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Pero mal le irá al pintor, o, para decirlo con más rigor, peor le irá al pintor, si, teniendo que pintar un retrato, descubre que todo cuanto puso en la tela es color anárquico y dibujo loco, y que el conjunto de manchas reproduce sólo del modelo una que a éste satisface, pero al pintor no. Creo que esto ocurre en la mayoría de los casos, pero, como la semejanza lisonjera justifica el pago, el modelo se lleva a casa aquella imagen suya supuestamente ideal y el pintor suspira aliviado, liberado del espectro irónico que quemaba sus noches y sus días. Cuando el cuadro ya dispuesto se retrasa, es como si girase sobre su eje vertical y volviese hacia el pintor sus ojos acusadores: podría llamársele fantasma si no hubiera quedado dicho ya que es espectro. En general, el pintor, si sabe lo bastante de su oficio, reconoce desde el primer esbozo que va por un camino errado. Pero como costaría mucho trabajo explicarle al modelo ese error, y como el modelo casi siempre se gusta desde el principio, temeroso de que otro curso y otra percepción de sí lo acaben mostrando bajo luz menos favorable, o, al contrario, lo vuelvan con lo de dentro para fuera como un dedo de guante (movimiento que es, de todos, el que más teme), el retrato sigue dejándose pintar, cada vez menos necesario. Es como si (lo he dicho ya antes con otras palabras) se estableciera entre el pintor y el modelo una complicidad para la destrucción del retrato: se han puesto las botas al revés, con la puntera hacia el calcañar, y el recorrido que se ve luego, y que parece un avance por las huellas dejadas en el suelo que es la tela, es sólo un retroceso, la desbandada de una derrota buscada y aceptada por ambos campos contendientes. La muerte, cuando saque de este mundo al modelo y al pintor; el incendio, si por feliz azar reduce el cuadro a cenizas, apagarán alguna mentira y dejarán el lugar vacío para otras tentativas y un nuevo baile, para el nuevo pas-de-deux que inevitablemente reiniciarán otros.

También yo supe, al empezar el retrato de S., que mi división (un cuadro, según mi manera académica de ver, es también una operación aritmética de división, la cuarta y más acrobática operación) estaba equivocada. Lo supe incluso antes de hacer el primer trazo de la tela. Y, pese a todo, no hice ninguna enmienda ni volví atrás, acepté que las puntas se orientaran al norte cuando yo me dejaba arrastrar hacia el sur, hacia el mar de los Sargazos, perdición de los navíos, hacia el encuentro con el holandés errante. Pero también vi inmediatamente que el modelo, esta vez, no se había dejado engañar, o estaría dispuesto a dejarse engañar sólo si yo me diera cuenta clara de su disposición y en consecuencia aceptara la humillación. Un retrato que debería contener cierta solemnidad circunstancial, esa que no espera de los ojos más que una mirada, y luego la ceguera, acabó siendo marcado (está siendo marcado ahora mismo) por una arruga irónica que no dibujé en ningún lugar del rostro, que quizá no esté siquiera en el rostro de S., pero que impone en la tela una deformación, como si alguien la estuviese retorciendo, simultáneamente, en dos sentidos diferentes, como hacen a las imágenes los espejos irregulares o defectuosos. Cuando estoy solo y miro el cuadro, me veo de niño tras los vidrios de las muchas casas en las que viví, y veo aquellas burbujas elípticas de los cristales de mala calidad que eran los de esas casas, o aquel aspecto de pezón impúber que el vidrio a veces adopta, y, más allá, un mundo contrahecho que huía de la vertical cuando yo desplazaba la mirada en un sentido u otro del cristal. El retrato, la tela, tensos sobre su armazón, oscilan ante mis ojos y van ondulando, huyendo, y soy yo quien desvía la mirada vencida y no la pintura que se abre comprendida.

No me digo que el trabajo no está perdido, como hice otras veces para continuar pintando anestesiado y ajeno. El retrato está tan lejos del fin como yo quiera, o tan cerca como yo decida. Dos pinceladas lo concluirían, dos mil no serán suficientes para el tiempo que necesito. Hasta ayer aún pensaba que me bastarían los días necesarios para concluir el segundo retrato, que pondría fin a uno y otro en el mismo día: S. se llevaría el primero, dejando el segundo sólo para mí, certificado de victoria personal, que será mi venganza contra la arruga irónica que S. colgará en sus paredes. Pero hoy, precisamente porque estoy sentado ante este papel, sé que mis trabajos sólo ahora empiezan. Tengo dos retratos en dos caballetes diferentes, cada uno en su cuarto, abierto el primero a la naturalidad de quien entra, cerrado el segundo en el secreto de mi tentativa también frustrada, y estas cuartillas son otra tentativa hacia la que voy con las manos desnudas, sin colores ni pinceles, sólo con esta caligrafía, este hilo negro que se enrolla y desenrolla, que se detiene en puntos, en comas, que respira en los pequeños claros blancos y avanza luego sinuoso, como si recorriera el laberinto de Creta o los intestinos de S. (Interesante: esta última comparación se me ocurrió sin que la esperara o provocase. Mientras la primera no pasaba de una trivial reminiscencia clásica, la segunda, por lo insólita, me da algunas esperanzas: poco significaría que dijese que intento sondear el espíritu, el alma, el corazón y el cerebro de S.: las tripas son otro tipo de secreto.) Y tal como dije ya en la primera página, iré de sala en sala, de caballete en caballete, pero siempre vendré a dar a esta pequeña mesa, a esta luz, a esta caligrafía, a este hilo que constantemente se rompe y ato bajo la pluma porque es mi única posibilidad de salvación y de conocimiento.

¿Qué hace aquí la palabra «salvación»? Nada más retórico en este lugar y en esta circunstancia, y yo detesto la retórica, aunque de ella haga profesión, pues todo retrato es retórico: «Retórica (uno de sus significados): Todo aquello de lo que nos servimos en el discurso para causar buen efecto en el público, para persuadir a los oyentes». Mejor está lo de «conocimiento», pues desearlo, luchar por él, siempre infunde cierto respeto, incluso sabiendo cuán fácilmente se resbala desde esa sinceridad hasta una pedantería insoportable: son incontables las veces en que el conocimiento se atrinchera en los más sólidos bastiones de la ignorancia y del desprecio del conocimiento: todo consiste en usar la palabra sin reparar en ella o reparando demasiado, para que el simple entrelazo de los sonidos que la repiten ocupe el lugar, o el espacio (en un simple hueco explosivo de la atmósfera donde la palabra se aloja y se confunde), de lo que debería ser, si fuera realmente comprendido y explicado, un trabajo que excluiría todo lo demás. ¿Me habré hecho entender ahora? ¿Me habré entendido yo mismo? Conocimiento es el acto de conocer: he ahí la definición más sencilla, y que me debe bastar, pues es necesario que pueda simplificarlo todo para seguir adelante. De conocer, precisamente, no se ha tratado nunca en retratos que yo pintara. Ya queda dicho lo suficiente sobre la moneda falsa de mi cambio, y no voy a añadir más. Pero esta vez no he podido limitarme a embadurnar la tela según la voluntad y el dinero del modelo, si por primera vez comencé a pintar a escondidas un segundo retrato del mismo modelo y si, por primera vez también, intento repetir, escribiendo, un retrato que por los medios de que dispone la pintura se me escapó -la razón es el conocimiento. Cuando tracé el primer rasgo en la tela, debí haber dejado el pincel, y con todas las disculpas de que fuera capaz para justificar la extravagancia del gesto, acompañaría a S. hasta la puerta de la escalera, me quedaría viéndolo bajar, tranquilo, o respirando hondo para recuperar la tranquilidad, con la satisfacción maravillada de quien ha escapado de un gran peligro. No habría habido segundo retrato, no habría comprado estas cuartillas, no estaría ahora manejando tan mal las palabras, más duras que los pinceles, más iguales en el color que las pinturas que se niegan a secarse allá dentro. No sería este hombre triple que por tercera vez va a intentar decir lo que por dos veces no pudo decir antes.