No necesito identificarla en el relato. Llega en algún momento como un ángel guardián o exterminador, hace su trabajo, ya lo verán. Tampoco tengo que aclarar que los nombres son supuestos, que los años están entreverados a propósito, que lo único verificable y veraz son los nombres de algunas calles, ciertas circunstancias o climas, la constante presencia de un irónico Snoopy o de las historias de H. G. Oesterheld, un trasfondo que suele pasar al frente en cada tramo del relato.
La última: esto no se acaba aquí. Algo me dice que Etchenaik volverá.
J. S.
El cantor
Primera
1. Esa noche
Supongamos que era un jueves. La noche deun jueves espeso de noviembre; en Buenos Aires, claro.
Desde la nebulosa lejanía, Robert Mitchum echó la última mirada de la noche por la ranura de sus ojos, volteó la cabeza apuntándole a ella con el mentón partido y dijo dos frases definitivas. Después giró y se fue. Recorrió todo el parque parejito como un billar mientras ella lo miraba partir. El traje flojo le caía con la elegancia de un par de medias abandonadas bajo una silla, llenas de vieja pelusa. Pero Mitchum no lo sentía así o no le importaba.
No le importaba nada, en realidad. Pasó un pórtico cubierto de lujosas enredaderas y subió a un De Soto que partió a una leve insinuación de su pie derecho. El auto se fue haciendo cada vez más chiquito y se superpuso la palabra «The end» mientras subía la música.
Fue el primero en dejar la sala. En el vestíbulo, se recostó contra una pared, encendió un cigarrillo acurrucado sobre la llama y luego pitó hondamente para largar el humo con breves golpes de garganta. Esperó que los últimos espectadores se dispersaran en la noche y recién entonces arrojó con mala puntería el pucho al cenicero y salió, calándose el sombrero.
El boletero que apagaba las luces había observado a aquel extraño veterano, flaco, enfundado en innecesario piloto gris, el sombrero echado a los ojos, los gestos estudiados. Era el tercer día que hacía lo mismo: sentarse en el fondo durante la segunda sección de la noche, salir primero luego de ver a Bogart, Cagney o Mitchum en esa semana del cine policial negro y recién buscar la calle cuando todos estaban afuera.
Ahora, mientras cerraba las puertas de vidrio, lo vio caminar Corrientes arriba hacia Callao con el cuello levantado sobre la nuca rala y canosa, la mejilla semioculta tras las puntas de la solapa, las patillas grises y crecidas peinadas hacia atrás, los ojos en el intento de penetrar una niebla imaginaria.
El viejo Bar Ramos parecía una pecera iluminada en la noche. El hombre llegó y se sentó al fondo, en la última mesa sobre Montevideo. Cuando dejó el sombrero sobre la silla, el leve surco rosado que le marcaba la frente humedecida de sudor señaló el rigor de la ropa nueva sobre un cuerpo fatigado, trabajado por el tiempo. Chasqueó los dedos.
Al reconocer ese sonido, la mano de Antonio García que en ese momento cuidaba la caída exacta de una medida de Legui tres mesas más allá, vaciló. La espesa caña manchó el platito metálico, alguna gota salpicó la mesa. Limpió con la rejilla y miró el reloj sin volverse.
Los dedos chasquearon otra vez, a sus espaldas. Sin embargo el mozo se alejó hacia las mesas del otro lado, recogió pocillos y propinas y hasta algún pedido que tiró sobre el mostrador como una gran noticia.
Recién cuando los dedos lo llamaron por tercera vez, allá fue. La rejilla sostenida con el pulgar contra la chapa de la bandeja, los bordes de la chaqueta gastados por el roce de una barba tal vez mal afeitada, siempre tenaz y seguidora como las penas de la soledad.
– Hola -dijo el hombre cuando lo tuvo enfrente-. ¿Estás listo? Esta es la noche, Tony…
– No me digas Tony, te lo he dicho. Estás loco, Etchenique.
– Etchenaik, desde ahora. ¿Qué tal? -y señaló el piloto nuevo.
El mozo se apartó con gesto definitivo, teatral.
– Una ginebra doble, Tony… La última que vas a servir -dijo Etchenaik.
2. Lo que dura no sirve
El mozo se fue y tardó en regresar, retenido en el mostrador, luego en el baño. Cuando volvió dejó la ginebra junto a la mano de Etchenaik, que no levantó la mirada de los papeles. Escribía con letra menuda, hacía números.
– Sentate -dijo-. No vas a trabajar más.
– Estás loco… Seguro que te gastaste la jubilación en ese piloto -dijo el mozo con fastidio, falsamente escandalizado.
– Imagen, Tony… Acabo de verlo a Mitchum y es una caricatura. No hay como Bogart, Tony. Sólo Bogart.
– No me digas Tony.
– No seas pavo. En el fondo te gusta. ¿O preferís que te diga ché gallego o mozo o Toñito, como te decían en tu pueblo?
Antonio García se pasó la manga por la frente, apoyó el borde de la bandeja en la mesa, la hizo girar con la palma.
– Arístides dice que estás loco. Estuvo hace un rato ahí, en la mesa de los tangueros, con Expósito, Ferrer y todos ésos. Se rieron de vos… ¿Y sabes qué dice Arístides?
– Me dijiste: que estoy loco.
– Aparte de eso. Dice que ya lo ha leído.
– ¿Que ha leído qué cosa?
– Lo que pensás hacer.
– Lo que pensamos hacer.
El mozo se apartó desalentado pero a los dos pasos volvió:
– ¿Por qué han dicho que ya lo habían leído?
Etchenaik se sobó las patillas grises.
– Están llenos de literatura… -sonrió para sí-. Piensan en el Quijote, tal vez. Pero tendrían que leerlo de nuevo.
– No entiendo.
– Ellos tampoco. No te preocupes, Tony. -Etchenaik dejó de escribir y hacer números, levantó la mirada y lo encaró-. Vendí la casa de Flores y alquilé la oficina en el centro. Tengo guita para un año, tu sueldo incluido.
El gallego meneó la cabeza. No podía creer eso.
– ¿Vendiste la casa?
– Demasiadas habitaciones, demasiados recuerdos… ¿Para qué? Tené en cuenta que estoy solo, Tony.
El mozo miró por la ventana, habló mirando a través del cristal.
– ¿Y por qué me elegís a mí? -dijo en un hilo de voz.
Lorenzo Etchenique, jubilado clase 1912, viudo desde que se acordaba, no contestó en seguida. Esperó que el otro volviera manso, semientregado de la ventana.
– Porque estás solo también, Tony. Por eso.
García asintió desde el fondo de las cejas, levemente.
– No va a durar -dijo.
– Lo que dura demasiado no sirve. O se pudre o es aburrido o se convierte en costumbre. No sirve.
El veterano del piloto nuevo se empinó la ginebra, suspiró:
– Ahora salís y nos vamos juntos. Colgás la bandeja para siempre. En la oficina hay lugar para los dos. Así de simple: el doble de lo que te pagan estos turros.
El otro meneó la cabeza.
– Te crees que es fácil. Pero no para mí. Ni siquiera sé manejar un arma y…
– A vos te van a enterrar con la bandeja y la rejilla en las manos -interrumpió Etchenaik, ya parado junto a la mesa-. Creí que además de porteros y mozos había salido algún torero de su tierra, gallego amargo.
Y el mozo vio que le dejaba una propina lujosa para que le doliera verlo partir, salir sin darse vuelta por Montevideo.
3. Juntos en la madrugada