– ¿Estamos?
– Yo y dos amigos. Uno de ellos es una médium.
Casi podía escuchar la mente del doctor Snow batiéndose al otro lado del teléfono. Amelia y McArthur me miraban nerviosamente mientras yo esperaba la respuesta del viejo.
– Muy bien -dijo finalmente-. Supongo que querrá verme hoy.
– Lo antes posible, doctor Snow. Sé que esto es una incomodidad, pero la muchacha está agonizando.
– Oh, no es una incomodidad. La mujer de mi hermano viene hoy y cuanto menos tenga que verla mejor para mí. Venga en cualquier momento.
– Gracias, doctor Snow.
Colgué el teléfono. Fue tan simple como eso. Siempre me asombra lo lista y prestamente que la gente acepta sobre lo oculto y sobrenatural una vez que se pone en evidencia frente a sus ojos. Posiblemente el doctor Snow había leldo durante años sobre la reencarnación de los hechiceros, sin creer realmente que fuera posible, pero tan pronto como alguien le dijo que en realidad sucedía, estaba dispuesto a aceptarlo sin problemas.
De todos modos yo tomé las llaves de mi coche y me puse mi abrigo de espigas.
– ¿Quién viene a Albany? -pregunté, y Amelia y McArthur se levantaron para apuntarse.
– Odio decir esto -dijo McArthur-, pero esto es malditamente más interesante que vender eso de la seguridad social.
El doctor Snow vivía en una casa pequeña, de ladrillos, en las afueras de Albany. Estaba rodeada por oscuros y tenebrosos cipreses, y en sus ventanas había cortinas de encaje amarillo. El cielo estaba amenazador y metálico mientras rondábamos entre el espeso lodo y el hielo, y hacía un viento persistente que soplaba desde el nordeste. Alrededor flotaba un extraño silencio, como el silencio de los niños esperando al profesor que temen.
Nos quedamos en el umbral, golpeándonos las manos para recuperar la circulación, y luego toqué la campanilla. Se escuchó un ding- donggg en el fondo de la antigua casa.
La puerta se abrió y allí estaba el doctor Snow. Era un hombre alto y doblado, con un pelo blanco como de mono y gafas con marco dorado. Llevaba un cardigan marrón con bolsillos pegados y zapatillas de tela de manta escocesa.
– ¿Señor Erskine? -dijo -. Mejor será que pase.
Nos introducimos en el lúgubre salón. Había un fuerte olor a limpiador de lavanda y un gran reloj de péndulo en un rincón. Nos quitarnos los abrigos y el doctor Snow nos condujo a una helada sala de recibir. Había máscaras de fieros indios en todas las paredes, contrastando con la delicadeza inglesa de pajarillos embalsamados bajo campanas de cristal, y algunos pequeños grabados que se estaban borrando con el tiempo.
– Siéntense -dijo el doctor Snow -. Mejor será que me explique de qué se trata todo esto. Mi esposa traerá café dentro de un momento. En esta casa no bebemos licores.
McArthur no pareció nada feliz por eso. En el coche había un frasco de bourbon, pero era muy educado como para pedir permiso e ir a buscarlo.
El doctor Snow se sentó en una dura y pequeña silla de mimbre y cruzó las manos delante suyo. Amelia y yo compartimos un bajo e incómodo canapé y McArthur se colgó de un asiento de la ventana; así podía mirar para afuera a los árboles nevados.
Resumiendo todo lo que pude, le expliqué el caso de Karen Tandy al doctor Snow y le dije sobre la sesión que habíamos tenido la noche antes. Escuchó con mucha atención, haciéndome ocasionalmente preguntas sobre Karen y su tía y sobre la aparición que habíamos visto en la mesa de cerezo de la señora Karmann.
Cuando hube terminado se quedó sentado durante un rato, con sus manos cruzadas y pensando. Luego dijo:
– Por lo que me ha contado, señor Erskine, el caso de esta infortunada muchacha parece auténtico. Creo que tiene razón. Sólo existe otro caso conocido de una persona elegida como receptáculo para el renacimiento de un hechicero, y fue en 1851, en Fort Berthold, en el alto Missouri, entre los indios Hidatsa. Una joven india tuvo un crecimiento en su brazo que eventualmente se hizo tan grande como para desbordarla, y murió. Del bulto emergió un hombre completo y totalmente crecido, que se dijo que había sido un mago de la tribu cincuenta años antes. Hay muy poca evidencia documentada sobre la verdad de la historia, y hasta ahora se ha pensado en eso como un mito o leyenda. Hasta yo mismo le he llamado así en mi libro sobre los Hidatsas. Pero los paralelos con su señorita Tandy son tan semejantes que no veo qué otra cosa pueda ser. Entre los kiowas hay viejas historias sobre los hechiceros reapareciendo como árboles y que le hablaron a gente de la tribu. Aparentemente los árboles y la madera tienen una mística fuerza-vital propia que los hechiceros pueden explotar en beneficio suyo. Y es por eso que creo su historia de la mesa de cerezo. Al principio pensé que trataba de burlarse de mí, pero su evidencia es absolutamente convincente.
– ¿Así que lo cree? -dijo Amelia, apartando el pelo de sus ojos.
– Sí -dijo el doctor Snow, mirándola a través de sus gafas-; lo creo. También me tomé la molestia de hacer lo que sugirieron y llamé al doctor Hughes a Hermanas de Jerusalén. Me confirmó lo que me dijeron. También me dijo que la señorita Tandy se hallaba en un estado muy crítico y que todo lo que alguien pudiese hacer para salvarla sería muy importante.
– Doctor Snow -dije-, ¿hay alguna forma de atacar a este hechicero? ¿Hay algo que podamos hacer para destruirlo antes de que mate a Karen Tandy?
El doctor Snow frunció su ceño.
– Lo que tiene que entender, señor Erskine, es que la magia de los indios era muy poderosa y de largo alcance. Ellos no hacían una distinción muy clara entre lo natural y lo sobrenatural, y cada indio se vela a sí mismo como en estrecho contacto con los espíritus que guiaban su existencia. Los indios llanos, por ejemplo, pasaban tanto tiempo con sus ceremonias religiosas como en el perfeccionamiento de sus aptitudes para la caza. Consideraban importante poder cazar búfalos con arte y habilidad, pero al mismo tiempo pensaban que sólo los espíritus les darían la fuerza y el coraje para llevar adelante la caza con éxito. Los indios buscaban las visiones y practicaban sus rituales; se dedicaban a ceremonias que les ponían en estrecho contacto con el cosmos. En realidad eran una de las grandes sociedades mágicas de los tiempos modernos. Hemos perdido conocimiento sobre muchos de sus cultos secretos, pero no hay duda de que tenían poderes reales y extraordinarios.
Amelia le miró.
– Lo que trata de decirnos, doctor Snow, es que ninguno de nosotros tiene suficiente poder mágico como para poder combatir a este hechicero…
El doctor asintió.
– Me temo que tenga razón. Y si el hechicero realmente tiene trescientos años, proviene de una época donde la magia de los indios aún era sorprendentemente fuerte. Era un arte oculto étnico puro, sin contaminar por los preconceptos europeos y sin ser influido por el cristianismo.
»Los espíritus ocultos de Norteamérica, en la época de los colonos, eran un millón de veces más poderosos y peligrosos que cualquiera de los diablos o demonios de Europa. Como ven, un espíritu sólo puede ejercer su magia en el mundo de los humanos a través de hombres y mujeres que creen en él y le comprenden. Los espíritus tienen una existencia independiente, pero no pueden tener poder material en nuestro propio mundo material a menos que sean reclamados, consciente o subconscientemente. Y si nadie cree en un espíritu en especial o es capaz de entenderle no puede ser reclamado y queda en el limbo. Los demonios europeos eran nada comparados con los demonios de los pielrojas. Todo lo que eran o son, si se cree aún en ellos, estaba opuesto a los principios buenos y santos del cristianismo. En El exorcista, la historia usa al demonio Pazuzu, la personificación de la enfermedad y la mala salud. Para el pielroja, un demonio como ése hubiese sido ridículo, nada más aterrante que un pequeño perro. Todo el concepto de vida y salud y el significado de la existencia física estaba involucrado en el espíritu equivalente del pielroja, y convertía a este espíritu en particular en un ser increíble con poderes monstruosos. Para mí, el verdadero ocaso del pielroja vino no tanto a través del engaño y la codicia de los blancos, sino a través de la erosión de los poderes ocultos de los hechiceros. Cuando las tribus pielrojas vieron las maravillas científicas de los blancos quedaron muy impactadas y perdieron fe en sus propios magos. Se puede decir que esta magia, si se hubiera usado adecuadamente, pudiera haberlos salvado.