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Quedan estos papeles. Queda este dibujo nuevo, que nace sin que yo lo hubiera aprendido: en todo momento, hasta cuando lo interrumpo, me ofrece la voluta iniciada, y demuestra, a cada suspensión, la probabilidad de no tener fin. Cuando asiento la pluma en la curva interrumpida de una letra, de una palabra, de una frase, cuando prosigo dos milímetros más adelante de un punto final o de una coma, me limito a proseguir un movimiento que viene de atrás: este dibujo es al mismo tiempo el código y la cifra. ¿Pero código y cifra de qué? ¿De los hechos y de la personalidad de S., o de mí mismo? Cuando decidí iniciar este trabajo, creo que lo hice (a esta distancia me es ya difícil tener la seguridad, incluso pudiendo consultar en el texto la formulación de este propósito: además la consulta sólo me daría la capa exterior, inmediata, de un propósito formulado en palabras, no las de este escribir de hoy sino las del escribir de entonces) para descubrir la verdad de S. Ahora bien ¿qué sé yo de eso de la llamada verdad de S.? ¿Quién es S. (ese)? ¿Qué es la verdad?, se preguntó Pilatos. ¿Qué es, repito, la verdad de S.? ¿Y qué verdad o cosa así decible, o designable, o clasificable? ¿La verdad biológica?, ¿la mental?, ¿la afectiva?, ¿la económica?, ¿la cultural?, ¿la social?, ¿la administrativa?, ¿la del amante temporal y protector de Olga, su quinta secretaria?, ¿o la verdad conyugal?, ¿la del marido que traiciona?, ¿la del marido traicionado a su vez?, ¿la del jugador de bridge y de golf?, ¿la del elector de gobiernos fascistas?, ¿la del agua de colonia que usa?, ¿la de la marca de sus tres automóviles?, ¿la del agua de su piscina?, ¿la de sus obsesiones sexuales?, ¿la de su gusto diré que tímido de rascarse lentamente el mentón?, ¿la de las arrugas verticales entre las cejas?, ¿la verdad de la sombra que hace?, ¿la de la orina que vierte?, ¿la de la voz que despidió hace tiempo a treinta y cuatro obreros de la primera fábrica para construir la segunda?, ¿la verdad de las nuevas máquinas que le permiten prescindir hoy de treinta y cuatro obreros y mañana de otros treinta y cuatro? ¿Qué verdad, secretaria Olga? No le hice ninguna de estas preguntas, pero todas ellas, y una infinidad de otras preguntas más, pesaban en mi cuerpo cuando mi cuerpo pesaba sobre el cuerpo de la secretaria Olga, tres días después de nuestra primera relación (sexual). ¿Qué la habría hecho volver? No creo que hubiera sido suficiente el gusto de repetir su afortunado orgasmo: esas cosas (eventos, sensaciones, gozos) cuentan menos de lo que se supone: la memoria no fija el placer, lo fija como una cualidad, no como un valor. Pero la secretaria Olga volvió, y tuvo, no su orgasmo, sino dos, y gritó durante el segundo, mientras yo, tumbado sobre ella, me liberaba en silencio. Quizá viniera por culpa de S., para continuar su pequeño desquite, para practicar su pequeño sacrilegio, el incesto sin consecuencias, el modesto libertinaje con el que desafiaba al sistema que la (in)dignificaba entre las nueve de la mañana y las seis de la tarde y en todas las demás horas del día y de la noche, fuera y dentro del Senatus Populusque Romanus.

La secretaria Olga vino a mi casa en cuanto salió de la SPQR, y se acostó en seguida. No fue a ver el retrato de S.: se acostó enseguida, no en el cómodo diván sino en la cama, casi desnuda, con el sostén y las braguitas que yo le quitaría luego. Así se deben hacer estas cosas. Estábamos muy a gusto, porque Adelina (hay un retrato suyo en un estante del cuarto, entre otras baratijas) tiene el escrúpulo de no venir nunca cuando tiene la regla: obedece, creo yo, a una oscura, no consciente convicción de hallarse en estado de impureza. En esos días es la hija más puntual del mundo: apenas cierra la boutique sube a su mini, se va a casa y allá se quedan las dos mujeres, madre e hija, la seca y la húmeda, ambas secretas e igualadas. Son días de reposo para mí, atropellado ahora por la secretaria Olga que se levanta de la cama y va al teléfono para decirle a alguien de su casa que tiene que hacer horas en la empresa, un tra-bajo urgente que el patrón precisa justo y sin falta para el día siguiente, y que no la esperen a cenar, y que no se preocupen si llega tarde. Me pregunto con quién estará hablando, y luego se lo pregunto a ella. Habló con la madre, siempre andan las madres metidas en estas historias, sabiendo o no sabiendo, pero son las que explican la demora, la ausencia, con modos dignos de fe, para que queden tranquilas las familias e intacta la honra burguesa. Al menos la secretaria Olga no tiene marido ni debe de tener novio. Espera la suerte en cualquiera de sus formas pero sabe que aquí no la encontrará. Vino porque le apeteció y porque tiene una cuestión que dirimir con el retrato del taller. Sentada en la cama, ahora completamente desnuda y con la piel brillante de sudor (estamos en verano, creo que no lo he dicho, y siempre he visto en libros la minucia con que se explica la sucesión de las estaciones), me pre-gunta si podemos cenar en casa. Que dispone de tiempo, como acabo de oír, y lo aprovechamos. Que le gusta estar en la cama conmigo, que sé hacer gozar a una mujer y que incluso no siendo para continuar es bueno. Me lo dice así, de una manera que parece cruda y es sólo natural. Respondo conforme a los preceptos de la modestia masculina a la última parte del discurso, y la llevo a la cocina: huevos, jamón, pan y vino hacen una cena. Y hay melocotón en almíbar para postre y un café razonable. La vida es extremadamente sencilla.