casas del calendario sagrado de los mayas y mexicas. Cada una de las casas la integraban veinte días y la suma de trece casas por los veinte días daban un resultado de doscientos sesenta días. Cuando uno nacía, tanto el calendario solar de trescientos sesenta y cinco días como el sagrado, de doscientos sesenta días, daban inicio y no se volvían a empatar hasta los cincuenta y dos años. Un ciclo completo donde nuevamente se daba inicio a la cuenta.

Si se suman el cinco y el dos, del número cincuenta y dos se obtiene un siete, y siete también es un número mágico porque son siete los días que integran cada una de las cuatro fases de la luna. Malinalli sabía que los siete primeros días, cuando la luna se encontraba entre la tierra y el sol, estaba oscura pues la luna nueva apenas se hallaba a punto de surgir, era el momento de estar en silencio para que todo aquello que estuviera por nacer lo hiciera libremente, sin ninguna interferencia. Era el mejor momento para «sentir» cuál debía ser el objetivo principal de la actividad que uno tenía que realizar en el siguiente ciclo lunar. Era el nacimiento del propósito. Los próximos siete días, cuando la luna salía a mediodía y se ponía a medianoche, mostrando sólo medio rostro, era el momento de avanzar en dichos propósitos. Cuando la luna se encontraba al lado de la tierra y reflejaba plenamente los rayos del sol sobre su superficie, era el momento de celebrar y compartir los logros obtenidos, y los últimos siete días, cuando la luna mostraba la otra mitad de su rostro, era momento para recapitular sobre todo lo obtenido en esos veintiocho días.

Todas estas nociones del tiempo son las que acompañaban a cada ser humano desde el momento en que nacía. Malinalli había nacido en la casa doce. La fecha de nacimiento marcaba un destino y por eso Malinalli llevaba el nombre de la casa en la que había nacido. El significado del doce es el de la resurrección.

El glifo que corresponde al día doce es el de una calavera de perfil, pues representa todo aquello que muere o se transforma. El cráneo, en vez de pelo tiene malinalli, una fibra también llamada zacate de carbonero. El glifo doce alude a la muerte que abraza a su hijo muerto y le procura reposo. Representa la unidad o madre que arrebata a la muerte el bulto de un cuerpo envuelto con su tilma y atado con malinalli, el zacate sagrado. Se apodera de él para devolverlo a la unidad del uno y parirlo, renovado. Malinalli también era el símbolo del pueblo, así como de la ciudad bruja de Malinalco, fundada por la diosa lunar-terrestre Malínal-Xóchitl o Flor de Malinalli.

Curiosamente, fue con malinalli de lo que estaba hecha la manta que Juan Diego portaba el día en que en el año de 1531 se le apareció la Virgen de Guadalupe sostenida por la luna, el día doce del doceavo mes y a los doce años de la llegada de Hernán Cortés a México.

Malinalli estaba tan orgullosa de todos estos conceptos contenidos en el significado de su nombre, que intentó plasmarlos en el huipil que lunas atrás había comenzado a bordar.

Fue en el silencio que sintió la necesidad de elaborarlo y hasta ahora comprendió que había estado en lo correcto. Ese huipil era el indicado para ser utilizado precisamente en la anhelada ceremonia del bautizo. Estaba fabricado con hilo de seda, hilado por ella misma y tejido en telar de cintura. Tenía incrustaciones de conchas marinas y plumas preciosas. Llevaba bordado el símbolo del viento en movimiento en el pecho, circundado por serpientes emplumadas. Era, en sí, un mensaje cifrado para ser visto y valorado por los emisarios del señor Quetzalcóatl.

Vestía como una devota fiel pero nadie parecía notarlo. Malinalli esperaba ansiosa una respuesta que le indicara que alguien la reconocía. Al único que parecía deslumbrarle su atavío era a un caballo que tomaba agua en el río y que nunca le quitó la vista durante el tiempo en que duró la ceremonia del bautizo. A Malinalli no le pasó inadvertido y desde ese momento surgió entre ellos una relación de afecto.

Cuando la ceremonia terminó, Malinalli se acercó a Aguilar, el fraile, para preguntarle cuál era el significado de Marina, el nombre que le acababan de poner. El fraile le respondió que Marina era la que provenía del mar.

– ¿Sólo eso? -preguntó Malinalli. El fraile respondió con un simple:

– Sí.

La desilusión se dibujó en sus ojos. Ella esperaba que el nombre que le estaban adjudicando los enviados de Quetzalcóatl tuviera un significado mayor. No se lo estaban poniendo unos simples mortales que desconocían por completo el profundo significado del universo, sino unos iniciados, como ella suponía. Su nombre tenía que significar algo importante.

Insistió con el fraile, pero la única respuesta adicional