Pero la chica de los buenos modales no dijo nada más. Un rodillazo en la zona de las nalgas la desplazó elegantemente dos metros por el pasillo hacia la barra… El propietario de la rodilla la atrapó dulcemente por la cintura, le susurró algo al oído con los dientes apretados y por encima del hombro echó una mirada a la mesa como si quisiera disolver las botellas.
– ¿Qué pasó? -preguntó el gallego.
– La chica dice que Alfredo nos necesita, pero el ropero cree que no.
– ¿Y quién es Alfredo?
– ¿Qué carajo sé yo quién es Alfredo? -dijo Etchenaik fastidiado.
El gallego pinchó un raviol frío y notó que la mano le temblaba.
10. Un tal Alfredo Duggan
El grandote y la chica que había pasado el hermético mensaje se acodaron a la barra. Ella miraba fijamente el escenario mientras él le acariciaba el oído con frases llenas de dientes.
– Tony, dejá de comer. Esto se pone interesante -dijo Etchenaik.
Con un levísimo movimiento, el veterano le señaló a dos mastodontes que, hombro con hombro, prácticamente ocultaban la puerta del local. Tenían las manos sepultadas en los bolsillos que abultaban como si estuvieran llenos de nueces o de chocolatines.
Cuando Hilda Sanders se quebró en la reverencia final, el público tiró al aire algunos aplausos y la grandota de la primera mesa se paró para darle un beso que la hizo tambalear en una pirueta fuera de programa. Pero los tipos de la puerta no soltaron los chocolatines para aplaudir. Junto a ellos, en la mesa de los hombres de la droga, las botellas de sidra habían quedado enfiladas y solas como palos de bowling.
En eso desapareció la flaca y se hizo una repentina oscuridad. Etchenaik volvió la mirada al escenario y un rayo de luz encontró a Sergio del Rey más sonriente que antes.
– Y ahora, estimado público, el ritmo y la alegría del Trópico, la ternura romántica del bolero en las voces y la personalidad de… ¡Lossss Pargasssss!…
El haz de luz se desplazó hacia la derecha, pero no había nadie allí. El haz fue y volvió, al fin se detuvo en la cortina que temblaba como si forcejearan detrás. De pronto una mano decidida la apartó y el hombre gordo con reluciente peinada a la gomina en el evidente entretejido, smoking negro y moñito rojo, saltó al escenario. Sonrió cruzando la guitarra frente al pecho en un leve saludo y sonaron tímidos aplausos.
Sergio del Rey titubeó. Luego de un momento recompuso la voz y trató de emparchar aquello con la mayor naturalidad:
– Sí, amigos… Es la voz y el sentir de Buenos Aires en la presencia estelar deee… ¡Alfredo Duggan y las Guitarras Argentinas!…
Tony García frunció la cara.
– ¿Pero éste no es?…
– Sí, gallego -dijo Etchenaik empinándose el vaso-. Alfredo Duggan es Marcial. Lo que no veo son las Guitarras Argentinas.
Y no aparecieron hasta bien avanzado el punteo introductorio de «Mano a mano». Pero no entraron corriendo la cortina sino que se levantaron de una mesa lateral con bastante ruido de sillas y subieron desmañadamente al escenario sin ocultar su perplejidad. Recién se acoplaron por la mitad, cuando Marcial decía con soltura aquello de «los morlacos del otario los tiras a la marchanta». Puntearon juntos, rítmicos, y lo sostuvieron con acordes vigorosos hasta el final que el cantor remató débil, a punta de oficio pero sin ganas, como si estuviera allí cantando para parientes cargosos en una fiesta familiar.
Hubo aplausos salteados y sólo la enorme rubia volvió a pararse para pedir a gritos «Adiós muchachos» como si en eso se le fuera la vida.
Pero Alfredo Duggan parecía tener otros planes para esa noche:
– Si el estimado público me lo permite, quiero dedicar este próximo tango a un entrañable amigo que sé que está presente y sabrá comprender el valor de esta pequeña ofrenda musical…
Miró de un modo extraño a la concurrencia, realizó unos simples rasgueos y luego comenzó, destemplado:
«Yo te evoco, perdido en la vida…»
Los guitarreros se miraron desconcertados. Nadie entendía nada. Etchenaik tampoco.
11. «Café de los Angelitos»
Luego de algunos compases, las Guitarras Argentinas intentaron acordes que sonaron a destiempo, dislocados de aquella vaga melodía que proponía el cantor que se iba solo, anárquico y apasionado por la letra de Cátulo Castillo.
«…junto a un viejo recuerdo que fumo / y esta negra porción de café».
Marcial recorrió con extraño énfasis las estrofas de la primera parte mientras las gotitas de sudor brillaban en su cara, descendían impiadosamente del entretejido. Etchenaik recordó a ese mismo hombre dos meses atrás, acodado a una mesa como a un puente del que iba a tirarse, decidido a no «andar dando pena» en Grandes Valores… ¿Y ahora?
Ahora, nada… El cantor redobló su voz, firme y decidido cuando encaró el tierno estribillo, evocativo de un tiempo que ese puñado de turistas desconocía tanto como el paleozoico o la Rusia imperiaclass="underline"
«Café de los angeliiiiitos… / Bar de Gabino y Casaux / yo te aturdí con mis gritos / en los tiempos de Carlitos / por Rivadavia y Rincoooon».
Marcial se quedó en la nota larga, la mirada clavada en los jamones que pendían del techo, totalmente jugado.
«¿Tras de qué sueños volaron? / ¿por qué calles andarán»…
Y remató el estribillo vigorosamente. Tanto, que pese a la anarquía que había sobre el escenario, la gente aplaudió con ganas y algún animal golpeteó la botella entre chistidos.
Etchenaik sintió que Tony lo codeaba vigorosamente.
– ¿Qué pasa?
El gallego le señaló la barra, el espacio vacío donde hasta hacía un instante había estado la muchacha amiga de Marcial.
– El urso se la llevó de prepo. Salieron por allá, por la puerta de atrás del mostrador -dijo Tony.
Pero Etchenaik no pudo prestarle demasiada atención. Luego de un rápido bordoneo, una introducción a la segunda que dejó a los guitarreros pagando una vez más, el cantor se tiró de nuevo a la pileta, borroneó una estrofa y se arriesgó a un gallo imperdonable:
«…Betinoti, temblando la vo-oo-oooz».
Hubo risas, algún aplauso irónico y el fervor inquebrantable de Marcial por seguir aquello, cerrando los ojos como para tomar un remedio difícil de soportar.
Entre reiteraciones de letra fue llegando otra vez al estribillo y ahí su voz se esmeró en redondear enfáticamente las palabras:
«Café de los Angelitos… / Bar de Gabino y Casaux; / yo te aturdí con mis gritos / en los tiempos de Carlitos / por Rivadavia…»
Fueron dos sonidos breves y secos. «Como un corcho de sidra que golpeara el techo», diría después el gallego que los oyó ahí, casi junto a él en la barra. Dos sonidos secos y en seguida un grito. Porque de pronto el muñeco de nieve se irguió allá adelante, giró en el centro del gran chorro de luz con los ojos desmesuradamente abiertos, dijo algo -un ruego, una puteada en dinamarqués o en lo que fuera- y se desplomó sobre la tarima con dos grandes manchones de sangre en medio de la espalda.
Hubo gritos y corridas. Etchenaik se puso de pie de un salto y alcanzó a ver que Alfredo Duggan ya no estaba en el escenario. Sólo las Guitarras Argentinas retrocedían mal guarecidas tras sus instrumentos.
– Gallego -dijo volviéndose.
Pero él tampoco estaba en la silla. Los pies, los zapatos con mediasuela de Tony García tendido junto a la mesa fue lo último que alcanzó a ver antes de que alguien le tirara el Obelisco encima.