que obtuvo fue que lo habían elegido porque Malinalli y Marina guardaban cierta similitud fonética.
No. Se negaba a creerlo. Siendo un día tan importante en la vida de Malinalli, decidió no dejarse caer en el desencanto y por ella misma se dedicó a enseñorear su nuevo nombre. Si su nombre indígena significaba «hierba trenzada» y las hierbas y todas las plantas en general necesitaban de agua, y su nuevo nombre estaba relacionado con el mar, significaba que tenía asegurada la
vida eterna pues el agua es eterna y por siempre iba a alimentar lo que ella era: una hierba trenzada. Sí, ¡ese mismo era el significado de su nombre!
Enseguida quiso pronunciarlo pero le fue imposible. La erre de Marina se le atoraba en la punta de la lengua y lo más que logró después de varios intentos fue decir «Malina», lo cual la dejó muy frustrada.
Una de las cosas que más admiración le causaba era que con un mismo aparato bucal los seres humanos fuesen capaces de emitir infinidad de sonidos diferentes, y ella, que se consideraba una muy buena imitadora, no entendía por qué no podía con la erre.
Le pidió al fraile que pronunciara su nombre una y otra vez y no despegó su vista ni un segundo de los labios de Aguilar, quien pacientemente repitió Marina repetidas veces. A Malinalli le quedó claro que lo que se necesitaba para lograr pronunciar la erre era colocar la lengua, detrás de los dientes sólo un instante, pero su lengua aparte de colocarse atrás del paladar, como estaba acostumbrada, no se movía con la velocidad requerida, por lo que el resultado era desastroso.
Era obvio que necesitaba de mucha práctica, pero no estaba dispuesta a darse por vencida. Desde niña había ejercitado su lengua para reproducir sonidos. Al año de edad, gustaba de balbucear, de hacer ruidos con la boca, bombitas de saliva e imitar todo sonido que escuchaba. Ponía mucha atención en el canto de los pájaros, en el ladrido de los perros. Arropada por el silencio de la noche, gustaba de descubrir sonidos lejanos e identificar al animal que estaba emitiendo tal o cual sonido para luego remedarlo, y hasta antes de la llegada de los españoles su método de aprendizaje era muy efectivo, pero el nuevo idioma había llegado a su vida trayendo nuevos y complicados retos.
Quiso intentar con otra palabra para no sentirse tan frustrada y se decidió por preguntarle al fraile sobre su dios. Quería saber todo de él. Su nombre, sus atributos, la forma de allegarse a él, de hablarle, de celebrarlo, de alabarlo.
Le había encantado escuchar en el sermón previo al bautizo -que Aguilar mismo había traducido para todos ellos- que los españoles les pedían que no se siguieran dejando engañar con dioses falsos que exigían sacrificios humanos. Que el dios verdadero que ellos traían era bueno y amoroso y nunca les exigiría algo por el estilo. A los ojos de Malinalli ese dios misericordioso no podía ser otro que el señor Quetzalcóatl que con ropajes nuevos regresaba a estas tierras para reinstaurar su reino de armonía con el cosmos. Le urgía darle la bienvenida, hablar con él.
Le pidió al fraile que le enseñara a pronunciar el nombre de su dios. Aguilar amablemente lo hizo y Malinalli, llena de emoción, descubrió que esa palabra, al no tener ninguna erre de por medio, no se le dificultaba en absoluto. Malinalli aplaudió como niña chiquita. Se sentía encantada.
La maravillaba la sensación de pertenencia que sentía cuando lograba pronunciar el nombre que un grupo social había asignado a alguna cosa. La convertía de inmediato en cómplice, en amiga, en parte de una familia. Ese sentimiento la llenaba de alegría pues no había nada que la molestara más que sentirse excluida. Enseguida, Malinalli le preguntó al fraile sobre el nombre de la esposa de Dios. Aguilar le dijo que no tenía esposa.
– Entonces, ¿quién es esa mujer con el niño en brazos que pusieron en el templo?
– Es la madre de Cristo, de Jesucristo, quien vino a salvarnos.
¡Era una madre! La madre de todos ellos, entonces debía ser la señora Tonantzin.
No en balde, cuando el fraile ofició la misa previa al bautizo, Malinalli se había sentido arrobada por un sentimiento que no supo explicar. Era una especie de nostalgia de brazos maternos, un deseo de sentirse arropada, abrazada, sostenida, protegida por su madre -como en algún tiempo tenía que haber sido-, por su abuela -como definitivamente había sucedido-, por Tonantzin -como esperaba que fuera- y por una madre universal, como esa señora blanca que sostenía a su hijo en brazos. Una madre que no la regalara, que no la soltara, que no la dejara caer al piso sino que la elevara al cielo, que la ofrendara a los cuatro vientos, que le permitiera recuperar su pureza.
Todos estos pensamientos la acompañaron mientras ofrecía la misa el sacerdote español y hablaba en una lengua que ella no entendía pero que imaginaba. Cortés, al igual que Malinalli, también pensó en su madre. En la infinidad de veces que lo llevó de la mano a la iglesia para pedir por su salud de niño enfermizo. En su constante preocupación por ayudarlo a superar su corta estatura, su debilidad física y su condición de hijo único. Era claro que dentro de una sociedad dedicada a las artes marciales y en donde eran frecuentes las peleas urbanas un niño con estas características estaba destinado al fracaso y tal vez por eso sus padres se empeñaron en procurarle una buena educación.
Cortés, durante la misa, recordó el momento en que se había despedido de su madre antes de partir para el Nuevo Mundo. Recordó su aflicción, sus lágrimas y el cuadro de la Virgen de Guadalupe que le había regalado para que siempre lo acompañara. Cortés estaba seguro que esa virgen era quien le había salvado la vida cuando un escorpión lo había picado y le pidió en ese momento que no lo abandonara, que lo cuidara, que fuera su aliada, que lo ayudara a triunfar. Le quería demostrar a su madre que podía ser algo más que un simple paje al servicio del rey.
Estaba dispuesto a todo. A desobedecer órdenes, a pelear, a matar. No le había bastado ser alcalde de Santiago, en Cuba. No le había importado ignorar las instrucciones que el gobernador Diego Velázquez le había dado, según las cuales se le recomendaba no correr riesgos, tratar a los indios con prudencia, recavar información sobre los secretos de esas tierras y encontrar a Grijalva, quien dirigía la anterior expedición. Venía en un viaje de exploración, no de conquista, que tenía el propósito de descubrir, no de poblar. Lo que Velázquez esperaba de él era que explorara la costa del golfo y regresara a Cuba con algún rescate de oro pacíficamente obtenido, pero Cortés tenía mucha más ambición que ésa.
¡Si su madre pudiera verlo! Conquistando nuevas tierras, descubriendo nuevos lugares, nombrando nuevas cosas. La sensación de poder que sentía cuando le ponía un nuevo nombre a algo o a alguien era equiparable con la de dar a luz. Las cosas que él nombraba nacían en ese momento. Iniciaban nueva vida a partir de él. Lo malo era que a veces le fallaba la imaginación. Cortés era bueno para las estrategias, las alianzas, las conquistas, pero no para imaginar nuevos nombres; tal vez por eso admiraba tanto la sonoridad y la musicalidad que el maya y el náhuatl contenían. Era incapaz de inventar nombres como Quiahuiztlan, Otlaquiztlan, Tlapacoyan, Iztacamaxtitlan o Potonchan, así que recurría al idioma español para nombrar de la manera más convencional a cada lugar y a cada persona que tomaba bajo su poder. Por ejemplo, al pueblo totonaca de Chalchicueyecan lo bautizó como Veracruz ya que había llegado a ese lugar el 22 de abril de 1519, un Viernes Santo, o sea, día de la Verdadera Cruz: Vera Cruz.
Lo mismo pasó con los nombres que eligió para las indias que les acababan de regalar. Eligió los nombres más comunes, sin esforzarse mucho. Eso no impidió que Cortés siguiera la misa previa al bautizo con entusiasmo; le conmovía ver el fervor reflejado en los ojos de todos los indios presentes a pesar de que la misa, como tal, era completamente nueva para ellos. Lo que no sabía era que para los indígenas cambiar el nombre o la forma de sus dioses no representaba ningún problema. Cada dios era conocido con dos o más nombres y se le representaba de diferentes maneras, así que el hecho de que ahora les pusieran una virgen española en la pirámide donde antes celebraban a sus dioses antiguos podía ser superado con la fe.
Cortés, quien de niño había sido acólito, nunca había sentido tanta fe reunida. Y pensó que si estos indios, en vez de dedicar su fe a un dios equivocado la encaminaran con el mismo empeño al dios verdadero, iban a ser capaces de producir muchos milagros. Esta reflexión lo llevó a concluir que tal vez ésa era su verdadera misión, salvar de las tinieblas a todos los indios, ponerlos en contacto con la religión verdadera, acabar con la idolatría y con la nefasta práctica de los sacrificios humanos, para lo cual tenía que tener poder, y para adquirirlo tenía que enfrentarse al poderoso imperio de Moctezuma. Con toda la fe que le fue posible, le pidió a la Virgen que le permitiera salir triunfante en esa empresa.