En el fondo, ¿qué importancia tiene la historia del retrato del padre de S.? Que tire la primera piedra el pintor de retratos que nunca lo hizo, y yo no seré lapidado sólo porque nadie se acordó de mí para semejante caso. ¿Cuál es la diferencia entre una fotografía instantánea y un rostro vacío que hace movi-mientos y muecas en busca de su imposible expresión sublime? Bien hizo Medina, que pudo ganarse el dinero sin tener que hablar con su modelo. Y éste, si hablase, ¿qué le diría? ¿Qué me dice S. mientras pinto? ¿Qué lazos existen, aparte del miedo común y de la deshonestidad compartida? Al menos, la secretaria Olga, tan reservada en la gran sala del consejo, tan secreta guiándome por los corredores, habló cuando le dejé, nerviosa, absurdamente exaltada, tan burguesa al fin, casi enternecedora en su súbito deseo de ser apreciada por el pintor maduro que oía el recado, un poco distraído, pero convirtiendo aquella misma distracción en capa invisible de una atención minuciosa. S. faltaba a la sesión acordada y me advertía así porque mi teléfono estaba averiado, situación de la que ni yo mismo me había dado cuenta aún. Mandé entrar a la secretaria Olga, jadeante a causa de mis cuatro plantas sin ascensor: me di cuenta de que venía dispuesta a demorarse, curiosa por penetrar en un mundo del que lo desconocía todo, un mundo adornado sin duda por su imaginación con algo de ese pintoresquismo artístico que el cine vende barato. También me di cuenta (pero no ese día, sin embargo) de que S. le había hablado de mí en términos correctos, no por el respeto que me tuviera (lo adivino), sino porque tratarme desconsideradamente sería desconsiderarse a sí mismo, una vez que se resignaba a estar inmóvil mientras yo lo examinaba como un cirujano, fabricando un doble sin carne ni sangre, pero con las amenazas de una ilusión de lo real. La secretaria Olga venía segura, creía ella, pero curiosa y alborozada, y por eso en peligro. Tal vez ni eso: como no iba a caer en manos de ningún sádico asesino, el riesgo no existía y el provecho podía ser bastante. Como de hecho fue, mutuamente y por dos veces.
Le pregunté si bebía, y aceptó un whisky. Quiso saber si podía ayudarme, y le respondí que no, gracias, la casa era de hombre solo, un poco desordenada, quizá sucia, pero mi ciencia doméstica era suficiente para sacar el hielo del frigorífico. Le hizo gracia, aunque no fuera ésa mi intención. Ahora sí, estaba distraído, sin saber qué rumbo darle a la conversación. Mientras bebíamos, le recordé la sequedad con que me había acogido en la SPQR. No se acordaba, no se acordaba de nada, me aseguró. Tal vez estuviera preocu-pada con el trabajo, tenía cartas por pasar a máquina, el archivo atrasado. Sería eso. Sería, concordé yo. Fue entonces cuando me preguntó si podría ver el retrato del patrón: desde donde estaba sentada se veía la parte de atrás del caballete. La tomé por el codo para ayudarla a levantarse y apreté algo más de lo preciso. No reaccionó y se dejó conducir así. Miramos ambos el retrato, ella un poco delante de mí, temblando de pura curiosidad nerviosa. Lo encontró parecidísimo y quiso saber si aún me faltaba mucho tiempo para acabado. «Depende», respondí. «Si su patrón sigue faltando a las sesiones, se va a retrasar.» Como una buena empleada se lanzó a una explicación aturdida de los muchos quehaceres de S. sin omitir el golf y la fábrica, el bridge y la construcción de una nueva fábrica. La hice sentarse en la silla de los modelos, y yo me senté en un taburete alto. Me daba cuenta de que estaba dispuesta a una rápida aventura, lo presentía en cada uno de sus movimientos, como si en ella hubiese una especie de excitación incestuosa que el retrato inacabado de S. atizaba. O quizá también ella tuviera un pequeño desquite que tomarse, para después vivir en paz. El comportamiento de la gente vive en un mundo de posibilidades. Si el padre Amaro vistió a Amélia [2] con el manto de la Virgen, ¿por qué haría la secretaria Olga el amor conmigo ante el retrato del patrón (patrono, padre) que le había hecho algún amor y acabó cansándose?
Quedo siempre asombrado ante la libertad de las mujeres. Las miramos como a seres subalternos, nos divertimos con sus futilidades, nos burlamos cuando las vemos desastradas, y cada una de ellas es capaz de sorprendernos súbitamente poniendo ante nosotros extensísimas campiñas de libertad, como si por debajo de su servidumbre, de una obediencia que parece buscarse a sí misma, alzasen las murallas de una independencia agreste y sin límites. Ante esos muros, nosotros, que creíamos saberlo todo de ese ser inferior que hemos venido domesticando o que encontramos domesticado, nos quedamos con los brazos caídos, torpes y asustados: el perrito faldero que con tan buena voluntad se contoneaba en el suelo, de espaldas, mostrando el vientre, se pone en pie de un salto, con los miembros estremecidos por la ira, y sus ojos son de repente ajenos a nosotros, y profundos, vagos, irónicamente indiferentes. Cuando los poetas románticos decían (o dicen aún) que la mujer es una esfinge, aciertan de pleno, benditos sean. La mujer es la esfinge que tuvo que ser porque el hombre se arrogó el señorío de la ciencia, del poder total, del saber todo. Pero es tanta la fatuidad del hombre, que a la mujer le bastó levantar en silencio los muros de su negativa final, para que él, tumbado a la sombra, como si estuviera acostado bajo una penumbra de párpados obedien-tes, pudiera decir, convicto: «No hay nada más detrás de esta pared».
Tremendo engaño del que no acabamos de despertar. La secretaria Olga hizo el amor conmigo, pero no por obediencia al macho, ni por hábito de sumisión, y mucho menos por efecto de mi fascinación. Me aceptó porque lo había decidido ya, o porque se había preparado para decidirlo llegada la ocasión. Y si es cierto que la media hora que pasó entre su entrada y el gesto de los brazos cruzados con el que se quitó la blusa por la cabeza, fue ocupada por los trucos de una seducción fatigada, la razón es sólo que había que seguir ese pequeño ceremonial mutuo que no deben olvidar los participes y sin el que saldría perjudicada la secuencia. Por esa misma razón nos obstinamos en querer conocer las peripecias de la vida de una prostituta, hasta este momento desconocida, con quien acabamos de entrar en un cuarto de alquiler: tal vez ella se ofendiera si no lo hiciésemos, y quizá sintiéramos nosotros que la habíamos ofendido si no lo hubiésemos hecho.
En esa media hora acabó ella de beber el primer whisky y empezó el segundo. En esa media hora le hice un retrato rápido, pero de buen parecido, y, para mostrárselo, para verlo con ella, me senté a su lado en el diván, un poco más atrás para poder inclinar con naturalidad mi cabeza sobre su hombro y rozar con mi cara sus cabellos. Todo lo que es uso hacer, con aires que parecen distraídos y en el mismo instante niegan que lo sean, para que el equívoco alcance el superlativo del juego tácito en que ambos lados juegan con cartas propias y ajenas, y al mismo tiempo que simulan ser meros espectadores. Fue en un minuto de esa media hora cuando ella me preguntó si podía quedarse con el retrato y en ese mismo minuto comencé a responderle que para eso lo había hecho. Y ya al minuto siguiente estaba yo cogiéndola por los hombros y la volvía hacia mí y empezaba a acercar mis labios a los suyos. Y puedo decir que si ella apartó la cara fue sólo para que no todo quedara contenido en aquel mismo minuto, que, lo reconozco, tenía ya su cuenta suficiente de placer dado y consentido, y por eso podía admitirse incompleto, aunque indispensable para el placer del minuto siguiente. Juego con las palabras como si usase colores y los mezclara en la paleta. Juego con esas cosas acontecidas, al buscar palabras que las relaten aunque sólo sea aproximadamente. Pero en verdad diré que ningún dibujo o pintura habría dicho, por obra de mis manos, lo que hasta ese preciso instante fui capaz de escribir, y arriesgar. Por sí misma volvió la boca de la secretaria Olga al alcance de la mía, cuando ya la nube negra del centro de mi cuerpo, que es el sexo y mucho más que el simple sexo, se cargaba de corrientes veloces de un fluido sin nombre que me va arrastrando la sangre hacia las cavernas secretas. Supe entonces definitivamente que la secretaria Olga había decidido aquello mismo en el momento en que S. le dio orden de avisarme personalmente, o inmediatamente después, en un lugar cualquiera de su cuerpo, y que lo debía desempeñar sólo una especie de función lustral, agente primordialmente involuntario de su desquite, agente ya de ella cuando la secretaria Olga venía hacia mi casa, todavía lejos, en paz mi sexo, un pago estremecido el de ella. Nos besamos como dos adultos que saben muy bien lo que es el beso. Nos besamos sabiendo cada uno cómo disponer los labios confortablemente, cómo preparar el primer encuentro de las lenguas, cómo dominar la respiración. Y ambos supimos en qué preciso momento del beso debería yo inclinarme sobre ella y ella dejarse doblar por mí, hasta que nos encontramos semitendidos en el diván, en posesión de una nueva intimidad que era la de los cuerpos ciñén-dose el uno al otro, mientras las bocas proseguían su trabajo de provocación remota de los sexos ya estimulados. El momento más difícil es aquel en que las bocas se separan: la mínima palabra puede en este momento resultar excesiva. Ambos lo sabíamos porque inmediatamente yo hice el gesto de agarrarle los senos, y ella, haciendo como que se hurtaba, cruzó los brazos y en un solo movimiento hizo volar la blusa por encima de la cabeza. Hicimos el amor medio desnudos, y lo hicimos bien. Excitada por una actividad mental que yo adivinaba, me alcanzó rápidamente y me rebasó, y pude asistir a su orgasmo en el centro inmóvil de mi nube negra, hasta el momento, a mi vez, de perder el dominio propio y entrar en el remolino. Para un primer acto, fue excelente. No habíamos dicho ni una sola palabra, y yo la temía porque de ella iba a depender la serenidad del después o la común y mal disimulada irritación que de situaciones así nace fácilmente. Noté que en la posición en que estábamos, forzosamente tenía que hacerle daño en una pierna, y se lo pregunté. Ella dijo «un poco», y ésas fueron las primeras palabras, y el movimiento siguiente fue facilitado por la misma incomodidad física, de modo que nos encontramos componiendo nuestras ropas, ayudándola yo a ponerse la blusa, serenamente, como un viejo y habituado matrimonio para el que no hay sorpresas. Pero cuando la vi mirar el retrato de S., cuando reparé en su sonrisa burlona, le pregunté bruscamente si había sido amante del patrón. Yo no esperaba mi propia pregunta, pero ella sí, la esperaba, o al menos la tenía prevista para cualquier ocasión, aquella misma o más tarde, porque volvió los ojos y pronunció la palabra «fui», comenzándola cuando miraba aún el rostro pintado de S. y terminándola mirándome a mí, o quizá no, no a este rostro marcado por las arrugas, no a esta mancha indistinta que vista así hace las veces de cara, no mirándome a mí, digo, sino a cualquier profundo desierto que detrás de mí o en mí se prolongara. Y esta secretaria Olga, cuya importancia es sólo ser secretaria y tener un orgasmo excepcionalmente solícito, dejó que se abriera una grieta en sus murallas en aquel rápido instante para que yo sintiera otra vez este mi antiguo vértigo ante eso que llamé la libertad fundamental de la mujer. Por ese consentimiento se desquitaba ella sobre mí.