Miré hacia abajo de las escaleras. La señora Herz yacía allí, toda revuelta, con sus piernas en formas extrañas. Corrí hacia abajo y me arrodillé a su lado y tomé su pulso, que parecía una estaca. Nada, ningún pulso. Levanté su cabeza y de su boca salió una larga baba de sangre.
– ¿Está bien? -dijo uno de mis vecinos desde arriba de la escalera -. ¿Qué sucedió?
– Se cayó -le dije-. Tiene setenta y cinco años; no se mantiene muy bien en pie. Creo que está muerta. Ya he llamado a la ambulancia.
– Oh, Dios -dijo una mujer -. No soporto ver nada muerto.
Yo me puse de pie, quitándome mi larga capa verde. No podía creer nada de todo esto y sentía como si en cualquier momento me fuese a despertar, y sería por la mañana temprano, y yo estaría en la cama con mi pijama turquesa. Miré a la señora Herz, arrugada y vieja y extinta, como un balón pálido y desinflado hasta morir, y por mi garganta subió el vómito.
El teniente Marino, del Escuadrón de Homicidios, era muy comprensivo. Resultó que la señora Herz me había dejado algo en su testamento, pero no lo suficiente como para que yo la empujara escaleras abajo.
El detective se sentó derecho en mi sillón, con su tiesa gabardina negra, con su pelo negro cortado al cepillo, levantándose por todos lados, tratando de leer un papel garabateado.
– Dice que usted tiene derecho a un par de floreros Victorianos -murmuró -. Ahora estamos investigando su valor, pero usted no parece la clase de tipo que eliminaría a una vieja por un florero.
Yo me estremecí.
– Las ancianas son mi pan cotidiano. Uno no anda empujando su pan cotidiano por las escaleras.
El teniente Marino me miró. Tenía una cara ancha y como una calabaza, como un cantante de ópera que está en las malas. Se rascó pensativamente su pelo como alambre y pasó una mirada alrededor del cuarto.
– Usted es una especie de adivino, ¿no?
– Sí. Cartas de Tarot, hojas de té, esa clase de cosas. La mayoría de mis clientas son damas mayores, como la señora Herz.
Se mordió el labio y asintió.
– Claro. ¿Usted dice que se comportó extrañamente todo el tiempo que estuvo aquí?
– Sí, quiero decir que pensé que algo andaba mal desde el momento en que entró. Era muy vieja y estaba enferma, pero generalmente lograba charlar un rato y contarme cómo le iba. Pero esta vez entró, se sentó y no dijo ni una palabra.
El teniente Marino miró su trozo de papel.
– ¿Usted llegó a hablarle de su suerte? Lo que quiero decir es, ¿había alguna razón por la cual quisiera matarse? ¿Alguna mala noticia en las hojas de té?
– No, ni una oportunidad. Ni siquiera le eché las cartas. Ella vino, se sentó y comenzó a gritar algo sobre botas.
– ¿Botas? ¿Qué quiere decir con eso?
– No lo sé. Decía «bota, bota». No me pregunte.
– ¿Bota? -dijo el teniente Marino preocupado -. ¿Cómo era que lo decía? ¿Sonaba como si fuese un nombre? ¿Le pareció que ella quería hablarle sobre algún tío llamado Bota?
Pensé intensamente, tocándome la nariz.
– No lo creo. Quiero decir, no sonaba como un nombre. Pero ella parecía muy preocupada por eso.
El teniente Marino pareció interesado.
– ¿Preocupada? ¿Qué quiere decir?
– Bueno, en realidad es difícil explicarlo. Entró, se sentó, y comenzó con este asunto de la «bota», y luego salió por la puerta y corrió por el pasillo. Yo traté de detenerla, pero ella iba demasiado rápido para mí. Movió un poco los brazos y luego cayó escaleras abajo.
El detective tomó un par de notas. Luego dijo:
– ¿Corrió?
Yo abrí mis brazos.
– No me pregunte cómo porque yo mismo no lo entiendo. Pero ella corrió por el pasillo como una muchacha de quince años.
El teniente Marino frunció el ceño.
– Señor Erskine, la difunta tenía setenta y cinco años. Caminaba con un bastón. ¿Y usted está tratando de decirme que corrió por el pasillo? ¿Corrió?
– Eso es lo que dije.
– Vamos, señor Erskine, ¿no piensa que está dejando que su imaginación vuele demasiado? Yo no creo que usted la matase, pero ciertamente no creo que ella corriera.
Miré al piso. Recordé la forma en que la señora Herz había patinado por el cuarto y la forma en que ella se había deslizado por el pasillo, como si estuviese corriendo sobre patines.
– Pero, para decirle la verdad, ella no corrió exactamente – le dije.
– ¿Qué hizo? -preguntó pacientemente el teniente Marino -. ¿Quizá caminó? ¿Se arrastró?
– No; no caminó ni se arrastró. Se deslizó.
El teniente Marino estaba a punto de anotar eso, pero su pluma se detuvo a un centímetro del papel. Gruñó, hizo una mueca y me miró con una sonrisa indulgente en su rostro.
– Escuche, señor Erskine; siempre afecta cuando alguien muere. Tiende a confundir la mente. Usted que está en el negocio debería saberlo. Quizás usted imaginó que vio algo de forma diferente a como sucedió realmente.
– Sí – dije tontamente -, puede ser.
Me puso su mano regordeta en el hombro y me lo apretó amistosamente.
– Va a haber un examen post- mortem para establecer la causa de la muerte, pero dudo que se proceda más allá de eso. Puede que deba mandar a alguien para hacerle un par de preguntas más, pero es igual; usted está libre de sospecha. Le pediría que no deje la ciudad durante uno o dos días, pero no debe pensar que está bajo arresto ni nada por el estilo.
Yo asentí.
– Muy bien, teniente. Comprendo. Gracias por terminar todo tan pronto.
– Es un placer. Lamento que su cliente…, usted sabe, haya partido al mundo de los espíritus de esta manera
Yo logré esbozar una sonrisa.
– Estoy seguro que ella se pondrá en contacto -dije -. No se puede mantener abajo a un buen espíritu.
Estoy seguro que el teniente Marino pensó que yo estaba absolutamente loco. Se puso su pequeño sombrero negro sobre su afilado pelo negro y fue hacia la puerta.
– Hasta pronto entonces, señor Erskine.
Después que se fue me senté y durante un rato me quedé pensando. Luego levanté el teléfono y marqué el Hospital de las Hermanas de Jerusalén.
– Oiga, quiero preguntar sobre una paciente. La señorita Karen Tandy. Se internó esta mañana para una operación.
– Un momento, por favor. ¿Usted es un pariente?
– Oh, si -mentí-. Soy su tío. Acabo de llegar a la ciudad y me dijeron que estaba enferma.
– Un momento, por favor.
Mientras esperaba tamborileé mis dedos en la mesa. Los débiles sonidos del hospital se escuchaban por la línea y yo podía escuchar que alguien llamaba: «Doctor Hughes, por favor; doctor Hughes.» Después de algo así como un minuto, otra voz dijo:
– Aguarde, por favor -y fui conectado a otro montón de ruidos.
Eventualmente una mujer con voz nasal dijo:
– ¿Puedo ayudarlo? Tengo entendido que pregunta por la señorita Karen Tandy.
– Sí, soy su tío. Me dijeron que esta mañana la operaron y quería saber si estaba bien.
– Bueno, lo lamento, señor, pero el doctor Hughes me dice que ha habido una pequeña complicación. La señorita Tandy está aún bajo sedantes y llamamos a otro especialista para que la viera.
– ¿Complicaciones? – dije-. ¿Qué clase de complicaciones?
– Lo lamento, señor, pero no puedo decírselo por teléfono. Si desea pasar por aquí, le daré cita con el doctor Hughes.
– Hmm -dije-. No, no se preocupe. Quizá pueda llamarla mañana a ver cómo sigue.
– Muy bien, señor; como desee.
Colgué el auricular. Quizá no debí preocuparme, pero me preocupé. El extraño comportamiento de las cartas la noche anterior, ese enervante incidente con la señora Herz, para no hablar de los extraños sueños de Karen Tandy y de su tía, todo me estaba poniendo nauseabundo y sospechoso. Supongamos que realmente hubiese algo en todo eso; algo espiritual y poderoso y nada amistoso.