Pasé la mañana trabajando en el segundo retrato. Desperté decidido (¿qué razón me decidió mientras dormía?) o me había decidido en un momento cualquiera del estar despierto (¿pero cuándo y por qué razón?) a hacer avanzar el cuadro. No es que llevara camino de verse concluido, aunque, al contrario del primero, obediente a un programa previo de esquemas y procesos (sujetos, naturalmente, a la introducción de los factores y variantes inmediatamente fijativos, particulares de cada modelo), éste admitía y exigía una libertad diferente, una adicción de inestabilidades, conforme a los elementos nuevos de que yo dispusiera o creyera disponer en aquello que, para mí, era entonces la búsqueda de la verdad de S. Por primera vez pasé el cuadro del desván al taller, sin sacarlo del caballete y lo coloqué al lado del primer retrato. La semejanza era casi nula, sólo la que hay entre un hombre y otro hombre, ambos pertenecientes a una especie caracterizada por ciertas formas y distinta de las otras. Yo mismo no sabía que los hubiera pintado tan distintos: no obstante, profundamente sabía que eran la misma persona. Tenía, no obstante, que exa-minar la siguiente duda: ¿la misma persona en virtud de una idéntica ausencia de sentido «esto que hago no es pintura»), o la misma persona porque al fin la había captado en el segundo retrato, aunque necesariamente diferente en su imagen? En lo relativo a la semejanza, el primer retrato es un retrato de S.: la propia madre (las madres nunca se engañan) lo confirmó la única vez que vino con su hijo para asistir a una sesión de pose. Pero el segundo retrato, que la madre no reconocería, es igualmente semejante, en mí, aunque sea distinto del primero, como una gota de agua es diferente de otra gota de agua. ¿Para quién sería imagen verdadera este segundo retrato? O mejor dicho: ¿qué momento de la vida de S. fue o será este segundo retrato? Mientras miraba alternadamente ambos cuadros, pensé qué interesante habría sido mostrar el cuadro del desván a la secretaria Olga sin decirle a quién pretendía representar en él (¡ah, esta ambigüedad de la escritura!). Habiéndolo conocido en el conoci-miento de la cama, ¿sería la secretaria Olga capaz de reconocer a S. en su desfiguración? ¿Querré decir acaso que ese conocimiento es desfigurador? ¿Que esa desfiguración es paralela de esta otra que realicé en el cuadro, ambas conocimiento o tentativa? ¿Y por qué no tentativa ella misma desfigurada? ¿Qué era yo para Adelina cuando, conociéndola, aún no me había acostado con ella? ¿Qué soy hoy, a mis propios ojos para ella, si me acosté con la secretaria Olga sin que ella lo sepa, pero sabiéndolo yo?
Tomé sólo una taza grande de café, sin más alimento. Mediada la mañana entró la asistenta. Viene aquí hace tres años y poco sé de su vida. Parece mayor que yo, pero probablemente no lo es. Dura, aguda y callada, trabaja con la sobriedad de una máquina-herramienta. Lavó los platos, cambió las sábanas (seguro que le duele hacerla, si tuvo su placer antes de enviudar), limpió el resto de la casa, sin tocar nada en el taller, y se fue. No hizo preguntas, sabe que yo almuerzo siempre fuera, y le pago por semanas. Pero realmente ¿qué pensará de mí la asistenta Adelaida? ¿Qué primero y segundo retratos haría de mí si fuera pintor (malo) como yo? Oigo el batir sordo de sus zapatillas bajando la escalera y descubro (a decir verdad: repito el descubrimiento) que me interesan los sonidos producidos por quien baja la escalera, los registro en un archivo sin utilidad, pero, al parecer, indispensable, como una manía insignificante y, pese a todo, absorbente. Estoy de nuevo en el silencio del taller, con la calle olvidada bajo las ventanas y los otros cuartos de la casa recuperando la soledad interrumpida mientras los objetos cambiados de lugar, bruscamente trasplantados o sólo apartados un milímetro, se habitúan a la nueva posición, desperezándose aliviados, como las sábanas limpias en la cama, o al contrario buscando acomodarse a la violencia, como las sábanas sucias, enrolladas en el saco, de la lavandería, oliendo a cuerpo frío.
Visto a distancia (vestir la distancia), tengo los gestos de un Rembrandt. Como él, mezclo los colores en la paleta, como él, alargo el brazo firme que no vacila en la pincelada. Pero el color no queda puesto de la misma manera, hay una torsión de más o menos en la muñeca, una presión mayor o menor de los pelos de marta (no de Marta) del pinceclass="underline" ¿o no usaba Rembrandt pinceles de pelo de marta y ahí está precisamente toda la diferencia? Si mandara hacer una macrofotografía de detalle de un cuadro de Rembrandt ¿vería quizá con-firmada esa diferencia? Y la diferencia ¿no será precisamente la que separa al genio (Rembrandt) de la nulidad (yo)? (Entre paréntesis: puse entre paréntesis a Rembrandt y me puse a mí también para que no quedara escrito «el genio de la nulidad», absurdo que ni siquiera un aprendiz de primeras letras, como yo soy, dejaría escapar.) Pero como los pintores contemporáneos míos usan todos pinceles iguales o parecidos a éstos, habrá otras diferencias para que la crítica los alabe a ellos y a mí no, para que ellos, aunque distintos entre sí, sean todos mejores que yo, y yo peor que todos ellos. ¿Cuestión de muñeca? ¿Cuestión de qué? Recuerdo una frase de Klee: «Un cuadro que tenga por tema un hombre desnudo debe componerse de manera que sea respetada no la anatomía del hombre sino la del cuadro». Si es así, ¿qué errores cometo yo en la anatomía de estos rostros, si no me bastan para respetar la anatomía del cuadro? Y, pese a todo, sé muy bien que la macrofotografía de Rembrandt no se parecería en nada a la de Klee.
Trabajo lentamente el fondo del segundo retrato de S. con volutas acastañadas, tal vez recuperadas del sueño. Van cubriendo los signos naturalistas con que antes había pretendido expresar el poder industrial y financiero: chimeneas de fábrica, tejados en diente de sierra, nube en forma de $ caído. A medida que el nuevo fondo se va dilatando, reparo en que el rostro de S. (o de esta imagen a la que sólo yo llamo S.) se va cubriendo como de ceniza, y es un rostro muerto que empieza a ponerse azul en el primer estadio de la corrupción. No le toco la cabeza con el pincel. Todo el trabajo lo voy haciendo en el fondo, poniendo color sobre color, ahora con unas manchas más oscuras que dibujan señales intraducibles a cualquier lenguaje, y la espesura de la pintura crea una especie de anteplano que transforma el plano de la cabeza y del tronco en un collage que se diría hecho posteriormente, apretando bien con la palma de la mano y presionando con las puntas de los dedos el contorno sobre el que pende la pintura húmeda. Tengo, en este momento, pero no me interrumpo para pensar en eso, la primera intuición del destino final del cuadro. Encerraré a S. en una prisión de excremento.
Fue dos días después cuando empecé a escribir, y, durante este tiempo, ambos cuadros avanzaron hacia su final irremediable: el segundo hacia la nube negra que lo aisló del mundo; el primero hacia la sala del consejo de administración del Senatus Populusque Romanus. Hoy, es hoy, simplemente. No hay que buscar ninguna verdad, nada será construido dentro de su apariencia. El único retrato de S. que queda, vendrán a buscarlo mañana. Está seco, técnicamente bien realizado, garantizada su duración: en lo tocante a estas cosas, soy el mejor pintor de la ciudad. Pero en esta ciudad soy también la mayor equivo-cación viva: nada hice de cuanto proyecté, ni estas hojas de papel añadirán el valor del espesor de una de ellas al cero inicial. Se acabó. Lo intenté, fallé, y no habrá más oportunidades.