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Y esperaron. El veterano durmió como quien salda una deuda, se levantó para almorzar, se bañó y volvió a la cama. Lo despertó doña Alcira con el mate y la quinta.

– Venga. Está tan lindo en el patio.

– Voy.

La Razón había desparramado las cuestiones desde la primera plana a los confines de las policiales. Pero estaba todo. El asesinato del frustrado Secretario de Industria ocupaba cuatro columnas con foto del Torino, el basural, un comisario que no era Macías haciendo declaraciones a la prensa. Todo bajo el título «Industrial asesinado». No había ni siquiera hipótesis, pero se reproducía el retrato de Berardi, se recordaba su inminente designación.

Sanjurjo y el Cebita asomaban recién en la 37 al pie, no había fotos y todavía la cuestión no tenía olor a droga.

158. Gracias

Por tercera vez, el gallego se empinó para apoyar el cuadro en la pared. Ahora, junto al archivo, cerca del almanaque.

– No -dijo Etchenaik-. Ahí tampoco va.

La dama de la ventana no lucía como en el living paquete del abogado Huergo. La oficina maltratada y vieja la rechazaba como una presencia demasiado altiva, desdeñosa de la compañía de los percheros, una mesita maleadora, una lámina de Medrano con tangueros del cuarenta. Nada que hacer allí.

– Queda bien -insistió Tony semiacalambrado.

– Vamos a venderlo. Ese cuadro debe valer sus buenos mangos.

Sin embargo no era la decoración, los negocios o la perspectiva de hacerse unos pesos el tema que flotaba en la mañana del martes entre el personal de Etchenaik Investigaciones Privadas. El veterano rondaba el teléfono como si lo estuviera cuidando y le había dado el cuadro a Tony para tenerlo ocupado, para que no le preguntara por qué, con un día de descanso a sus espaldas y el caso resuelto, seguía como si nada. Como siempre, bah.

– ¿Qué esperás? -dijo el gallego dejando el cuadro boca abajo sobre el escritorio.

– La carroza.

Antigüedades. Coartadas. Frases hechas, estrategias al pedo. Tony renunció a sacarle algo más, no intentó alegrarlo con la lectura de Clarín que ya habían compartido, los detalles cada vez más prolijos y coincidentes que iban armando el falso rompecabezas de culpas y responsabilidades generado por tres cadáveres, algunos tiros y distintas armas en la noche del domingo. Ya había saltado la droga en el caso de la quinta. Ya Berardi estaba a punto de ser un mártir de la violencia política. Todo bien. Es decir, todo mal. Como debía ser.

Pero Etchenaik pareció salir de la cueva o el país donde andaba. Sintió que el gallego no merecía sus evasivas, que era justo y reiterado acreedor de su confianza, de su vida, sin ir más lejos.

– Vamos, te invito a morfar a El Globo. Basta de miseria. Tengo que levantar varios muertos con vos, gallego. Han sido demasiadas cosas y me porté como el carajo. Me salvaste, me ayudaste en la mala, le invadimos la casa a tu vieja… ¿Cómo dejaste al Negro?

– Bien. Ya anda parado.

Ellos también se pararon.

– ¿Vamos?… Hay un programa: Gambas al ajillo para dos.

En ese momento golpearon los vidrios de la puerta. Tres golpes firmes. Se miraron.

– ¡Qué lástima! -dijo Etchenaik-. Casi me había hecho la ilusión de que no iban a venir ya.

Se sentó en el borde del escritorio, como afirmándose.

– Adelante -dijo fuerte.

Entraron todos juntos pero sin estrépito. Eran cinco o seis, todos de civil. Macías se adelantó.

– ¿Vas a salir?

– Desagotame la oficina, Colorado.

El inspector hizo un brevísimo gesto hacia atrás y los que habían entrado retrocedieron para ocupar el pasillo tras la puerta que cerraron cuidadosamente.

– Que salga él también -retrucó Macías apuntándole a Tony.

– Andá pidiendo pan y sorpresata para picar, gallego.

Tony vaciló pero en seguida se dirigió a la puerta.

– Déjenlo ir -dijo el Colorado sin darse vuelta.

Quedaron en el tercer o cuarto mano a mano de las últimas dos semanas. Pero éste era definitivo.

– Vengo a agradecerte. Así como la otra vez te mandaste un montón de cagadas y nos arruinaste la investigación, ahora hiciste todo solo, y bien. Hay tipos que se van a ganar un ascenso gracias a vos: la policía de Moreno ya se está repartiendo los méritos y los dividendos de la caída del Gran Bolita.

– ¿De quién era la quinta?

– Alquilada. Un testaferro de Sanjurjo. Ningún punto de contacto con los Huergo, ni Berardi como vos querías. Gracias, otra vez.

– Bueno, está bien -se cansó Etchenaik-. ¿Y qué son esos «agradecedores» que te trajiste?

– Me trajeron, Julio. La negociación se complicó.

159. Jodete

Etchenaik miró el teléfono, como si de allí pudiera venir un gesto, un sonido que borrara las últimas, las tan temidas palabras de Macías.

– Se complicó… ¿Qué carajo se complicó? ¿No anduvo lo de la mujer de Berardi acaso?

– Sí. Yo mismo le tomé declaración. Me habló de amenazas telefónicas, de que Berardi le había dicho que andaba preocupado y temía un secuestro porque no cedía a una extorsión política: si no pagaba, le reventaban la empresa. Ayer mismo, me dijo, recibió una llamada de un comando reivindicando el asesinato. El mismo que llamó a los diarios.

– Lo conozco -cortó Etchenaik.

– La hiciste bien -dijo Macías sonriendo por primera vez, mirando el papelito-. Aunque lo de Triple V: Vanguardia Voluntarista para la Victoria suena a cargada…

– Lo que no es cargada es que no llamó -se obstinó el veterano.

– Te explico. Hoy temprano una mujer llama a la Jefatura para avisar que el Dr. Mariano Huergo estaba en Aeroparque y se piantaba a Montevideo.

– ¿Era la hermana, la mujer de Berardi?

– No. Una voz desconocida, y no se identificó. Fuimos y lo trajimos de la pestaña. Está adentro y no lo saca nadie. Ya no tiene quién.

El veterano sentía que todo era una larga franela, prolija serie de módicos triunfos que lo implicaban pero que sólo eran el prólogo para compensar lo que se venía.

– Terminala, que los muchachos están locos por entrar -y señaló la puerta ensombrecida, amenazante.

– Pará… -Macías daba el último rodeo, ya llegaba-. Cuando vuelvo de Aeroparque, dos monos que no conozco, de los que andan en la joda grossa y dependen directamente de arriba me esperaban en la oficina. «Hay un problema, Macías» me dicen. Si no aparecen los papeles que la mina llevaba encima, no hay arreglo». Dicen que cuando volvieron al bar a buscarlos, no estaban…

Etchenaik supo que no quedaba nada por hacer.

– Vas a tener que colaborar -dijo Macías mirando para cualquier parte.

– No.

El Colorado buscó argumentos por el piso.

– Yo no manejé todo esto. Te avisé. Hice las gestiones, toqué donde correspondía y me dijeron que sí, que la largaban.

– Pero no llamó.

Tendría que haber dicho «no la largaron» pero no podía, no debía aceptar eso. Todo era cuestión de que el teléfono sonara o no. Así de fácil.

– Se puede arreglar -simplificaba Macías. Lo miró-. Colaborá: dame los papeles.

– No.

– Etche…

Era curioso. Ahí, contra las cuerdas, apretado y sin salida, no tenía miedo. Un reflejo absurdo, inaceptable, lo hizo pensar en Hammett y su obstinada negativa ante la Comisión. Sintió que nunca había dejado de hacer literatura.