– ¿Cómo es esto, eh? ¿Cómo es? -y lloraba.
– Deja ese fierro, vos… Ya viste qué pasó.
– ¿Están contentos ahora, no? -insistía como borracho.
– No pibe -y era la voz del abogado-. Largá eso.
– No. Y van a…
El primer disparo fue alto, porque el Cebita se llevó la mano al hombro o al cuello. El segundo lo agarró encogido y lo tiró de culo contra Fredy Sanjurjo o sus restos mortales. «Calibre nueve» pensó, calculó Etchenaik.
– ¿Qué hiciste? -se asombró el abogado.
– Iba a tirar, Mariano. Ahora ya está. Asegurate.
El Dr. Huergo salió y se aseguró.
– Está listo. Hay que esconderlos.
– Dejá. Mejor tráemelo a Vicente.
Cuando Huergo volvió a entrar hubo otra vez ruidos de puertas, nuevos estallidos de gritos y un arrastrar de muebles. El veterano no conseguía soltar sus brazos, los estruendos lo llamaban como las bombas de la plaza de su pueblo en días de fiestas, pero se sentía impotente allí, a diez metros de la puerta y sin posibilidad de nada sino escuchar.
– ¡¡No!! ¡A mí no!
Era Vicentito o lo que la voz de Vicente pedía. Etchenaik se decidió.
152. El cuchillo
En dos saltos estuvo en la galería y mientras los alaridos crecían pensó que no había mucho que elegir. Subió los escalones, pasó junto a los cadáveres acumulados y se tiró contra la puerta entornada.
Entró enceguecido como un toro al ruedo, tan regalado como él. Volteó una silla con el impulso y fue a dar contra una mesa, arrastrándola sobre el piso de ladrillos. En un relámpago ubicó a Berardi cerca de la pared de la derecha, el revólver en mano, el cuerpo extrañamente relajado, la mirada apenas de fastidio del actor que es interrumpido por asistentes tardíos o ruidosos.
– ¿Qué hace? -dijo el gordo.
Etchenaik vio a Vicente del otro lado de la mesa. Tenía los ojos como dos soles y un cuchillo en la mano. Sintió en ese momento sobre el hombro la presión de una mano que intentaba retenerlo. Con el mismo impulso con que se revolvió para soltarse se arrojó hacia adelante. Berardi retrocedió pero no pudo evitar que le clavase la cabeza en el estómago. Etchenaik trató de rehacerse para aplastarlo contra la pared pero el gordo se lo sacó de encima con el brazo y lo tiró de costado.
– Se acabó -dijo sin odio ya, y le apuntó a la cabeza.
El veterano cerró los ojos y trató de rodar, pensó vagamente en llegar bajo la mesa.
Pero sonó el disparo y simultáneamente un ronquido feroz. Abrió los ojos. Berardi vacilaba como borracho con la boca abierta y prolongando un alarido sordo, un gravísimo aullido, arrodillado, revoloteando los brazos. De pronto el ronquido cesó y el gordo se fue para adelante, suelto como un pesado títere de carne, sobre él. Etchenaik lo pateó como a un bicho sucio y al quedar de costado vio el cuchillo que sobresalía, oblicuo, clavado en el medio de la espalda hasta el mango.
Hubo un grito y la puerta se golpeó para volver a abrirse de rebote. Siguieron los gritos en el parque y al momento entraba don Mariano, de espaldas, empujado por el revólver y los ojos fijos de Tony García.
– Pibe -dijo el gallego-. ¿Qué pasa, pibe?
– Lo maté -dijo Vicentito que estaba quieto y había retrocedido hasta el centro de la habitación, con la luz plena sobre la cabeza-. Lo maté con el cuchillo…
Tony se inclinó por encima de la mesa, vio el cadáver e hizo un gesto de asco.
– Hagggss -pidió el veterano como pudo.
El gallego le cacheteó la mejilla sin ocuparse por ahora de él.
– Hola -dijo-. Esperá un cachito.
Pero cuando giró ya el abogado había reaccionado y se zambullía desesperado por la puerta hacia el parque a oscuras.
– Gggfffttt -se desesperó Etchenaik pidiéndole que le tirara sin asco. Pero no. El gallego volvió junto a él.
– Vos no toqués nada, pibe -recomendó al pasar.
Se arrodilló con cuidado de no apoyar las manos y desamordazó a Etchenaik. Lo ayudó a pararse y cortó con una sevillana las ligaduras de los brazos.
– Vamos, ya está. Hay que rajar ahora -programó.
El veterano estaba como atontado y no decía nada, no preguntaba nada, aceptaba que una vez más Tony cayera como del cielo a la hora de los tiros, le explicara que todo era un sueño o poco menos. Miró al pibe, quieto en el sillón; después al gallego como si no lo conociera y tambaleándose llegó hasta la puerta. Dio dos pasos, se apoyó en la baranda y después de un momento se quebró en una arcada brutal.
Volvió al rato, con la frente mojada de sudor frío pero los gestos tranquilos.
– Terminemos, Tony -dijo cerrando la puerta-. Terminemos de una vez.
153. Barrido y limpieza
El Cebita tenía medias azules deportivas, zapatillas Topper blancas y bastante sucias. Fredy Sanjurjo, zapatos de cuero brillante y quebradizo, zoquetes con rombos y tres colores. Al levantar los cuerpos, a Tony le tocaba la parte de los pies que era la más liviana; Etchenaik los calzaba bajo los brazos y entraban apurados, alentándose, una mudanza macabra y breve que terminaba cinco metros más allá, en medio del living.
– Hay que demorar el descubrimiento de todo esto -había fundamentado el veterano-. Que se sepa cuando nosotros queramos.
– Eso. Y no hay que dejar huellas, marcas.
Vicente los miraba pero no esperaba nada. Sólo hizo un gesto cuando Etchenaik se inclinó sobre el cadáver de Berardi y limpió las huellas del cuchillo que le crecía en medio de la espalda. Pero el veterano se arrepintió y con un tirón firme lo sacó de su lugar y lo llevó a la cocina. Hubo ruido de agua. Vicente se acercó.
– ¿Qué hace?
– Lavo y guardo.
– Yo voy a ir a la policía -explicó el pibe como para que nadie perdiera tiempo.
– Está bien -dijo Etchenaik de espaldas mirando al piso-. Como quieras.
Giró violentamente y el puñetazo reventó contra la mandíbula de Vicente, lo sacó de la cocina sin un quejido. Quedó quieto.
– ¿Qué hiciste? -ahora era el gallego el preguntón.
– Me salvó la vida. Berardi me iba a liquidar cuando le clavó el cuchillo. No voy a dejar que se regale.
– No me lo regales a mí. Te conozco -sospechó Tony.
Etchenaik sintió que el ambiente ya era una asamblea de muertos y desmayados. Había que despejar; el espacio y las ideas.
– Ahora podemos hablar. Explícame cómo hiciste para encontrar el lugar.
– Fue mi vieja. Cuando escuchó Álamos y Abedules dijo: «Yo tenía una prima en la calle Paraísos, en Moreno». Ahí nos dimos cuenta qué podía ser.
– ¿Y el FA del comienzo?
– No es el principio de nada ni las iniciales de Fuerzas Armadas. Estamos en Francisco Álvarez, viejo. El pibe puso las iniciales. Buscamos en la Guía Filcar y no bien localizamos el lugar, me vine. Dejé el auto a una cuadra y me aposté…
– Bien… -dijo el veterano mientras limpiaba todo, borraba con un pañuelo los bordes de la mesa, el picaporte, juntaba las armas, se llenaba los bolsillos con ellas-. ¿Quién fue?
– ¿Cómo quién fue?
– Los que mataron a Fredy ¿los viste?
Tony García miró al Gran Bolita que se desangraba tibiamente como esperando que fuera él quien contestase.
– No. Vi lo mismo que vos, creo. Cuando llegó el Torino no me había empezado a mover, así que esperé que se bajaran y me coloqué entre los árboles. Me quedé en el molde hasta que te vi pasar como un loco… Los del auto deben haber sido de la pesada. Son los únicos que están en la cosa, que tenían motivos.
– Creo que no. -En realidad, Etchenaik no creía. Sabía-. Era una sola persona y con poco poder de fuego. Si hubieran sido ellos hubieran intentado otra cosa. Fue como un mosquito: picó y se fue.