– Está bien, señor Erskine. No tengo escrúpulos al respecto. He visto suficientes tumores en mi vida como para saber que no es una enfermedad ordinaria. Y yo creo en su teoría sobre los indios. No sé por qué la creo, pero no puedo ver ninguna otra explicación racional. Ninguno de mis colegas ni siquiera ha tenido una idea tan loca.
– ¿Cómo sigue ella, doctor? -le pregunté -. ¿El tumor aún crece?
– ¿Quiere verlo usted mismo? -dijo -. Está mucho peor que cuando lo vio ayer.
– Sí, está bien. Trataré de no perturbarla, como la última vez.
En silencio, tomamos el ascensor hasta el décimo piso. En silencio nos pusimos las batas y las máscaras. En silencio caminamos por el corredor hacia el cuarto de Karen Tandy y abrimos la puerta.
Era grotesco. Karen Tandy estaba acostada ahora sobre su pecho; su rostro, tan blanco como la sábana en la que descansaba. El tumor estaba hinchado en su espalda; una ampolla chata y blanca de piel hinchada. Era tan grande como una almohada, y de cuando en cuanto parecía moverse y agrandarse y ponerse cómodo por su cuenta; un gran crecimiento pulposo con una maligna vida propia.
– ¡Dios! -dije despacio -, ha crecido enormemente.
– Y cada vez se pone más grande -dijo el doctor Hughes-. Venga, tóquelo.
Caminé cautamente hasta el lado de la cama. El tumor era tan grande que era difícil creer que en realidad fuera parte de la muchacha que yacía bajo él, llevándolo en su espalda como si fuera una joroba. Cautelosamente estiré mis dedos y lo apreté. Parecía firme y distendido, pero había una sensación de algo movedizo dentro. En realidad, se sentía exactamente como el vientre de una mujer embarazada.
– ¿No puede simplemente matarlo? -le pregunté al doctor Hughes-. Ya debe tener el tamaño de un niño pequeño. ¿No puede clavar un bisturí en él?
El doctor Hughes movió la cabeza.
– Ojalá pudiese, si quiere saber la verdad quisiera poder cortarlo con una cuchilla de camicero. Pero cada radiografía demuestra que el sistema nervioso de esta criatura está intrincadamente ligado con el sistema nervioso de Karen. Cualquier intento quirúrgico de sacarlo la mataría de inmediato. No son sólo como madre e hijo, sino más bien como gemelos siameses.
– ¿Ella puede hablar?
– No ha dicho nada durante varias horas. La sacamos de la cama esta mañana para pesarla y entonces dijo un par de palabras, pero nada que ninguno de nosotros pudiese entender.
– ¿La pesaron? ¿Está muy mal?
El doctor Hughes metió las manos en los bolsillos de su bata y miró tristemente a su agonizante paciente.
– No ha perdido nada de peso, pero tampoco lo ha ganado. Cualquier cosa que sea este tumor toma todo su alimento directamente de ella. Cada gramo que crece, lo toma de Karen.
– ¿Han venido sus padres?
– Sí, esta mañana. La madre estaba muy trastornada. Les dije que íbamos a intentar una operación, pero naturalmente no les dije nada sobre el asunto del hechicero. Ya estaban lo suficientemente enojados conmigo porque aún no había podido operar. Si comenzaba a decirles sobre indios pielrojas de otros tiempos hubiesen pensado que estaba loco.
Miré una vez más a Karen Tandy, yaciendo blanca y silenciosa bajo su horrible carga, y luego dejamos el cuarto y retornamos a la oficina del doctor Hughes en el piso dieciocho.
– ¿Piensa que será difícil convencer a sus padres? -le pregunté-. El problema es que todo esto costará dinero. Tendremos que sobornar al hechicero y habrá que pagar su billete de avión y su hotel, para no hablar de lo que sucedería si en la batalla le hieren. Me encantaría ayudar, pero los videntes no somos exactamente unos Rockefeller. Dudo poder juntar más de trescientos o cuatrocientos dólares.
El doctor Hughes parecía malhumorado.
– Bajo circunstancias normales podría sacar el dinero del hospital, pero no veo cómo puedo hacerlo para usar un hechicero. No, creo que sus padres tienen el derecho de saber qué sucede y hacer su propia elección. Después de todo está en juego la vida de su hija.
– ¿Quiere que yo les hable? -le pregunté.
– Si usted quiere, puede. Están esperando en el apartamento de la tía de Karen, en la calle 82. Si tiene algún problema pídales que me llamen y que confirmen que tiene mi apoyo.
– Muy bien -dije -. ¿Qué tal un trago ahora?
– Buena idea -dijo el doctor Hughes, y buscó su botella de bourbon. Sirvió dos grandes vasos y yo me tomé el mío de inmediato, bien caliente y reconfortante después de un fatigante día con un viaje de ida y vuelta a Albany. Me recosté en la silla, y el doctor Hughes me ofreció un cigarrillo.
Fumamos un rato en silencio, luego dije:
– Doctor Hughes…
– ¿Por qué no me llama Jack? Este hospital es muy formal. A los pacientes les hace sentir más seguros el escuchar que se llama «doctor» a todo el mundo. Pero no creo que sea esa la clase de segundad que usted necesite.
– Muy bien, Jack. Yo soy Harry.
– Eso es mejor. Encantado de conocerte, Harry.
Bebí más bourbon.
– Jack -dije -, ¿te has detenido a considerar exactamente qué estarnos haciendo y por qué lo hacemos? Yo no conozco a Karen Tandy mejor que tú. Por momentos pienso qué demonios hago yendo y viniendo de Albany por alguien que ni siquiera conozco.
Jack Hughes sonrió.
– ¿No te parece que ésa es una pregunta que todo el que ayuda a otra gente se la hace? Yo me hago esa pregunta diez veces por día. Cuando eres un médico, la gente lo da por descontado. Vienen hacia ti cuando están enfermos y piensan que eres sensacional, pero en cuanto están bien de nuevo, dejas de ser interesante. Algunos pacientes son agradecidos. Algunos te mandan tarjetas de Navidad. Pero la mayoría de ellos ni siquiera me reconocerían si me cruzara con ellos por la calle.
– Creo que tienes razón -le dije.
– Sé que tengo razón -replicó Jack-. Pero creo que este caso es algo diferente. No me interesa por las razones de siempre. Desde mi punto de vista, eso que está creciendo en Karen Tandy representa un problema médico y cultural.
– ¿Qué quieres decir?
Jack Hughes se paró y vino a sentarse al borde del escritorio, a mi lado.
– Míralo desde este enfoque -dijo-. Lo más fascinante sobre Estados Unidos es que siempre supuso ser una nueva nación, libre de opresión y libre de culpa. Pero desde el momento en que el hombre blanco se estableció aquí, la culpa quedó como una bomba de efecto retardado. Hasta en la Declaración de la Independencia hay un intento de borrar esa culpa, ¿recuerdas? Jefferson escribió sobre los despiadados indios salvajes, cuya conocida regla bélica es una indiscriminada destrucción de todas las edades, sexos y condiciones. Bien, desde el principio, el indio no ha contado como un individuo que esté dotado por su creador con esos ciertos derechos inalienables. Gradualmente, la culpa de lo que se le hizo al indio ha erosionado el sentido de posesión y pertenencia de nuestro propio país. Esta no es nuestra tierra, Harry. Esta es la tierra que robamos. Hacemos chistes sobre Peter Minuit comprando la isla de Manhattan por veinticuatro dólares. Pero en la actualidad, un trato así se consideraría un robo, una estafa lisa y llanamente. Luego están todas esas historias sobre Wounded Knee y todas las demás masacres indias. Somos culpables, Harry. No hay nada que podamos o debamos hacer sobre el pasado; aún seguimos siendo culpables.
Nunca había oído a Jack Hughes hablar tan elocuentemente. Le miré observar su cigarrillo y quitarse cenizas de sus arrugados pantalones.
– Por eso el caso es tan interesante y tan aterrador -dijo-. Si toda esta historia del hechicero es verdad entonces por primera vez el blanco, con un sentido de culpa totalmente desarrollado, va a ponerse en contacto con el pielroja de los tiempos primitivos de su colonización. Hoy pensamos en los indios de forma totalmente diferente. En el siglo xvII eran salvajes y se interponían con nuestra necesidad de tierra y nuestra codicia de cosas materiales. Ahora tenemos todo lo que queremos; podemos permitirnos ser más amables y tolerantes. Sé que todos hemos estado hablando de destruir a este hechicero, y combatiéndolo, ¿pero no sientes también alguna simpatía hacia él?