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Nada de cuanto escriba me sirve ya, pero he decidido ir registrando al menos el rescoldo de estos cuatro meses. Vino a buscar el retrato la secretaria Olga, acompañada de un ordenanza de la empresa (por primera vez vi en la solapa de su chaqueta las iniciales SPQR, cuando suponía que había sido yo el in-ventor del anacronismo) y se mostró, en todo, la funcionaria eficiente, deci-dida, con un no sé qué de autoridad (por contaminación y contraste) que me acompañó a ver los retratos en la sala del consejo. Me entregó el cheque, guardó en una cartera el recibo que yo ya había escrito, firmado y sellado, y se despidió naturalmente, sin sequedad, sin frialdad, sólo neutra. Me quedé oyendo los pasos agudos que bajaban la escalera, y otros pasos, los del hombre, pesados y cautelosos, en un contrapunto de sonidos altos y bajos que disminuían en paralelo, conservando la diferencia de altura, cada vez más lejos, cada vez más hondo en la espiral, hasta desaparecer en mi silencio que era el rumor de la calle, y resurgir, transformados en un golpear de puertas de automóvil, en el arranque de un motor dilatándose en el aire y luego estrechándose por la perspectiva de la calle hasta cesar del todo.

Nadie diría que en este mismo diván hizo el amor la secretaria Olga conmigo, aunque incómoda, y que en aquella cama, tumbada y mostrándose desnuda, volvió a hacer el amor, dos veces lo hizo, y en la segunda gritó. Nadie diría que en ambas ocasiones se llevó dentro de sí una parte de mi cuerpo, secreción de él, el líquido increíble en el que flotan o nadan a millones esos aspirantes a un parasitismo peculiar. Nadie diría, viéndonos en el simple acto de pagar y recibir, que otras cuentas había entre nosotros, no abiertas sino saldadas en fecha tan reciente que ni siquiera se había secado aún la mancha húmeda que ambos dejamos en la sábana. Creo haber escrito ya que la vida es extraordinariamente sencilla. He reunido más de una razón para pensarlo. Y si como filosofía no vale mucho, tiene, en contrapartida, la ventaja de colocar inmediatamente sus límites en el punto donde se define, algo así como morir antes de nacer, como aquella mariposa que no vive más que un día, y de ese mismo día ni llega a conocer la noche. Me siento, yo, en una especie de noche, sin haber conocido realmente el día, aferrado sólo a la simplicidad de afirmar que la vida es simple. Hoy, como hago siempre cuando vendo un cuadro (y éste ha sido bien vendido), doy una pequeña fiesta (reunión, para ser más exacto) en el taller; lo de costumbre: bebidas, la trinidad nueces-piñones-pasas, aperitivos salados, esas cosas que se compran hechas, fabricadas, supongo, con los mismos ingredientes y materiales básicos, combinados en forma distinta en dosis y conjunción. Estará Adelina, naturalmente, y vendrán unos amigos. Pero me pregunto a mí mismo qué interés tendrá registrar esto.

¿Qué obstáculo me detuvo al fin en el camino que apunté en la primera página de este manuscrito y ahí permanece interrogándome? Hice allí la confesión de que había fallado la tentativa del segundo cuadro, allí mismo, o muy pronto, quedó dicho con toda claridad lo que yo, pintor, opino de mi pintura, la que el primer cuadro representa realmente. Por los medios de la pintura, no llegaría a saber mucho (ya no la llamo verdad) de un modelo, por más que éste creyese saber de sí mismo al reconocerse en el cuadro. Recurriendo a la escritura sabía que simplemente me volvía de espaldas a una dificultad: no la ignoraba, la sabía igualmente amenazadora, pero era como si la novedad del instrumento, todo lo que para mí tenía que ser real invención y no mero calco de experiencias anteriores, bastase, por sí solo, para aproximarme al objetivo. Era como si (confiado S. en la evidencia de mi trabajo de pintor) yo lo cogiera por sorpresa: si de algo pensaba S. tener que defenderse sería de mis pinceles, de la tela, de los colores, de mis movimientos de bendición o de excomunión sobre el retrato que poco a poco se iba definiendo: nunca de unas cuartillas que no podía ver, nunca de un trabajo que no sólo para él era secreto. No obstante ¿por qué caminos andaría yo para llegar a ese lugar sin defensa, invadido, inocente por así decir, donde al fin sabría, donde al fin conocería a S.? Lo que llegué a saber de él lo supe por medio de la secretaria Olga, e incluso de manera involuntaria: se me dio, no la gané. Perdí el tiempo en digresiones que (bien lo veo hoy) me llevaron hacia otras partes en las que descubrí más de mí de lo que habría podido descubrir del otro. ¿Qué decepción sentiría Vasco de Gama si, puesto en el camino de la India, acabara más tarde a la entrada de la barra del Tajo? En diferente situación estaba Fernando de Magallanes, que tendría por cuestión de honor si llegase vivo al final de su viaje, atracar en el punto exacto de donde había partido, no sé cuánto tiempo antes. Pero yo no quise dar la vuelta al mundo, ni esta caligrafía sería capaz de llevarme tan lejos: sólo proyecté (hombre de un trabajo) dar a mi trabajo una razón para continuar siendo, aunque con la trampa de utilizar herramientas de otro oficio y otras manos. Ante el resultado de la experiencia, querría saber en qué punto fallé, dónde me metí por desvíos que me fueron apartando cada vez más de la intención y dónde ni siquiera aproveché la ayuda de quien tal vez me la prestara mejor, como sería el caso de la secretaria Olga. Quiero creer que oscuramente sabía que iba a ser inúticlass="underline" la secretaria Olga me daría (algo me dio) su imagen de S., como me daría igualmente otra imagen el hombre que sigue anotando fichas y sellando papeles. Como me la daría el ordenanza que vino a buscar el retrato y bajó por la escalera, tal vez estremecido ante el honor de llevar en sus brazos la pre-ciosa imagen, tal vez trémulo de rabia por tener que hacerla, tal vez servil, tal vez reticente a las órdenes, tal vez orgulloso y capaz de un odio profundo. Como yo, en definitiva, la daría si me hubiera procurado el trabajo de captarla, sabiendo primero dónde hallarla. Pero sería siempre una imagen, nunca la verdad. Y ése fue probablemente el gran error: creer que la verdad se puede captar desde fuera, con los ojos sólo, suponer que existe una verdad aprehensible en un instante, y a partir de ahí tranquilamente inmóvil, como ni siquiera una estatua lo es, pues se contrae y dilata a merced de la temperatura, se corroe con el tiempo, y modifica no sólo el espacio que la rodea sino también, sutilmente, la composición del suelo en el que se asienta, por las ínfimas partículas de mármol que va soltando de sí, como nosotros cabellos, limaduras de uña, la saliva y las palabras que decimos. Aunque yo hubiera aprendido en la escuela de Sherlock Holmes o de uno de esos detectives modernos que tanto usan el cerebro como los músculos y las armas, acabaría siendo un pobre frustrado a quien el intacto S. diría sonriendo: «La vida, querido Watson, es extremadamente sencilla». Realmente ¿qué preguntas iría a hacer yo, y a quién, para descubrir la verdad? ¿Acostarme (ya que por ahí quiso el azar que comenzara) con todas las mujeres con las que S. se acostó, incluyendo a la legítima? ¿Meter espías en la SPQR para instalar micrófonos y filmadoras, para que microfotografiaran los documentos comprometedores? ¿Disfrazarme de caddy en el golf?, ¿de camarero en el bar? ¿Apuntarle con un arma al volver una esquina, intimándole «la vida o la verdad», y por eso mismo reconociendo que la vida no es la verdad? Con mucho trabajo cono-cería la historia del Senatus Populusque Romanus y de la familia, sabría la fecha de nacimiento de S. y las otras fechas para él importantes hasta hoy, investigaría a sus amigos y enemigos, tendría de él tantas imágenes como hechos, fechas, amigos y enemigos, pero hasta sabiendo todo cuanto fuese posible saber, la última cuestión seguiría en pie: ¿cómo poner todo eso en un retrato, cómo poner todo eso, también, en un manuscrito? Mi arte, en definitiva, no sirve para nada; y esta caligrafía, ¿para qué sirve?

Quien retrata, a sí mismo se retrata. Por eso, lo importante no es el modelo, sino el pintor, y el retrato sólo vale lo que el pintor valga, ni un átomo más. El Dr. Gachet que Van Gogh pintó es Van Gogh, no es Gachet, y los mil trajes (terciopelos, plumas, collares de oro) con que Rembrandt se retrató, son meros expedientes para parecer que pintaba a otra gente al pintar una diferente apariencia. He dicho que no me gusta mi pintura: porque yo no me gusto y estoy obligado a verme en cada retrato que pinto, inútil, cansado, desalentado, perdido, porque no soy ni Rembrandt ni Van Gogh. Obviamente.