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– No. No puedo -se oyó decir.

– Jodete, entonces -se resignó el Colorado.

Etchenaik caminó hacia la ventana abierta al calor. A sus espaldas se abrió la puerta.

– Despacio, por favor -creyó oír a Macías.

Cuando Tony regresó, cuando lo dejaron pasar después de una hora y ya el Falcon se había ido silencioso como una víbora, ya Macías había huido sin mirarlo ni escuchar sus putadas, aguantándolas con la espalda ancha, impermeable a la ironía o a las maldiciones; cuando el gallego encontró todo previsiblemente revuelto y roto, el colchón despanzurrado, los estantes vacíos, tardó en encontrar a Etchenaik. Estaba tirado en el piso del baño, sin camisa, boca arriba, con los labios rotos y sangrantes; se agarraba un hombro. Cuando se agachó junto a él, justo entonces, sonó el teléfono.

El veterano movió los ojos, le pidió por favor. Tony atendió.

– Hola -dijo.

Se volvió lentamente, tapó el tubo con la mano. Etchenaik lo miraba fijo.

– Es una mujer.

Final

***

160. Solamente ella

Sentarse a esperar. Con cuidado, con dificultad, con el hombro vendado bajo la camisa extrañamente impecable de viernes a la noche, con el traje planchado y el impermeable por esta vez necesario, húmedo, ablandado de revolcones heroicos y de los otros, sin memoria de ropero ni percha permanente.

Sentarse a esperar. En el lugar clásico, casi la cueva de tanto tiempo. Etchenaik siente que la última mesa del lado de Montevideo lo esperaba a él para que espere allí, ahora. Ha vuelto al Bar Ramos casi por reflejo, después de mucho tiempo, desde la noche de noviembre en que consiguió sacar al gallego fuera de ese laberinto de baldosas blancas y negras para arrastrarlo a otro más grande, más peligroso, más difícil de explicar y sin servicios sociales.

– ¿Cómo anda Antonio? Hace mucho que no lo veo.

– Bien, Albarracín. Mejor que yo.

– ¿Qué te pasó?

La marca violácea en el párpado, el labio partido, el cuidado artesanal que pone el veterano para maniobrar con el brazo izquierdo empujaron al mozo, lo hicieron preguntar sin pudor, como quien se acerca a ver los resultados de un tumulto callejero.

– ¿Esto? -y se señaló vagamente todo-. Una puerta. Me golpeé con una puerta.

– Je. Te pegó una puerta. Je.

– Eso. Una puerta enloquecida, giratoria, me atacó. Se trabó el mecanismo, me cagó a sopapos y me empujó a la calle. Ahí se me tiró encima, me dio con el picaporte en el ojo y…

– ¿Qué te traigo?

– Café.

Albarracín era el mozo del otro lado pero con la partida del gallego había heredado su lugar, un territorio que marcaba como un perro, a golpes de rejilla en las mesas de los extremos del salón. Etchenaik no lo conocía demasiado: las miradas por encima del mostrador, el saludo cuando daba toda la vuelta para ir a mear; poca cosa para tantos años de frecuentar las mesas, el café y la ginebra. Pensó que tener amigos mozos o ser amigo de la gente que te sirve en los bares debía ser síntoma de algo, un defecto, una virtud, un agujero.

Miró el reloj. Faltaban cinco minutos. Ella entraría por esa puerta. Sería puntual, saludaría con voz suya, sólo suya.

– Tenemos que hablar -había dicho-. Un lugar tranquilo, ahora que pasó todo. Se merece explicaciones.

– Hoy no puedo -se había disculpado Etchenaik, lastimado, sin soportar ese cambio de voz, la sorpresa.

– ¿El viernes a la noche? -era casi una cita-. Donde usted diga.

– En el Bar Ramos a las diez.

Y tuvo la certeza de que ella estaría a gusto, en su hábitat.

– De acuerdo. Hasta el viernes.

Cuando colgó, como pudo, el auricular, el gallego lo retuvo.

– ¿Etchenaik, qué vas a hacer?

– ¿Ahora? Me voy a desmayar.

Y se había desmayado, y había vuelto a despertar y ahí estaba. Mirando por una ventana que daba a la lluvia.

– ¿Esperás a alguien? Parecés un novio.

Con el café, también había regresado Albarracín.

– Soy un novio -y lo miró-. Conseguí una mina por agencia matrimonial y es la primera cita. Avísame cuando llegue una morocha, más de cincuenta, pelo tirante y negro, pinta de guerrera. Yo me voy a hacer el boludo por si…

– ¿Ésa?

La puerta era un marco, un escenario breve y suficiente. Ella estaba allí.

– Sí -dijo el veterano-. Es ella.

El mismo vestido negro que había entrevisto en la casa de la calle Olleros, el encaje, la rosa innecesaria, el manchón en la boca, el personaje de Onetti reaparecía sobre el final y era como si todos los caminos, como si viniera la muerte y tuviera esos ojos.

– Buenas noches.

– Buenas noches, señora Laura. ¿Se sienta?

– ¿Por qué no vamos a otro lugar? Yo lo invito.

Salieron. Ella se movía dos, tres pasos adelante. Un lujo.

– Qué loba -dijo Albarracín bajito.

– Exactamente -dijo Etchenaik deslumbrado.

161. Inolvidable

El afiche rojo, amarillo y azul anunciaba a la orquesta típica de Carmelo D'Amico y al cantor Carlos Coral. Tropical, Los Cocoteros, precios populares, damas gratis.

Hacía veinte años que Etchenaik no entraba al Salón La Argentina.

– ¿Siempre viene, Laura?

– No. No podía. Hubo un tiempo en que sí. Era una hermosa milonga. Ahora está llena de jovatos. Fíjese.

El veterano no necesita fijarse. Era temprano y Di Sarli desde el disco y «Bahía Blanca» marcaban el compás de tres parejas de minas altas y tipos engominados. Las mesas estaban casi vacías. El contrabajo y el piano esperaban otra hora y recordaban tiempos mejores en un escenario acartonado.

Se sentaron cerca de la pista. Pidieron una sidra.

Brindaron sin decir nada, seguros de compartir sus deseos.

– ¿Por qué me llamó? -dijo Etchenaik dejando la copa.

Ella estiró la mano sobre el mantelito rojo, agarró el alambre que retenía el corcho gordo, un armazón, una casita en sus manos.

– Tenía que explicarle. Hizo mucho por mí aunque no lo crea, Etchenaik -lo miró, transparente-. ¿Sabe quién soy yo?

– Ahora, sí.

El veterano tuvo conciencia de que ese momento sería siempre inolvidable, que recordaría el color de sus uñas, el escote del vestido de la pelirroja que pasaba bailando, los compases de «El abrojito» que ponían el fondo justo.

– Usted es La Loba, la madre de Ariel Brizuela. Usted es la mujer de Marcial Díaz.

Ella sonrió tristemente sin levantar la vista del mantel.

– ¿Marcial le habló de mí?

– Sí -mintió Etchenaik casi sin saberlo-. Y no sólo él. Usted es una mujer que dejó huella, Laura. Y no sólo en el recuerdo. En el barro también.

No fue necesario que ella dijera nada.

– Fue un disparo muy preciso -se admitió el veterano.

– Son años.

– De práctica.

– No. Años de espera, de odio.

Ella empezó a llorar, el rimmel se corría.

– Yo lo vi a usted en el entierro de Marcial. Aunque estábamos separados, la idea de vengar la muerte de Ariel nos unía y cuando lo mataron a él estábamos a punto de drogarlo. Hasta el hijo de puta del abogado está adentro. Cuando pasó por Barrancas a buscar unos papeles estaba tan asustado que me dijo adonde iba. Nunca supo ni sabrá que fui yo quien lo denunció.

Etchenaik la miraba con temerosa admiración.

– ¿Cómo hizo para arrimarse a Berardi?