Cuando Etchenaik se fue Antonio García no pudo decir nada. Dejó inclusive el dinero sobre la mesa, el cubito languideciendo en el vaso final y partió a recoger los últimos pedidos de la madrugada. Después fue a la caja, hizo cuentas, comenzó a apagar algunas luces del fondo. A la una y veinticinco salió a la vereda de Corrientes, trabó la puerta y echó una última mirada a las mesas desiertas por la hora y la malaria. Recién entonces volvió al extremo del salón.
Recogió el vaso, y al tomar la guita húmeda vio el ángulo de una tarjeta entreverada entre los billetes. De un solo manotón brusco se metió todo en el bolsillo.
Cuando encendió las luces, mientras cerraba el ascensor, el hombre del impermeable vio las letras negras recién pintadas que resaltaban sobre el vidrio esmerilado, al fondo del pasillo: Etchenaik, Investigaciones Privadas.
Entró. Al dar la luz mortecina provocó un repentino desbande de cucarachas que se perdieron bajo el escritorio viejo, los sillones de cuero comprados de ocasión. Dejó el piloto y el sombrero en el perchero y abrió la ventana a la noche.
Las luces de la Avenida de Mayo llegaban hasta el viejo balcón del tercer piso con un resplandor de brasa que alargaba las sombras. Miró el reloj. Las dos de la mañana.
Se sentó en el escritorio y estuvo un rato manoseando el pisapapeles que no pisaba nada todavía, abriendo y cerrando el fichero sin fichas. Después sacó el revólver y la cajita de las balas del segundo cajón de la derecha. Lo cargó y descargó dos veces, lo envolvió en la gamuza y lo puso otra vez en su lugar. Pero en seguida volvió a sacarlo, se lo colocó en la cintura y anduvo por la oficina a trancos largos, desenfundando de golpe, hablando bajito. Volvió a guardarlo y miró el reloj. Las dos y veinte.
Se sacó los zapatos y los llevó al baño contiguo. Colgó el saco y la corbata en una percha detrás de la puerta, se lavó la cara sin mirarse al espejo, se secó vigorosamente y entró en la otra habitación.
Una mampara de madera separaba este cuarto de la oficina. Había dos camas, tres sillas y una pared llena de papeles y libros desordenados. Sobre una de las sillas, un velador. Etchenaik lo encendió y se recostó en una de las camas. Junto al velador había un viejo retrato de mujer y otro viejo retrato, pero de pibes sonrientes: una nena de trenzas, un chico engominado. Les hizo un guiño y sacó una botella de ginebra de abajo de la cama. Se la empinó y la apoyó a su lado como a un niño.
Después se puso a leer la sexta. Repasó lentamente las noticias policiales. Cada tanto hacía una marca con birome, subrayaba un nombre. En un momento dado se levantó, fue hasta la oficina y volvió con un bibliorato lleno de recortes. Confrontó un nombre, anotó algo, y volvió a la lectura.
Cuando comenzó a cabecear miró otra vez el reloj. Las tres menos cinco. En ese momento sonó el timbre del portero eléctrico y lo sobresaltó.
– ¿Quién es? -dijo sin gritar, la boca pegada al receptor.
– García -gritaron allá abajo.
– No conozco a nadie de ese nombre.
Hubo una pausa fastidiosa.
– Tony, hombre, Tony… -dijo la voz del otro lado.
– Eso quería oír -dijo Etchenaik-. Subí.
Y colgó como quien le pone la tapa a un pedazo de su vida.
4. «Trenzas»
La una menos siete. Mientras el sol caía a plomo sobre su rutina del primer sábado de diciembre, Etchenaik se apoyó en el árbol y anotó en su libretita alcahueta. Sabía que había sido un error agarrar aquel laburo de vigilancia pero no tenía ganas de reconocerlo. Además, era el primero. Porque no podía contar el caso del exhibicionista que el gallego abandonó «por principios», no se sabía cuáles.
La una. La una y dos minutos. Listo. Laburo terminado. Tenía hambre, transpiraba hasta por las uñas, los pies eran dos empanadas recién fritas. La fábrica de camisas «Montecarlo» de Monte-sano y Carlovich, en Munro, había estado bajo la experta vigilancia de Etchenaik Investigaciones Privadas durante tres cálidas y prolijas horas. Ya podía irse al carajo por hoy.
Al doblar la esquina comprobó que el sol se había corrido y recalentaba la chapa y los asientos de su viejo Plymouth, estacionado cautelosamente allí. Etchenaik se quitó el saco, suspiró desalentado y empujó el paragolpes con el pie hasta poner el carromato otra vez a la sombra.
Enfrente había un paredón que terminaba en una arcada pintada demasiadas veces y con un carteclass="underline" Club Social y Deportivo Defensores de Munro. El paredón estaba cubierto de nombres y dibujos que anunciaban ocho grandes bailes ocho para los lejanos carnavales del '69. Había un payaso con bonete, una chica de tetas desmesuradas dentro de los pedacitos de tela a lunares. El dibujo era malo y no le faltaban acotaciones y chanchadas. El tiempo había semiborrado los nombres de los artistas: La Charanga del Caribe, Donald y otros que no conocía. La puerta del club estaba abierta y ofrecía una húmeda penumbra. Etchenaik entró.
Sólo había dos mesas ocupadas. Cerca de la puerta, cuatro muchachos jugaban al truco como si remataran las cartas a los gritos. Había también un hombre solo en una mesa contra la pared, junto a la máquina pasadiscos. En el centro, el billar cubierto por un hule negro parecía un ataúd descomunal.
El hombre que masticaba algo indefinible con la boca abierta restregó la rejilla sobre el mármol del mostrador, delante de sus codos, y preguntó con un movimiento de cabeza.
– Un vino blanco, frío. Y soda también -dijo Etchenaik.
Mientras le traían la botella empezada y el sifón, sintió la frescura del piso de cemento, el rumor apagado de la heladera, el roce íntimo de las alpargatas del cantinero en la trastienda. Se estaba muy bien allí.
De pronto, en la mesa de los muchachos subió el tono. Hubo un real envido discutido y el desenlace en el truco. Los perdedores se levantaron en medio de una sonora pedorreta.
– Tres fichas, don Pocholo -dijo uno petiso y enrulado.
El patrón buscó en el cajón y se las alcanzó.
– A ver si pones algo bueno -dijo.
El pibe consultó el tablero y colocó la ficha. Se encendieron las luces y hubo un siseo de púa. La música no estalló sino que fue creciendo, un rumor que invadió de a poco la penumbra. Era un tango. La orquesta tenía el sonido rápido y lujoso del '40. Vino una cascada de violines, el floreo del piano y después:
«Trenzas, seda dulce de tus trenzas, luna en sombra de tu piel y de tu ausencia…»
– Este es Triarte con Caló -pensó Etchenaik con la copa detenida en el aire-. Aunque podría ser, también…
Hubo un ruido seco y la música se desinfló como herida mientras se apagaban los colores. El hombre, con el cable arrancado en la mano, los miraba morir…
5. Un viento seco, minucioso
El cantinero salió de atrás del mostrador y caminó hacia el hombre que permanecía junto al aparato como después de un duelo clásico, una victoria sin gloria contra algo suyo.
– ¿Por qué hiciste eso, Marcial? -dijo desalentado. Y no era una pregunta.
El otro no contestó. Dio media vuelta, volvió a su lugar y se empinó el resto del vino.
En la puerta se oían las risotadas de los muchachos pero él permanecía ajeno a la burla o al reproche. Sólo se dejaba estar frente al vaso vacío y nada más. Ni un gesto.
Etchenaik se acercó y se sentó frente a él.
– Permiso.
Marcial no levantó la mirada ni contestó. El cantinero discutía afuera con los muchachos, se quejaba.
– Tardé en reconocerlo… -dijo Etchenaik-. Usted es Marcial Díaz. Y la grabación es con Maderna; será del '49…
El otro no se movió.