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– ¿Cómo está usted, señora Herz? -le pregunté alegremente, restregándome las manos-. ¿Qué tal esos sueños?

Ella no dijo nada, así que yo me alcé de hombros y fui a recoger mis cartas de Tarot. Mientras las mezclaba, traté de encontrar la carta en blanco que había dado la vuelta la noche anterior, pero no parecía haber trazos de ella. Por supuesto, podía haberme equivocado o estar demasiado cansado, pero no estaba convencido del todo al respecto. A pesar de mi trabajo no soy muy inclinado a las experiencias místicas. Puse las cartas sobre la mesa e invité a la señora Herz a pensar la pregunta que quería hacerles.

– Hace mucho tiempo que no consultamos sobre su sobrino Stanley -le recordé -. ¿Qué tal un vistazo sobre las idas y venidas de su hogar? ¿O sobre su solterona Agnes?

Ella no contestó. Ni siquiera me miró. Parecía estar mirando hacia un rincón del cuarto, perdida en un sueño propio.

– ¿Señora Herz? -dije, poniéndome de pie -. Señora Herz, le he puesto las cartas.

Fui hasta ella y me incliné a mirar su rostro. Parecía estar bien. Al menos, respiraba. Lo último que yo deseaba era que una vieja soltara su fantasma cuando yo estaba en mitad de predecirle el futuro. La publicidad sería espantosa. O quizá, no.

Tomé sus viejas manos tipo reptil entre las mías y le dije gentilmente:

– ¿Señora Herz? ¿Se siente bien? ¿Desea un coñac?

Sus ojos flotaron imponentemente en sus gafas como de vidrio de botella de «Coca- cola». Parecía estar mirando hacia mí, pero al mismo tiempo no me vela. Era casi como si estuviese mirando a través mío o detrás mío. No pude evitar darme la vuelta para ver si había alguien más en el cuarto.

– ¿Señora Herz? -dije de nuevo-. ¿Desea una de sus píldoras, señora Herz? ¿Puede escucharme, señora Herz?

Un susurro fino y sibilante salió de entre sus mustios labios. Tuve la sensación que trataba de decir algo, pero no podía darme cuenta de qué. La lámpara de aceite comenzó a dar una luz oscilante y era difícil decir hasta qué punto las sombras en su rostro eran o no expresiones extrañas.

– Booooo… -dijo en voz muy baja.

– Señora Herz -dije -, si esto es una especie de juego, mejor será que no siga. Me está preocupando, señora Herz; si no se repone en seguida llamaré una ambulancia. ¿Me entiende, señora Herz?

– Booooo… -volvió a susurrar. Sus manos comenzaron a temblar, y su enorme anillo de esmeraldas vibraba contra el brazo del sillón. Sus ojos daban vueltas y su mandíbula parecía que nunca iba a cerrarse de nuevo. Pude ver su lengua pálida y delgada y su puente de ortodoncia que debería haberle costado 4000 dólares.

– Muy bien -dije -. Ya basta. Llamaré una ambulancia, señora Hertz. Mire, voy al teléfono. Estoy marcando el número, señora Herz. Llamo.

De pronto la anciana se paró. Trató de alcanzar su bastón, lo erró y cayó al piso. Se quedó moviéndose y revolviéndose en la alfombra, como si estuviera bailando al ritmo de alguna canción que yo no podía oír. La operadora dijo:

– ¿Sí? ¿En qué puedo servirle? -pero yo colgué el auricular y me dirigí hacia mi cliente saltarina y valseadora.

Traté de poner mi brazo alrededor de ella, pero me separó con una de sus patas escamosas. Salteba y bailaba, murmurando y balbuciendo todo el tiempo, y no sabía qué demonios hacer con ella. Debía estar teniendo una especie de ataque, pero nunca había visto un ataque donde la víctima bailara una conga solitaria a través del piso.

– Boooo… -susurró de nuevo.

Yo bailé en su derredor, tratando de mantenerme a la par de su vals con movimientos de nuca.

– ¿Qué quiere decir con «boo»? -le pregunté-. Señora Herz, ¿quiere hacer el favor de sentarse y serenarse y decirme qué demonios le sucede?

Tan abruptamente como había comenzado a bailar se detuvo. La energía pareció abandonarla como a un ascensor que se hunde a nivel del piso, hacia la recepción y la calle. Buscó algo en qué apoyarse y tuve que tomarla del brazo para evitar que se volviese a caer. Gentilmente coloqué su rígido cuerpo viejo de nuevo en el sillón y me arrodillé delante suyo.

– Señora Herz, a mí no me gusta molestar a mis clientes, pero yo creo que necesitaría alguna atención médica. ¿No está de acuerdo con que eso sería muy atinado?

Me miró ciegamente y su boca se abrió de nuevo. Admito que tuve que mirar para otro lado. Lo exterior de la vieja estaba bien, pero no soy un fanático por mirar en su interior.

– Bota -murmuró -. Bota.

– ¿Bota? -le pregunté -. ¿Qué demonio.tienen que ver las botas con lo demás?

– Bota -cloqueó ahora mucho más alto-. ¡Bota! ¡¡BOOOOTTTTAA!!

– Dios -dije-. Señora Herz, cálmese y yo pediré una ambulancia ahora mismo. No se mueva, señora Herz; todo está en orden. Va a ponerse bien, muy bien.

Me levanté y fui hasta el teléfono y llamé al servicio de emergencia. La señora Herz se sacudía y temblaba y se movía con «bota, bota» y parecía que se tomaban media hora para atender.

– ¿En qué puedo servirle? -dijo, finalmente, la operadora.

– Vaya si me servirá. Mire, necesito ahora mismo una ambulancia. Aquí tengo a una vieja que está con alguna especie de ataque. Es muy rica, así que dígale a la gente de la ambulancia que no tendrán que hacer desvíos por el Bronx antes de llegar aquí. Por favor, dése prisa. Creo que se va a morir o algo así.

Le di mi dirección y mi número de teléfono y luego volví con la señora Herz. Parecía que por el momento había dejado de retorcerse y estaba sentada tranquila y extraña, como si estuviera pensando.

– Señora Herz… -dije.

Se volvió hacia mí. Su cara era vieja, y marcada, y rígida.

– De bota, mijnheer -dijo ásperamente-. De bota.

– Señora Herz; mire, por favor, no tiene de qué preocuparse. Ya viene la ambulancia. Siéntese ahí y quédese tranquila.

La señora Herz se cogió del brazo del sillón y se puso de pie. Tenía problemas para estar parada derecha, como si estuviera caminando sobre hielo. Pero luego se irguió y se quedó allí, con sus brazos colgando a los lados, mucho más alta y firme de lo que la hubiese visto nunca.

– Señora Herz, creo que será mejor que usted…

Pero me ignoró y comenzó a deslizarse por la alfombra. Nunca había visto a nadie caminar de esa manera. Sus pies parecían patinar en silencio sobre el piso, como si realmente ella no lo tocara. Se deslizó serenamente hacia la puerta y la abrió.

– Sería mejor que esperase -dije humildemente.

En honor a la verdad esto me ponía la carne de gallina y no sabía qué decirle. Ella no parecía oírme, o si lo hacía, no se daba cuenta.

– De bota -dijo de nuevo, con una voz ronca. Y luego se deslizó a través de la puerta y hacia el corredor.

Por supuesto, fui detrás suyo. Pero lo que vi a continuación fue tan repentino y desagradable que casi desearía no haberlo visto. En un segundo estaba justo fuera de la puerta, y yo estaba extendiendo mi mano para tomarla del brazo, y ella se deslizaba a lo largo del reluciente corredor, tan rápido como si estuviese corriendo. Pero ella no corría para nada. Se alejaba de mí sin siquiera mover sus piernas.

– ¡Señora Herz! -llamé, pero mi voz estaba estrangulada y sonaba extraña. Sentí que dentro mío subía un miedo oscuro, como si viera un rostro blanco por la ventana en mitad de la noche.

Ella se volvió, una vez, al final del corredor. Estaba parada en lo alto de las escaleras. Parecía estar tratando de hacer algún ademán o levantar su brazo, más como si estuviera tratando de espantar algo que si quisiera llamarme para que la ayudase. Entonces desapareció escaleras abajo y oí su viejo y rígido cuerpo cayendo y rebotando de escalón en escalón.

Yo me arrojé hacia el final del corredor. Las puertas se abrían por todos lados y se asomaban caras ansiosas y curiosas.