El pibe asintió.
Etchenaik se levantó para recoger el diario, que había quedado en el bolsillo de su saco, en el otro extremo de la habitación. Recién ahí prestó atención a un cuadro grande y viejo que alguna mano familiar perpetrara para mayor gloria de un Vesubio en apasionada erupción, con el cielo lleno de humo, nubes rosa y rayos transversales. Esplendor itálico en una casa gallega.
– Leé -dijo extendiéndole el matutino convenientemente doblado.
Dejó que Vicente recorriera el artículo.
– ¿Vos no sabías nada de eso?
El chico no levantaba la cabeza. De pronto la agitó negativamente.
– La mano viene así -gesticuló el veterano frente a él-. Tu viejo sabía en qué andabas vos, en la pesada, y no lo calentaba demasiado. Pero cuando se le dio esta posibilidad de agarrar bien arriba, te empezó a buscar.
Vicente se irguió, pidió, con gestos, la palabra.
156. Hacelo por la vieja
Los dos tirones le dejaron la boca libre y enrojecida, revelaron la marca contigua, el puñetazo con que Etchenaik lo había sacado por unas horas de la historia.
– Voy a ir a la policía -se repitió Vicente.
– Otra vez con eso… No te dejo. Además, no creo que tengas mucho que decir porque nadie te va a creer. Es al pedo.
– ¿Por qué?.
– Porque ni sabes dónde está el cadáver, no hay huellas, no podés explicar cómo llegaste hasta allá, hasta acá… Nada.
– No. Diga por qué lo hace.
El veterano le tocó la cabeza, le dio un golpecito.
– Vos me salvaste, cuando tu viejo…
– No es mi viejo. No era.
Etchenaik y el gallego se miraron, se entendieron sin un gesto.
– Hace mucho que lo sé.
– Por eso te fuiste de tu casa.
El pibe hizo un gesto amplio, se encogió de hombros, sumó razones.
– Pero ellos no sabían que vos sabías.
– No, claro. Me enteré por otro lado.
– ¿Quién te lo dijo?
– No importa eso. Fue un cambio de información, confidencias.
– Tu tío Mariano.
La boca le dolía y la sonrisa fue dolorosa en todos los sentidos.
– No, ése no. Fue alguien cercano a mi viejo.
– ¿Quién?
El pibe se endureció, no entendía esa presión.
– ¿Qué carajo importa eso?
– A tu tío y a tu madre sí que les importaba, porque…
La cara de Vicente se puso rígida, un poco más.
– Mi madre no tuvo nada que ver -dijo despacio.
– Está bien. Pero don Mariano y ella querían…
– ¡Nada que ver, hijo de puta! -gritó Vicente y se abalanzó sobre Etchenaik-. ¡Es mentira!
Tony le cruzó el brazo desde atrás bajo la barbilla y lo inmovilizó cuando el veterano no atinaba a defenderse y había quedado quieto, con el cuello ladeado y flojo.
– Hijo de puta, mi vieja no… -rezaba casi, bajito, el pibe.
– Quedate quieto -dijo el gallego junto a su cara-. Quedate quieto y no te enojes. Escuchá, salame.
– Mirá -y el veterano fue separando suavemente el brazo de Tony-. Lo que yo sé es que vos estabas en el medio y ellos tironeaban. Al final tu tío Mariano se juntó con tu viejo. Ninguno de los dos valen que vos confieses ni te ensucies. Es un asqueroso asunto de drogas que viene de antes que vos nacieras, pibe. Hacelo por tu vieja, quedate en el molde.
– ¿Quién mató a Sanjurjo?
– No sé. De un auto, lo balearon y huyeron. No fue Berardi.
– Otro hijo de puta menos.
– ¿Lo conocías?
– De casa. Venía a veces. Era amigo de la familia de mi vieja. Yo sabía que andaba en algo raro. Lo de la droga me enteré por Cora y los compañeros: decían que era un capo. Pensaron que yo podría ayudar en algo. La idea era apretarlo y sacarle guita.
Etchenaik pensó en alguien que perdiera dos padres en una noche, que sobreviviera a esa noche con un crimen entre manos, que tuviera que afrontar un amanecer con culpa e incertidumbres. Que sólo tuviera el odio para reconocerse. Había que echarle un cabo, señalar con el dedo en alguna dirección.
– No vas a poder volver con tu gente, Vicente. Está todo revuelto, los lugares quemados. Cora está en cana.
– ¿Cómo sabe?
– Sé que está bien -mintió sin asco, con cara de hereje-. Borrate, acompañala a tu vieja, que…
– Me usaban.
– ¿Quién te usaba?
– Los compañeros, Cora incluida… ¿Yo no sería un rehén? Más que un militante, digo -y no era una pregunta de hacer así, sin que se le moviera un pelo.
– No creo -defendió Etchenaik al bulto, como quien da razones para levantarse cada día, explica el sol-. No seas escéptico.
Vicente lo miró y Etchenaik tuvo que bajar los ojos.
157. Descanso de la compañía
Eran las seis y media de la mañana cuando Etchenaik colgó el teléfono. Del otro lado quedaban silencio y estupores, una oscura incredulidad que no podía entender ese negocio en el que quién ganaba.
– Usted cállese, señora. Y yo también -fueron las últimas palabras del veterano.
Volvió al living del Vesubio en el que Vicente desayunaba té con criollitas y la mañana empujaba, blanca y calurosa, contra el empeñoso crochet de doña Alcira.
– Te vas cuando quieras. Tu vieja te espera. No sabe nada. Ya te dijimos la versión que te conviene -explicó expeditivo.
El pibe se sacó las miguitas del pantalón y preguntó por el baño. Tony vacilaba, tenía el revólver cerca de la derecha.
– Anda. La segunda puerta a la izquierda -dijo Etchenaik.
Vicente salió bajo la mirada desconfiada del gallego.
– No va a hacer nada; tranquilo. Además, le puse un sedante para caballos en el té. Creo que se va a ir a la casa. Si no, que se joda.
– Sí, que se joda -casi deseó Tony, que no se convencía de ese empujón compulsivo a los brazos maternales.
– No te olvides de los tacos en el barro. ¿Le dijiste?
– Eh… mujeres. Madres, siempre madres. Está lleno de madres, gallego. Hay más madres que minas.
– Pero…
Pero el pibe volvió. Le dieron sus cosas. Se dispuso a partir. Verificó itinerario.
– Volvete en el colectivo 86 hasta Congreso -precisó el veterano-. Cuando uno está como vos, lo mejor es comprobar que la gente sigue igual, que el día no es diferente a otros, que en el fondo nada ha cambiado. El taxi tiene algo de irreal, de tiempo falso. Dedicate a mirar la gente, pibe.
Lo único que le faltaba era «la vida merece vivirse» pero le pareció una obscenidad. Optó por ponerse de pie, acompañarlo hasta la puerta.
– En el fondo no entiendo por qué hace todo esto… -empezó Vicente deslizándose hacia el lugar común.
Todo lo que seguía eran frases de fin de capítulo y Etchenaik sentía que todavía faltaba. Así que lo empujó suavemente y cerró el portón como quien dice o hace basta por hoy, decreta el descanso de la compañía.
Pero tuvo que ultimar trámites. Tony soportó con mala cara la privacidad de su larga conversación con Macías, más parecida a la negociación de Yalta que a un contacto matinal con novedades policiales y de las otras.
– La media inglesa -dijo Etchenaik al volver al patio-. Es negocio: dos puntos de local y uno de visitante…
– ¿El Negro? -y Tony señaló la habitación contigua, donde Sayago reposaba como si lo hubieran noqueado una vez más-. ¿Negociaste al Negro?
Etchenaik le amagó un derechazo amistoso.
– Nunca, nunca. Todo quedó increíblemente prolijo, gallego. Ahora, como dicen los médicos al cerrar la puerta en las películas, sólo nos queda esperar. Y tengo unas ganas bárbaras de sentarme a esperar.