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Le hacía acordar y le hacía doler todavía, sin embargo se sentía tan golpeado que casi podía recordar los golpes que vendrían. Su miedo era el recuerdo del dolor futuro. Eso.

– Te explico: vamos a la quinta, limpiamos las malezas, quemamos la basura, dejamos todo limpio, prolijo, y sin huellas. Después nos vamos por ahí, armamos una buena escena, metemos unos tiritos justos, tal vez quememos un auto y a las… -miró el reloj-. Antes de las diez estamos en casa. Vos no, claro. Vos te quedás.

– Son unos chapuceros. Seguro que el Bolita los caga a los dos.

– No creas.

Claro que no creía.

– Para acá.

El chófer obedeció con excesivo celo y el Torino se quejó. Hubo ruido de gomas y una aproximación al pasto. Pararon.

– Date vuelta que te desato -dijo Berardi.

Etchenaik supo que mentía pero no le importó. Ni curiosidad tenía ya.

– Cuidado el tapizado -dijo al girar, ofrecerle la espalda, las manos atadas; el culo, en realidad.

En ese pensamiento estaba cuando lo borró el golpe.

150. El cadáver en el umbral

Con el ruido de las puertas recuperó primero los dolores, luego la noción del cuerpo torcido, encajado como un tornillo. La cabeza era una campana golpeada por palos y piedras; los brazos, adormecidos por la presión, con las manos adheridas a los codos, en la espalda. En esa posición no reconoció el lugar en seguida, pero vio la semiclaridad de la ventanilla sobre su cabeza invertida y supo que había avanzado mucho el atardecer, que las voces brotaban rápidas a su alrededor como si fuera un pájaro con la jaula abierta con una manta en el patio de una casa incendiada.

– Vos para allá, movete -y era la voz de Berardi.

– ¿Qué vas a hacer? -y era el doctor Huergo.

Etchenaik no retuvo la respuesta. Oyó las pisadas que se iban y después nada más. Sólo algún pájaro. Recién se dio cuenta de que estaba amordazado. Acaso con la corbata de don Mariano. Sintió, con la lengua contraída, la textura áspera, a la moda; se recordó amordazándolo él, displicente, ganador, atándolo a la pata de la mesa; recordó las caras en el momento de apagar la luz de aquel living lujoso y devastado. Cerró los ojos. Instintivamente se quiso mover. No pudo. Estaba boca abajo y no podía sacar el torso del hueco que quedaba entre los dos asientos. Entonces estiró la pierna derecha y empezó a barrer, de arriba a abajo y de abajo a arriba, la puerta opuesta. Sentía que golpeaba contra las manijas y empujaba con el otro taco. Así estuvo un minuto o diez o más. En un momento dado se descontroló y comenzó a agitar los pies hasta que un talón se trabó y tiró para arriba y golpeó con el otro pie hacía atrás y algo cedía al fin.

Sintió el aire fresco subirle tobillos arriba y mordiendo la corbata se encogió como un gusano para arrastrarse hacia atrás. Con la cara pegada al piso consiguió sacar las piernas por la puerta abierta, los huevos aplastados contra el borde hasta quedar arrodillado en la blandura de un césped ralo y húmedo. Se incorporó, abrió las piernas, agitó la cabeza y apoyó el pecho contra el auto.

Por encima del Torino, entre los árboles, vio la casa que no había sabido suponer, el lugar que no había podido imaginar. El auto estaba a un costado del callejón que moría en la puerta blanca, abierta, flanqueada por los ligustros negros en la luz del atardecer. Trescientos metros más allá estaban las primeras luces, tal vez el asfalto. En la esquina, un poste indicador con dos maderitas en ángulo recto confirmaba los arbolitos que no le habían dejado ver el bosque: Álamos y Abedules.

Etchenaik vio, en esa dirección que no había sabido descifrar, en la sensación de los brazos atados a su espalda, la dimensión de toda su estupidez, el grado de la impotencia que lo había llevado hasta ahí, el barro al que volvería bíblica y estúpidamente con algunos balazos entre pecho y espalda y por boludo.

Apoyó la frente contra el frío techo del auto. Quedó así un instante. Después se dio vuelta y raspó las ligaduras contra las manijas, contra el borde de la puerta. Miró hacia las luces, después hacia la casa. Oscurecía rápidamente y ahora eran sólo dos o tres manchones claros entre los árboles. Intentó otra vez con los brazos entumecidos, sentado en el suelo, contra el filo del paragolpes. Fracasó. Entonces se paró y penosamente comenzó a moverse.

Tropezó y estuvo a punto de caer pero se decidió y con dos saltos estuvo en medio del camino. Se equilibró y con cuidado comenzó la marcha hacia la casa. Atravesó el portón abierto y entró en un sendero de piedras desparejas. Pero ahí los vio. Parados frente a la casa, con las piernas abiertas y separados como si cubrieran una línea de fuego, Berardi y el doctor Huergo vociferaban hacia las ventanas que tiraban parches amarillos de luz sobre una galería de madera:

– Fredy… Fredy, contesta.

Hubo una pausa breve y de pronto se abrió la puerta. La figura ominosa de Sanjurjo se enmarcó en la luz con la misma arma que Etchenaik conocía entre manos. Dio un paso al costado, salió del cono de luz, se perfiló como haciéndoles lugar:

– Por fin -dijo-. Era hora que…

Hubo un disparo. Y Etchenaik vio agitarse al Bolita, vacilar y caer de boca sobre su propia ametralladora, que hizo un ruido infernal al golpear contra la madera del piso. Quedó quieto. El clásico cadáver en el umbral.

151. A los gritos

Se hizo un silencio teatral, de fin de acto. Apenas puteadas sordas, rumores apresurados de Berardi y el Dr. Huergo que arrugaban sus trajes en un cuerpo a tierra fuera de programa. Pero después, ni los pájaros. Pasó un minuto. Otro.

Entonces hubo un quejido. Como de agua que corriera, de saliva atragantada, de sangre amontonada y ruidosa. El Bolita se despedía a borbotones.

– ¿Quién fue? ¡Hijos de puta! -gritó una voz desde adentro, aflautada por el esfuerzo.

Después fue la patada furtiva y el portazo que hizo temblar la galería, le dejó todo el pasto en penumbras al atardecer.

– No fuimos nosotros, Cebita… Alguien tiró -argumentó Berardi también a los gritos.

– ¡Ustedes tiraron, hijos de puta!

– No, boludo… ¡no!

Con la cara contra un eucaliptus, Etchenaik sintió que eran pibes acusándose, tirándose culpas en voz alta ante él, señalándose con el dedo.

– Párense para que los vea -insinuó el Cebita.

– No entendés: nos van a balear como a Freddy, boludo -se obstinó el industrial.

En ese momento un auto arrancó en el callejón, detrás de la arboleda que flanqueaba la casa, y la sombra rápida se deslizó entre la hilera de pinos hacia el camino.

– ¡Esos fueron! ¡Esos!

Y se incorporaron de apuro, tirando contra los árboles, al voleo, sin esperanzas ya, mientras el auto doblaba y se llevaba el rumor de la aceleración junto con la nube de polvo que blanqueaba la esquina de Álamos y Abedules.

Quedaron los tres con las armas en la mano, inmóviles en el medio del parque sobre el césped parejo, como jugadores durante el minuto de silencio por la muerte de un dirigente antiguo o fundador.

– Vamos adentro -ordenó Berardi y volvió hacia la casa.

Pero Cebita no lo oía. Estaba arrodillado junto al caído, lo llamaba con fuerza y sin esperanza.

– Está muerto -dijo, ahora sin gritar.

Berardi y Huergo habían pasado sobre el cuerpo sin esperar novedades, llamados por la luz, por ruidos de sillas, por la sospecha de que todo podía derrumbarse, desatarse, terminar todavía peor. Y había nuevos gritos ahora.

– Está muerto -repitió el Cebita en lo suyo y Etchenaik lo vio levantar la metra del suelo, entrar en la luz y sumarse a los gritos.

– ¿Cómo es esto, eh? ¿Cómo es? -y lloraba.

– Deja ese fierro, vos… Ya viste qué pasó.

– ¿Están contentos ahora, no? -insistía como borracho.

– No pibe -y era la voz del abogado-. Largá eso.

– No. Y van a…

El primer disparo fue alto, porque el Cebita se llevó la mano al hombro o al cuello. El segundo lo agarró encogido y lo tiró de culo contra Fredy Sanjurjo o sus restos mortales. «Calibre nueve» pensó, calculó Etchenaik.

– ¿Qué hiciste? -se asombró el abogado.

– Iba a tirar, Mariano. Ahora ya está. Asegurate.

El Dr. Huergo salió y se aseguró.

– Está listo. Hay que esconderlos.

– Dejá. Mejor tráemelo a Vicente.

Cuando Huergo volvió a entrar hubo otra vez ruidos de puertas, nuevos estallidos de gritos y un arrastrar de muebles. El veterano no conseguía soltar sus brazos, los estruendos lo llamaban como las bombas de la plaza de su pueblo en días de fiestas, pero se sentía impotente allí, a diez metros de la puerta y sin posibilidad de nada sino escuchar.

– ¡¡No!! ¡A mí no!

Era Vicentito o lo que la voz de Vicente pedía. Etchenaik se decidió.