¿Y Antonio, el arquitecto del grupo, que dice que un día proyectará casas para todos nosotros? ¿Dónde estaría Antonio? Antonio fue al cuarto de baño y aparecía ahora en la puerta del taller con una sonrisa fija, decidida, que podría ser de maldad, pero no en Antonio, callado Antonio y secreto. Tenía en la mano, colgado del índice, el segundo retrato de S., invisible bajo su pintura negra, y yo creí que lo había encontrado por casualidad, porque dejé encendida la luz del desván y curioseó, con el derecho que le reconozco, porque la noche iba adelantada y estábamos ya todos a punto de aburrirnos (menos Ana y Francisco), o de caer en una absurda discusión sobre asuntos de cultura (cómo nos gusta a nosotros, burgueses, discutir de cultura) y también porque siendo amigo mío, probado y declarado, todo cuanto él hiciese yo se lo aguantaría. Por esto todo y otras razones o indefinibles o inconfesables, Antonio me preguntaba: «¿Te has pasado ahora al abstracto?, ¿pintas ya con un solo color?, ¿qué vas a hacer ahora con los retratitos?». Lo que pensé de Antonio entre el momento en que lo vi en la puerta con el cuadro y el momento en que se puso a hablar, sólo en esta ocasión lo digo, porque quiero no ir con prisas, porque no hay que apresurarse, porque hay que dar tiempo a que las cosas se entiendan, o si no tienen por qué ser entendidas, que no sea por falta de tiempo, porque tiempo es precisamente lo que más tengo por ahora, salvo si la muerte dispone otra cosa. Y, explicado esto, puedo, al fin, decir que salté de mi sitio en un amén (haciendo caer a Adelina) y en el camino hasta llegar a Antonio pude dominarme para sólo arrancarle (sí, con violencia) el cuadro que él sostenía ya con ambas manos, y más me dominé para no darle un tortazo, por culpa de aquel cuadro negro que yo no podría explicar nunca (ni la misma Adelina sabía nada de él, a lo que ayudaba su escasa curiosidad por el cuidado que yo solía tener de ocultar el cuadro tras los otros, en un hueco que le defendía los colores frescos mientras lo estuvieran), y también porque Antonio infringiera deliberadamente las reglas del grupo, al clasificar de «retratitos» unas pinturas a las que sólo yo tenía derecho, a puerta cerrada y con la cabeza bajo las sábanas, a dar ese nombre brutal y sin respuesta. Y mientras yo llevaba otra vez el cuadro al desván, oía nítidamente, como si me acompañaran al borde mismo de la oreja, las voces de Antonio, machaconas, «¿Cuándo se decidirá este hombre a pintar?», y las de los otros que le mandaban callar con el aire afligido, implorante, con el que se manda callar a quien a la cabecera del canceroso ha hablado de cáncer. Antonio olvidó (o decidió olvidar) que no hay que mentar la soga en casa del ahorcado, que no se habla de «retratitos» a quien no hace otra cosa. Cuando volví Antonio daba marcha atrás a su empeño y mostraba un aire obstinado, pero pacífico, entre los rostros y gestos de consternación de todos los demás, ocupadísimos en sus situaciones personales (pero no en exceso, para que yo no me ofendiera también por eso), como se veía en Sandra, que sólo hablaba con el Ricardo médico, en Chico que sólo hablaba con la Concha mujer del médico, en Francisco que sólo conversaba con Ana, en Carmo que intentaba conversar con Adelina, pero no, ella no, ella sólo me miraba, con el rostro no cerrado pero sin expresión, sólo a la espera. No se habló más del asunto y allí acabó la noche. Ana y Francisco, por esto y por aquello, pobrecillos, sólo por no pedirme prestada la cama por un cuarto de hora, fueron los primeros en despedirse. Luego Ricardo, porque tenía que ir al banco al día siguiente, y la mujer, porque es Concha. Y, de pronto, desapareció Antonio, tras haberme dicho crispado: «Perdona, no era eso lo que quería». Después, vista la desbandada, salió Sandra, que le dio muchos besos a Adelina, llevando como pajes a la mayor parte de hombres que quedaban, descontado yo, que me quedaba: Carmo y Chico. Imaginé a Carmo alborozado, deseando que Sandra le dijera que lo llevaría a casa (Carmo no tiene coche, no lo tuvo nunca), y Chico, burlón, insistiendo en que no, señor, «Carmo, te llevo yo», y así acabaría siendo, salvo si Sandra, para divertirse un poco se empeñaba en llevar a Carmo, trémulo e incapaz de hacer otra cosa que hablar del tiempo e invitarla a dibujar una portada. A Chico no le importaba nada, pasa de todo y sospecha que Sandra es lesbiana o va camino de serlo (me lo ha dicho ya), y él, de lesbianas nada. Seguramente va a dejar magnánimo que Sandra lleve a Carmo en el coche, que huele a cigarrillo y a Chanel, para que Carmo pueda acostarse feliz en su desolada cama de viudo.
Nos quedamos Adelina y yo de repente solos en aquel gran silencio de las dos de la madrugada. Se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla, en el lugar donde la carne se hunde un poco. Y luego empezó a recoger las copas y los platillos sucios, los ceniceros cargados de ceniza y de colillas, yo la ayudaba, más por hacerle compañía y gentileza que por necesidad. Ambos lo sabíamos y fuimos gentiles. Y ella, pese a que no se podía quedar, se entretuvo aún un poco más, cuando yo le pasé un brazo por el hombro, como convenía. Hablamos de cosas vagas y adormecidas, y fue en un arranque, pero introduciendo en ese arranque la quiebra que significa (o desearía que significara) el poco caso hecho de lo que no obstante se dice, cuando yo expliqué: «Estoy haciendo experiencias con un tipo de spray. Ese Antonio. Pero tiene razón». Y Adelina no se movió siquiera para decir: «Ah, sí». Se agitó no obstante mucho para dar su señal de retirada, y por simple formu-lismo preguntó: «¿Me llevas a casa?». Tiene el coche en la tienda, y ya habíamos acordado que yo la llevaría después de la reunión (o fiesta). Pero respondí: «Claro», que era la baza forzada en un obligado juego de cartas.
La dejé en la esquina de la calle donde vive (a la madre no le gusta que la deje justo en la puerta) y me quedé mirándola, por la acera adelante, alternativamente visible bajo la luz de los faroles y ocultándose en sombra en el espacio entre ellos, hasta verla luchando un poco con la cerradura y luego desaparecer. Arranqué despacio y, sin prisa, me puse a atravesar la ciudad. Es un placer que tengo y que a veces satisfago: conducir por las calles desiertas, lentamente, como si anduviera a la caza de mujeres, hasta el punto de que algunas me miran intrigadas cuando paso sin mirarlas siquiera, o mirándolas sabiendo lo que ellas esperan pero sabiendo que yo no, y continuando siempre, no hasta el fin de la noche, sino en una noche que no supiera cómo acabar. Esta vez, ni eso: estaban las calles y las mujeres en sus lugares ciertos, y también hombres que pasaban en las sombras, y gatos que derramaban las bolsas de basura, y el brillo terrible del asfalto, y los faroles, y agua corriendo aquí y allá, pero yo en el coche era más conducido que conductor, vacío, sin pensamientos, atontado. Por ir tan lentamente (ya me había ocurrido en otras ocasiones) un policía me mandó parar y me preguntó algo. Respondí (como había respondido otras veces, es lo que hace la costumbre) que el motor no tiraba, que conducía así a ver si conseguía llegar a casa. Por el retrovisor vi que, por si acaso, el guardia tomaba nota de mi matrícula, torciendo el cuello para que le diera la luz del farol. Tenía mucha razón el digno agente de la autoridad: si yo sufriera aquella noche un accidente de heridas o muerte, él sería una importante contribución al proceso con su preciosa desconfianza y su cívica previsión. Y si en esas noches estallaran bombas por allí, obra del ARA o de las BBRR, seguro que yo iba a tener problemas. Pero no tuve ningún accidente, ni estallaron bombas.