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Cuando al cabo de unos minutos recobró su papel de subalterna y vino, con gesto galante, a enlazarme el cuello con los brazos y darme una boca fría ya, el juego era otro, con cartas evidentemente viciadas. Pero ésa era nuestra única hipótesis de naturalidad. Por eso pudimos preguntarnos el uno al otro, jugando, «cómo ha podido ocurrir esto», y yo pude preguntar, como debía ser, «cuándo volveremos a estar juntos», y ella pudo responder, como debía ser, «ay, no lo sé, no lo sé, esto ha sido un disparate». Tuvimos con las manos juegos que querían no parecer distraídos y nos besamos deliberadamente pero sin insistir demasiado: en ella y en mí refluía la marea como una vida que se despide. Me dio otro beso cuando nos despedimos en el descansillo, un beso en el que reunió lo poco que de ardor le quedaba. Ni una sola vez había vuelto a mirar el retrato de S.

Cerré la puerta lentamente, volví al taller notando el cuerpo laso, el espíritu distraído, dividido entre la pequeña vanidad de una conquista fácil y la ironía vuelta contra mí al decirme que no había conquistado nada. De los dos, sólo ella hizo realmente lo que quiso, sólo ella fue libre. En cuanto a mí, había sido pasivamente el actor activo (contradicción y pleonasmo) del entremés, el criado mudo que lleva la carta que va a desencadenar el enredo: estreché la mano de mi San Antonio (la posición del brazo derecho invita a eso) y le acaricié la coronilla frailuna: nadie me quitará de la cabeza que los cántaros que este santo partió fueron la máscara prudente de los hímenes que perforaba. Pero tan conciliador del mundo y tan amigo de las mujeres era San Antonio, que los cántaros volvían por milagro a ser lo que habían sido, pero no las virginidades, y menos mal. Repitiendo estas gracias de hereje poco imagi-nativo, fui a darme un baño. Mientras se llenaba la bañera estuve mirando el chorro caliente, oyendo el zumbido del calentador al lado de la cocina. Me pesaba un poco la soledad, quizá. Empezaba a caer la noche. Cuando al fin cerré el grifo, el primer momento me pareció de silencio total, pero, al empezar a desnudarme, oí la radio de un vecino que lanzaba a los aires (discretamente) una canción: casi no entendía las palabras, tampoco la voz, un Ferré, o un Reggiani, probablemente. Maduros, a un paso de lo que no quieren, a un paso de lo poco que aún les sobra y que temen ya que sea casi nada: el tiempo de entrar en un baño caliente y quedarse allí, mientras la casa se recoge virtuosa, mientras el cuerpo se va enfriando, y con él el agua, persistiendo sólo el gotear del grifo mal cerrado, quedando sólo por saber si alguien se enterará de lo sucedido antes de que el agua se desborde y caiga hasta el piso de abajo. En un impulso que ni siquiera intenté contener, tiré del tapón de la bañera: el agua bajó rápidamente hasta el gorgoteo final del desagüe anticuado. Entonces, salvado de la muerte, enchufé la ducha y me lavé. Deprisa. Y al cabo de unos minutos, mal secado, metido en un batín, miraba por una de las ventanas del taller el cielo ya todo oscuro, las luces del río, la noche. «¿Qué pasa?», pregunté.

Han pasado veintitrés días tras la fecha en que escribí: «Seguiré pintando el segundo cuadro», y hoy pregunto: «¿Seguiré?». Entre yo y ella (separándonos) está todo el camino andado en estas páginas, que no imaginé que pudiera escribir tan fácilmente. Sin duda, en el punto en que me hallo, muchas cosas que me parecían importantes perdieron peso y significado, y la primera es, precisamente, el segundo cuadro: empiezo a comprender que siendo yo el pintor que queda dicho en las primeras páginas, ese cuadro es un equívoco: nadie no es, siendo. No puedo ser el pintor capaz de realizar en el segundo cuadro el proyecto de aquél, si continué, obediente y asalariado, pintando el primero. Como pintor de retratos, sólo soy y seré sólo el de los primeros retratos: ningún segundo retrato me es permitido. Cuando entonces admitía que había fallado el intento, admitía también que, pese a todo, lo podría proseguir, como si en el fondo de mí me sintiera incapaz de renunciar a la probabilidad, ya mínima, de ser el pintor que es, por oculto, el verdadero. Gozaría mi triunfo solo, liberado al fin de la banalidad vendida, puesto en diálogo con la obra reservada, aquella que ningún precio pagaría. Hoy sé que no será así: con un spray cubrí de tinta negra el segundo retrato. Hice entrar en una noche superficial, pero ya eterna, los colores del error y los gestos equivo-cados que allí los habían puesto. La tela está aún en el caballete, metida ahora, negra, en la oscuridad del desván, como un ciego que en un cuarto a oscuras buscara un sombrero negro que alguien hubiera guardado unas horas antes. La imagino desde aquí, invisible, negro sobre negro, prendida al esqueleto del caballete como el ahorcado a la horca. Y la imagen que intenté verdadera de S. tiene entre sí y el mundo de la luz (o la tiniebla pasajera de estas horas nocturnas) una película formada por millones de gotículas, dura y cargada de rechazo como un espejo negro. Hice todo esto como si cuidadosamente cortase un miembro, avanzando suave por dentro de las fibrillas de los tejidos musculares, laqueando venas y arterias con el gesto seco y preciso de quien aplica garrotes, o como el verdugo minucioso que conoce la fuerza exacta que dislocará irremediablemente la vértebra y cortará la médula espinal. Hay sólo un retrato de S., el único que sé hacer, igual no al que soy, sino al que quieren de mí, si es que no es verdad que yo soy precisamente sólo el que de mí quieren. Si estas palabras son verdaderas, si no me equivoco, entonces existo en la medida de lo que me compran. Yo soy el objeto comprado y el observador fiel de la búsqueda. Retirados del mundo los compradores natu-rales (suponiendo natural que se compren cosas así), ¿quién más quiere estos cuadros? ¿Quién más los encarga? Perdido el público de este arte ¿qué hago del arte y de mí? En el desván, el segundo cuadro me da la mitad de la res-puesta: la tentativa de vender otra cosa ha empezado por fallar, y ahora es, literalmente, una tentativa no acontecida. Cierto es que no la borré de mí, pero la retiré del tiempo de los otros. Es una señal de interdicción que sólo yo veo: pero cierra un camino que yo creía que daba al mundo.