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Después de cenar hicimos el amor por segunda vez. Si fuese dado a estas cosas, pondría una grabadora en el cuarto para registrar las diversas reacciones, las palabras del antes, del durante y del después, los gemidos, los gritos, cuando los hay, las palabras de una ternura que busca a quien darse y se denuncia allí, las obscenidades que queman la sangre y el cerebro, el acuerdo verbal de gestos y posiciones. Así, tendría el relato entero de la vida en el Senatus Populusque Romanus, los datos acerca de S., la explicación del caso (¿sentimental, sensual, amoroso, erótico, o social?) entre patrón y empleada, la confirmación de las circunstancias en que fue pintado el retrato del padre de S., algo sobre la autoridad insoportable y provocadora de la madre de S., algo también de lo que se decía del comportamiento de la mujer de S., y la manera como nació y se ejecutó el plan para liquidar una firma competidora, sin más testigo que la secretaria Olga, empleada de confianza y secretaria particular del gerente. Oí todo esto sin prestarle demasiada atención (no había empezado aún este escrito), tomando aquel largo discurso, casi confesión, como mani-festación de la creencia en la bondad universal que a veces nos viene (la creencia, no la bondad) después de generosamente haber hecho el amor, sobre todo si los orgasmos fueron simultáneos y los cuerpos después se abandonan a un difuso sentimiento parecido a la gratitud. Y todo esto lo comparé a aquellas también demoradas charlas en las camas de las prostitutas, si la mujer no tiene prisa y la patrona está de buenas (porque somos cliente nuevo o al contrario cliente habitual), aunque allí, en mi cama, mi cerebro relajado no consiguiera ajustar perfectamente las competencias, es decir, aunque se me escapara cuál de los dos, yo o ella, ocupaba el lugar de la prostituta. Cerca de medianoche me llamó Adelina, ya acostada, ya preparada para su noche dolorosa, y yo sostuve una charla suelta y normal, mientras procuraba no sentir los dedos insistentes que investigaban mi cuerpo. Se despidió Adelina «hasta mañana», y yo «hasta mañana», mientras la secretaria Olga, un poco fría súbitamente, se levantaba y empezaba a buscar su ropa.

Me sentía demasiado cansado para intentar comprender. Me quedé acostado, sobre las sábanas, porque me gusta estar desnudo y por saber que mi cuerpo no es de esos que irremediablemente ponen cierto desorden en el espacio. La edad aún no lo ha destruido todo. La secretaria Olga (¿por qué me cuesta tanto separarle el nombre de la profesión?, ¿el nombre de la profesión?) acabó de vestirse, y en ese instante el cuadro que formábamos resultó incongruente, como lo es el Concierto campestre (Giorgione) o su reflejo ochocentista Déjeuner sur l’herbe (Manet), o los cuadros lunares de Delvaux, con la diferencia de que en este caso el signor (o monsieur) era quien estaba desnudo. La incongruencia del cuadro (mi cuadro) y de los cuadros (Giorgione, Manet, Delvaux) era, en mi espíritu, la misma que reunió al paraguas y la máquina de escribir sobre la mesa de disección (Lautréamont). Le pregunté a la secretaria Olga si conocía a Lautréamont, y ella me respondió simplemente que no, sin preocuparse por saber quién era el objeto de la pregunta. A su vez me preguntó la hora, se le había parado el reloj y le respondí que dentro de aquel cuarto faltaban diez minutos para la una, pero que fuera no lo sabía, seguro que era más tarde, visto que mi reloj se retrasaba (muchas veces). Quiso saber dónde estaba la diferencia y yo le respondí, sonriendo: «Si estuviese fuera, probablemente habría salido ya, pero allí, aún: estaba». Corrigiendo en el último instante la impertinencia, añadí que menos mal, pues así la tenía más tiempo conmigo. Hizo un gesto vago, como un reflejo condicionado, no (totalmente) consciente, un gesto que era el primer movimiento de quien va a desnudarse de nuevo, con resignación fatigada. Enmendó (quizá también inconsciente de la enmienda) y levantó del suelo la bandeja de la cena, que llevó a la cocina. Desde allí preguntó si había que lavar los platos, y yo le respondí «no»: no tenía que lavar los platos, como tampoco tenía que lavar la sábana sucia. Guardé para mí estas últimas palabras y empecé a notar sueño, a querer huir del mundo. Oía a la secretaria Olga en el cuarto de baño, probablemente maquillándose, y deseé que se fuera, que bajase la profunda espiral de mi escalera, arrastrada por el peso de la máquina de coser, que iba trabajando rápidamente y cosiendo los escalones, mientras el paraguas cerrado, duro, perforaba los ojos de los personajes pintados en cuadros colgados de la pared de la escalera en otra espiral, mientras yo, aún tendido y desnudo, esperaba, en la mesa de disección, lo inevitable. Desperté del sueño y vi a la secretaria Olga a la puerta de la habitación, dispuesta a irse. Y me dijo: «Me voy.

Puedes ya poner en hora tu reloj». Hice un gesto como para levantarme y retenerla, pero ella me dijo adiós con un ademán, sin acercarse a mí y siguió pasillo adelante, abrió la puerta, que cerró cuidadosamente, según las lecciones sin duda aprendidas de la madre, y después oí los tacones golpeando en los peldaños como la aguja de la máquina de coser. ¿Creerían los vecinos que era Adelina la que bajaba? Descolgué entonces el teléfono, marqué el 15 (la hora) y luego el número de Adelina, para decirle cómo me gustaba (estaba durmiendo ya). Al día siguiente, la asistenta cam-biaría las sábanas. Me levanté a buscar un libro, y cogí, para honrar a la patria antes de dormir (no la patria, que ésa ya duerme), los Diálogos de Roma, del ingenuo buen hombre que fue Francisco de Holanda. Abrí al azar y fui leyendo hasta llegar al párrafo aquel del segundo diálogo, cuando Messer Lactancio Tollomei responde a Miguel Ángeclass="underline" «Satisfecho estoy, respondió Lactancio, y conozco mejor la gran fuerza de la pintura, que, como dijiste, en todas las cosas de los antiguos se conoce y hasta en el escribir y componer. Y por ventura con vuestras grandes imaginaciones no habréis intentado tanto, como yo he hecho, intentando en la gran conformidad que tienen las letras con la pintura (que la pintura con las letras sí intentáis); ni cómo son tan legítimas hermanas estas dos ciencias que, apartada la una de la otra, ninguna de ellas queda perfecta, aunque el presente tiempo parece que las tiene de algún modo separadas. Pero aun todo hombre docto y consumado en cualquier doctrina hallará que en todas sus obras va siempre ejercitando en muchas maneras el oficio de discreto pintor, pintando y matizando alguna intención suya con mucho cuidado y advertencia. Ahora bien, en abriendo los antiguos libros, pocos son los famosos de ellos que dejen de parecer pintura y retablos; y cierto es que los que son más pesados y confusos, no les nace esto de otra cosa que del escritor no ser muy buen dibujador y muy avisado en el dibujar y compartir de su obra; y los más fáciles y tersos son los del mejor dibujante. Y hasta Quintiliano en la perfección de su Retórica manda no sólo en el compartir de las palabras que su orador dibuje, sino que con su propia mano sepa trazar y disponer el diseño. Y de aquí viene, señor Miguel Ángel, que llaméis vos a veces a un gran letrado o predicador discreto pintor, y al gran dibujante llaméis letrado. Y quien fuere a ajuntarse más con la propia antigüedad, encontrará que la pintura y la escultura todo fue llamado ya pintura, y que en tiempos de Demóstenes llamaban antigrafía, que quiere decir dibujar o escribir, y era verbo común a ambas estas ciencias, y que la escritura de Agatarco se puede llamar pintura de Agatarco. Y pienso también que los egipcios solían saber todos pintar los que habían de escribir o significar alguna cosa, y las mismas letras suyas glíficas eran animales y aves pintadas, como se muestra aún en algunos obeliscos de esta ciudad que vinieron de Egipto». De haber seguido leyendo no recordaba al día siguiente, y no sé si repentinamente me quedé dormido al final del párrafo o si estuve mirando mucho tiempo esta parte del largo discurso de Lactancio. Me quedé dormido y no soñé, aunque tal vez lo fuesen aquellas ondulaciones que parecían líquidas y que en remo-linos vagarosos, escritas o dibujadas, me pasaban ante los ojos durante no sé cuántas horas de sueño.