Eran las tres y media cuando aparqué el coche en Camões. Estaba lejos de casa, pero me apetecía ir a pie. Fui subiendo hacia Santa Caterina, y, llegado al mirador, descendí hasta la barandilla y me quedé mirando el río, consiguiendo no pensar en nada, expulsando el mínimo pensamiento, vaciándome de todo, para que ni las luces de los barcos tuvieran significación alguna, a no ser la de brillar sin motivo. No les permitiría más. Al fin me senté en uno de los bancos, y, sin saber cómo y cuándo había empezado, me di cuenta de que estaba llorando. Si aquello era llorar. Probablemente tiene la fisiología razones que el disgusto o la conmoción desconocen, y por eso pueden las mujeres llorar de esa manera fluyente, continua, ininterrumpida, y por ello angustiosa, mientras de los hombres se dice que no lloran o que es una vergüenza que lloren, tal vez porque ya no fueran antes capaces de llorar y se pensó que había que encontrar otra razón cuando aquélla fue descubierta. Verdad es que no he sido espectador privilegiado de lágrimas de hombre, y mi error será juzgar a los otros por mí, pero realmente no soy capaz de más que estas dos lágrimas lentamente exprimidas del interior ardiente de los ojos, tan escasas y opresivamente concentradas que no ruedan, se quedan ahí entre los párpados, quemándose despacio, tan lentamente que descubro de pronto que tengo los ojos secos. Juraría que no hubo lágrimas, si durante un tiempo no reconstituible, no recordable como tiempo, ni recontable, no hubiera habido entre el mundo exterior y yo una cortina trémula y brillante, como si yo estuviese en el interior de una gruta y enfrente cayera una cascada, gruesas y resplandecientes cuerdas de agua, pero sin ruido, a no ser en el interior de los ojos ese zumbido, que es el de la lágrima ardiendo. Sin duda lloré. Durante un minuto o una hora las luces de los barcos y las de la otra orilla del río, blancas y amarillas, fueron en mis ojos un soclass="underline" me beneficié de esa fortuna de los miopes que, como lo son, no ven la luz, sino la multiplicación de ella. Después, y todavía sentado supe que durante un tiempo no mensurable por ya pasado (y lo fui sabiendo más, conforme los ruidos de la ciudad empezaban a penetrar de nuevo en mi consciencia), supe (o encuentro de buen efecto prósico [¿existe la palabra?] decir ahora que lo supe) que en ese tiempo pasado y no mensurable estuve solo en el mundo, primer hombre, primera lágrima, primera luz y últimos instantes de inconsciencia. Me puse entonces a estudiar mi vida, a verla despacio, a remover en ella como quien levanta las piedras en busca de diamantes, cochinillas o gruesas larvas, de esas blancas y gordas que nunca vieron el sol y de repente lo sienten en su piel, blanda, como un fantasma que de otro modo no se revelará. Me quedé allí sentado el resto de la noche, mirando unas veces el río y otras el cielo negro y las estrellas (¿qué debe el escritor decir de las estrellas cuando dice que las miró? Afortunado yo que apenas escribo, y así, y por eso, no estoy obligado a más), hasta que con el alba llovió un poco, sin justificación, y el día empezó a clarear a mano izquierda y las aguas se pusieron cenicientas como el cielo. Entonces las luces se apagaron por sectores en la ciudad, que se fue despidiendo poco a poco de la sombra que hacia occidente aún se demoraba un poco más, y yo me sentí remotamente humillado porque la noche así pasada acababa en este frío de huesos y en la mirada indiferente del primer transeúnte con quien me crucé en la calle.
Escribo esto en casa, ya se ve, después de haber dormido sólo cuatro horas, y como me parece necesario, o útil, o por lo menos no perjudicial, ni siquiera para mí, decido continuar escribiendo, tal vez mi vida, la pasada y esta de ahora, tal vez la vida, porque de ella de repente me parece más fácil hablar que de la mía propia. En verdad, cómo voy a recuperar del pasado tantos años, y no sólo míos, porque están mezclados con los de otra gente, y mover estos míos es desordenar los que no me pertenecen hoy ni me pertenecerán nunca, por más que, mansamente o brutalmente, los invadiera en cada momento que puede ser común o por tal tomado. Probablemente, ninguna vida puede ser contada, porque la vida son páginas de libro sobrepuestas o capas de pintura que abiertas o descascarilladas para lectura y visión se deshacen en polvo, se pudren en seguida: les falta la invisible fuerza que las unía, su propio peso, su aglutinante, su continuidad. La vida es también minutos que no pueden desligarse unos de otros, y el tiempo será una masa pastosa, densa y oscura, en cuyo interior nadamos difícilmente, teniendo encima de nosotros una claridad indescifrada que lentamente se va apagando, como un día que, habiendo amanecido, a la noche de que salió regresase. Estas cosas que escribo, si alguna vez las leí antes, estaré ahora imitándolas, pero no lo hago a propósito. Si nunca las leí, las estoy inventando, y si por el contrario las leí entonces es que las aprendí y tengo el derecho de servirme de ellas como si mías fueran e inventadas ahora mismo.
Nací en el año 1632, en la ciudad de York, de buena familia, aunque no oriunda del país, pues mi padre era extranjero, de Bremen, y se instaló primero en Hull. Prosperó como comerciante y después de abandonar su negocio pasó a residir en York, donde se casó con mi madre, cuyo apellido era Robinson, una familia muy conocida en la región, por eso mis apellidos eran Robinson Kreutznaer; pero, debido a las habituales corruptelas de palabras en Inglaterra, nos llaman ahora, o mejor dicho nos llamamos a nosotros mismos y escri-bimos nuestro nombre Crusoe, y mis compañeros me llamaron así. Tenía dos hermanos mayores que yo; uno de ellos era teniente coronel en un regimiento de infantería inglés en Flandes, que antaño había sido mandado por el famoso coronel Lockhart, que murió en una batalla contra los españoles cerca de Dunquerque. De lo que ocurrió a mi segundo hermano nunca supe nada, del mismo modo que nada supieron mis padres de lo que a mí me ocurrió.
Otras veces he copiado textos como éste desde que empecé a escribir, y por diferentes razones, para apoyar un dicho mío, para oponerlo a él o porque no sería capaz de decirlo mejor. Ahora lo he hecho para adiestrar la mano, como si estuviese copiando un cuadro. Transcribiendo, copiando, aprendo a contar una vida, en primera persona, además, y de este modo intento comprender el arte de romper el velo que son las palabras y de disponer las luces que las palabras son. Habiendo copiado, me atrevo a afirmar que todo cuanto ha quedado escrito es mentira. Mentira del copista, que no nació en 1632 en la ciudad de York. Mentira del autor copiado, de Daniel Defoe, que nació en 1661 en la ciudad de Londres. La verdad, si allí está, sólo podría ser la de Robinson Crusoe o Kreutznaer, y para reconocerla habría sido preciso empezar por probar que existió, que su padre era originario de Bremen y que residió en Hull, que la madre era realmente inglesa y aquél su primer nombre, el apellido real de la familia, que del matrimonio nacieron dos hermanos más y que les ocurrió cuanto dicho queda. La misma verdad exigiría la comprobación de la existencia real del coronel Lockhart y de su regimiento, y, necesariamente, de las batallas que trabó, en especial la de Dunquerque contra los españoles. (Sobre la existencia de éstos no hay dudas.) No creo que nadie pudiera entenderse en este cruzarse de hilos, desenredarlos, distinguir los verdaderos de los falsos y (trabajo aún más sutil) definir y marcar el grado de falsedad en la verdad y de verdad en la falsedad. De cuanto Daniel DefoeRobinson Crusoe (el menor de los tres hermanos) escribió y ahí quedó registrado, sólo unas pocas y sobrias palabras me conviene y debo usar: «Del mismo modo que nada supieron mis padres de lo que a mí me ocurrió». ¿Porque yo los hubiera abandonado? ¿Porque, al contrario, me hayan abando-nado ellos? ¿Por voluntad de su vida o voluntad de la muerte? Nada de eso. Sólo porque cualquiera de nosotros podría así hablar de sus padres, o podrán nuestros hijos hablar de nosotros. Que yo, pintor de retratos y calígrafo de esta escritura, no tengo descendencia, o, si la tengo, no la conozco, como no la conozco tampoco si la tengo en un futuro por escribir. Robinson Crusoe (se dice en la penúltima página de la historia que Defoe cuenta en su nombre) tuvo tres hijos, dos muchachos y una chica: información inútil para la inteligencia del texto, pero que me tranquiliza sobre la importancia de lo superfluo.