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Yo tomé una bocanada de humo.

– Siento simpatía por Karen Tandy.

– Sí – dijo Jack-, claro que sí. Es nuestra paciente y su vida corre un riesgo terrible. No podemos olvidarlo. ¿Pero no sientes nada por este salvaje del pasado?

En una forma curiosa, Jack Hughes tenía razón. Yo sentía algo. Había una mínima parte de mi cerebro que quería que él sobreviviese. Si hubiese una manera en que tanto Karen Tandy como el hechicero pudiesen vivir, ésa sería mi elección. Yo tenía miedo de él, estaba aterrado por sus poderes y su manejo de lo oculto, pero al mismo tiempo era como el héroe mítico de la leyenda, y destruirlo significaría destruir algo de la herencia norteamericana. Era el único sobreviviente del pasado vergonzante de nuestro país, y matarlo sería como apagar la última chispa del espíritu que había dado a los Estados Unidos un telón de fondo coloreado y mítico. Era el último representante de la magia original de Norteamérica.

Justo en ese momento, sonó el teléfono. Jack Hughes lo atendió y dijo:

– Hughes.

Alguien hablaba muy excitadamente en el otro extremo. Jack Hughes frunció su ceño e hizo gestos; luego dijo:

– ¿Cuándo? ¿Está seguro? Bueno, ¿no trataron de forzarla? ¿Qué quiere decir con eso de que no se puede?

Finalmente colgó el auricular.

– ¿Hay problemas? -le dije.

– No lo sé. Es Karen. McEvoy dice que no pueden abrir la puerta. Algo sucede dentro del cuarto y no pueden abrir la puerta.

Dejamos la oficina y corrimos por el pasillo hasta el ascensor. Allí había dos enfermeras con un carro lleno de botellas y perdimos unos preciosos segundos mientras ellas trataban de salir del paso. Entramos, apretamos el botón del décimo y descendimos.

– ¿Qué demonios crees que ha sucedido? -le pregunté concisamente a Jack.

El movió la cabeza.

– ¿Quién sabe?

– Espero que el hechicero no esté ya en condiciones de usar sus poderes -dije-. Si puede, estamos perdidos.

– No lo sé -replicó Jack Hughes-. Ven, ya llegamos.

Las puertas del ascensor se abrieron y corrimos velozmente por el pasillo hasta el cuarto de Karen Tandy. El doctor McEvoy estaba parado afuera con dos enfermeros y Selena, la radiólogo.

– ¿Qué sucedió? -dijo Jack.

– La dejaron sola menos de un par de segundos -explicó el doctor McEvoy-. Los enfermeros cambiaban de guardia. Cuando Michael trató de volver no pudo abrir la puerta y mire…

Miramos dentro del cuarto de Karen Tandy a través del panel de vidrio de la puerta. Me sorprendió ver que ya no estaba en la cama. Las sábanas y las mantas se hallaban revueltas y puestas de lado.

– Allí -susurró Jack-. En el rincón.

Incliné mi cabeza y vi a Karen Tandy de pie en el rincón más lejano de la habitación. Su rostro estaba horriblemente blanco, y sus labios estaban retraídos sobre sus dientes y estirados en una mueca grotesca. Se inclinaba hacia adelante bajo el peso del enorme y extendido bulto en su espalda, y su largo camisón blanco del hospital estaba retirado de sus hombros, revelando sus pechos arrugados y sus costillas prominentes.

– Dios mío -dijo Jack -. ¡Está bailando!

Tenía razón. Se movía lentamente de pie a pie, con el mismo vals silencioso que había bailado la señora Herz. Era como si estuviera respondiendo a un tambor silencioso, a una flauta insonora.

– Tenemos que entrar -ordenó Jack -. Puede matarse si sigue corriendo así.

– Michael, Wolf -dijo el doctor McEvoy a los dos enfermeros -. ¿Les parece que pueden derribar la puerta con los hombros?

– Trataremos, señor -dijo Wolf, un robusto alemán con el pelo oscuro cortado a lo militar-. Lamento todo esto, señor, nunca imaginé…

– Derribe la puerta -dijo Jack.

Los dos enfermeros se alejaron un poco de la puerta y luego se arrojaron juntos contra ella. Se sacudió y rajó y finalmente se partió el vidrio. Una extraña corriente fría, como aquella que ya había soplado en nuestra sesión en el apartamento de la señora Karmann, atravesó heladamente el agujero de la puerta.

– De nuevo -dijo Jack.

Michael y Wolf retrocedieron de nuevo y se volvieron a lanzar contra la puerta. Esta vez la arrancaron de sus bisagras y se abrió. El doctor Hughes entró y se dirigió directamente hacia Karen, donde ella se estaba sacudiendo y brincando sobre la alfombra. El gran bulto de su espalda se movía y desplazaba con cada paso. Era una visión tan obscena que me sentí mal.

– Ven, Karen -dijo Jack Hughes tranquilizadoramente-, vuelve ahora a la cama.

Karen se dio vuelta sobre uno de sus pies descalzos y le miró. Otra vez no eran sus ojos. Eran feroces e inyectados en sangre y potentes.

Jack Hughes se le acercó con sus manos extendidas. Ella retrocedió lentamente, con la misma mirada de odio en sus ojos. La joroba en su espalda se movió y estiró, como si fuera una oveja cautiva en una bolsa.

– El- dice- que- usted- no- debe -dijo vacilantemente con su propia voz.

El doctor Hughes se detuvo.

– ¿El dice que yo no debo qué, Karen?

Ella se lamió los labios.

– El- dice- que- usted- no- debe- tocarlo.

– Pero, Karen – dijo el doctor Hughes-. Si no te cuidamos, él tampoco sobrevivirá. Estamos haciendo lo posible por ambos. Nosotros le respetamos. Queremos que él viva.

Ella retrocedió aún más, tumbándose en una mesa de instrumental.

– El- no- le- cree.

– ¿Por qué no, Karen? ¿No hemos hecho todo por ayudar? No somos soldados ni guerreros. Somos médicos como él. Queremos ayudarle.

– El- sufre.

– ¿Sufre? ¿Por qué?

– Le- duele. Está- herido.

– ¿Por qué está herido? ¿Qué le hirió?

– No- lo- sabe. Está- herido. Fue- la- luz.

– ¿La luz? ¿Qué luz?

– Les- matará- a- todos.

De pronto Karen comenzó a ladearse. Luego gritó, y gritó, y cayó de rodillas, retorciéndose y restregándose sobre su espalda. Michael y Wolf corrieron hacia ella y la llevaron rápidamente de vuelta a la cama. Jack Hughes preparó una inyección con tranquilizante, y la puso decididamente en el brazo de Karen. Gradualmente disminuyeron sus gritos y se hundió en un sueño nervioso, sacudiéndose y temblando y pestañeando sus ojos.

– Esto arregla todo -dijo el doctor Hughes.

– ¿Qué es lo que arregla, Jack? -le pregunté. -Tú y yo iremos directamente a ver a sus padres y vamos a decirles exactamente qué es lo que anda mal. Vamos a traer ese hechicero de South Dakota y combatiremos esa bestia hasta que muera.

– ¿Sin culpa? -le pregunté -. ¿Sin simpatía?

– Por supuesto, siento culpa y también simpatía. Y porque tengo simpatía es que voy a terminarlo.

– No te entiendo.

– Harry -dijo Jack -, ese hechicero sufre. No sabe por qué, pero dijo que era la luz. Si sabes algo sobre ginecología sabrás por qué nunca hacemos radiografías de fetos a menos que creamos que ya están muertos o que amenazan la vida de sus madres. Toda vez que un ser humano es radiografiado, los rayos X destruyen células en la zona adonde están dirigidos. En un adulto, eso no es demasiado importante, porque ya está totalmente desarrollado y la pérdida de unas pocas células no es dañina. Pero en un feto diminuto, una célula destruida puede significar un dedo de la mano, o del pie, o incluso un brazo o una pierna que nunca se desarrollarán.

Le miré.

– ¿Quieres decir que…?

– Simplemente quiero decir que hemos arrojado tantos rayos X sobre ese hechicero como para ver a través de Fort Knox en un día de niebla.

Miré el bulto venenoso que se inflaba en la espalda de Karen Tandy.

– En otras palabras -dije-, que es un monstruo. Lo hemos deformado.