Выбрать главу

También yo, sin embargo, aunque no por las mismas razones, me limité a tomar posesión fugaz de un pequeño espacio de Milán, un polígono cuyo vértice más inmediato fue la plaza del Duomo, una catedral cuyo gótico flamígero, pese a su esplendor (o a causa de él) me deja frío. Los otros vértices de esta figura geométrica en cuyo interior decidí concentrar a Milán entera, fueron Brera, el castillo Sforzesco, la iglesia de Santa Maria delle Grazie y la Pinacoteca Ambrosiana. Supongo que no esperarán de mí un guía o rutero de obras de arte, y mucho menos una contribución provechosa para confirmar o contestar ideas ya formadas, directas o de segunda mano. Pero un hombre avanza por espacios que la arquitectura organizó, por salas pobladas de rostros y figuras -y ciertamente no sale siendo el que era al entrar, o más le valiera haber pasado de largo. Por eso me arriesgaré a decir de una manera sin brillo lo que los privilegiados han explicado sin duda en estilo grandilocuente o, con más provecho, en el discreto secretear de los catálogos.

De castillos sabemos bastante, nosotros, que tenemos el culto oficial de ellos. Pero nuestros castillos son, generalmente, edificaciones desnudas, de las que cuidadosamente han eliminado cualquier señal de vida, obedeciendo a una singular preocupación de mantenerlos exentos de las máculas del uso y del olor de la humanidad. El castillo Sforzesco es, por dentro, más un palacio que una fortificación, aunque raras son las construcciones que den, como ésta, tamaña impresión de fuerza, y pocas son tan manifiestamente guerreras. Las macizas murallas de ladrillo parecen más invulnerables que si fueran de piedra bruta. En el patio interior, inmenso, podrían evolucionar cabalgatas y cuerpos de ejército, y todo el edificio, rodeado por una ciudad tan gigantesca y tumultuosa, surge de repente, en el silencio de sus otros pequeños patios o de las salas transformadas en museos, como un paradójico lugar de paz. Pero, en una de esas salas, una exposición de Folon es un tentáculo insidioso del pulpo exterior: hombres-edificios, hombres-calles, hombres-números, hombres-herramientas avanzan sobre colinas rapadas a navaja, mientras los cielos se cubren de saetas curvas, entrecruzadas, que apuntan al mismo tiempo direcciones diferentes.

Pero hay también una felicidad, luminosa y vagamente aterradora, presente allí en el Museo de Arte Antiguo, instalado en el castillo, en la Sala delle Asse. Se entra por una puerta baja y estrecha, en arco, y los ojos clavados en línea recta poco ven, a no ser algo que parecen columnas pintadas en las paredes, todo alrededor. Es sólo una sala más, hasta que los ojos se alzan hacia el techo. Compadezcamos a aquellos a quienes no recorra un súbito y lancinante estremecimiento: están perdidos para la belleza. Toda la bóveda surge cubierta de un entrelazo vegetal, formando una inextricable red de troncos, ramas y hojas, donde, desde luego, no cantan aves, pero de donde baja, como un murmullo, tal vez el fantasma de la respiración de Leonardo da Vinci cuando, sobre el alto andamio, pintaba aquel árbol-selva. Ni la Pietà Rondanini de Miguel Ángel, unas salas más allá, pese a toda la reverencia con que la miré (cuatro días antes de morir, todavía trabajó en ella Miguel Ángel, estatua inacabada que pide y rechaza nuestras manos), me apartó de los ojos el paraíso creado por Leonardo da Vinci.

Y ahora hablaré de la Pinacoteca de Brera, porque allí están Los desposorios de la Virgen de Rafael y el escorzo terrible y riguroso del Cristo muerto de Mantegna, pero sobre todo a causa de lo que es mi mayor fascinación en la pintura italiana, Ambrogio Lorenzetti, que tiene aquí una suavísima Virgen y Niño envuelta en un manto adornado de flores inesperadamente estilizadas. Son de este mismo Ambrogio Lorenzetti aquellos dos maravillosos paisajes que están en Siena, «los más hermosos cuadros del mundo». De ellos volveré a hablar, cuando llegue el momento de abrirme Siena, como a todos los viajeros promete y con todos cumple, «las puertas de su corazón».

Y está la iglesia de Santa Maria delle Grazie. Allí mismo al lado, en el lugar que fue refectorio del convento de dominicos, está la Cena de Leonardo, ya condenada a muerte cuando el pintor le puso la última pincelada: la humedad del terreno comenzó inmediatamente su trabajo de corrosión. Hoy, transformó en pálidas sombras las figuras de Cristo y de los apóstoles, dispersó nubes sobre ellas, las desportilló en múltiples puntos como una constelación de estrellas muertas en un espacio luminoso. Es una cuestión de tiempo. Pese a los cuidados minuciosos que la rodean, la Cena agoniza, y, más allá del prestigio del arte incomparable de Leonardo, tal vez sea esa muerte próxima lo que nos hace aún más preciosa esta magnífica pintura. Cuando la dejamos, llevamos dobles razones para temer no volver a verla. Aunque no venga otra guerra a derribar una vez más el edificio, transformándolo en un montón de ruinas, de vigas erizadas, de cascotes, de ladrillos triturados. La Cena parece definitivamente prometida a otro fin.

Y ahora, antes de partir, le toca el turno a la Pinacoteca Ambrosiana. No es un gran museo, medio escondido como está en la Piazza Pio IX, a la que, a su vez, sólo una imaginación meridional se atrevería a llamar plaza, pero es allí donde está el perfil un poco labriego de Beatrice d’Este (¿o de Bianca-Maria Sforza?), con sus perlas adornando la red que le sostiene el pelo y la cinta que ayuda a prenderlo y que un hippy de hoy no desdeñaría. Pintó este retrato Giovanni Ambrogio de Predis, milanés que vivió en los siglos XV y XVI. Pero, sobre todo, en la Pinacoteca Ambrosiana, en una sala exclusiva-mente consagrada a este cuadro, está expuesto el enorme cartón de la Escuela de Atenas. Bajo una iluminación perfecta, el dibujo de Rafael prefigura, en la espontaneidad y en la ligereza casi imponderable de un trazo que es más claroscuro que línea, la sabiduría y la dignidad de las figuras que en la stanza del Vaticano soportan las rápidas miradas del turista.

Milán sólo puede ser esto para mí. Y también, por la noche, los grupos en la Galleria Vittorio Emanuele, jóvenes discutiendo con adultos, carabinieri vigilando, inquietud. Y las paredes de los edificios, a lo largo de la Via Brera, cubiertas de pintadas: «Lotta Continua», «Potere Operaio». Días después, cuando andaba yo por la Toscana, la policía milanesa entrará en la Università degli Studi, habrá violencia, heridos, detenciones, gases lacrimógenos. Y toda la prensa de derechas, conservadora, fascista o fascistizante exultará.

A esto que he escrito, lo llamé (primer) ejercicio de autobiografía, y creo no haberme engañado ni engañar (¿no será, en rigor, lo mismo haberme engañado y engañar?). En definitiva, las confesiones de Rousseau y las ficticias memorias o recuerdos de Robinson o de Adriano no pasan de dóciles acatamientos a las reglas de un género: todas comienzan en un punto común, al que se le da el nombre de nacimiento, y son, si nos fijamos bien, otras transpuestas historias que igualmente podían comenzar, aún más obedientes a la tradición, por «Érase una vez». Por mi parte, habiendo reparado, lo mejor de lo que soy capaz, en la inanidad del método clásico de biografiar(me), preferí lanzar sobre la transparencia del vidrio que soy los mil pedazos de la circunstancia, los sedimentos de la polvareda entre el aire y la nariz, la lluvia de las palabras que como la lluvia del agua acaba empantanándolo todo si cae en la cantidad requerida -para, cuando queda todo bien escondido, buscar los leves brillos, los dedos que llamando se agitan, y que son, los primeros, mi respuesta al sol, y éstos la frustración de no ser raíces dobles que, afirmadas en el suelo, prendieron también seguramente el espacio. Resumiendo: esconder para descubrir.

Tengo (o tuve en la adolescencia, y permanece en mí) la obsesión de la muerte, no tanto de la muerte como del morir. No sé si lo diría así, crudamente, considerando que nadie gusta de confesar cobardías, y ésta es la mayor de todas, precisamente porque nos acomete a solas, en silencio y a veces en completa seguridad: antes de quedarse dormido, cuando la habitación pierde sus dimensiones y ni los muebles amenazan, sin ningún enemigo que delante de los ojos nos apunte con un arma o aproxime la punta de un cuchillo. Probablemente no lo diría. Sin embargo, este primer ejercicio de autobiografía simulada me denuncia: cinco veces se habla de muerte y de morir, una vez se agoniza. Heme aquí, caracterizado; heme aquí, por este signo separado de mis semejantes, no sólo yo, naturalmente, porque esta malla negra es común a mucha gente, y así, por apariciones sucesivas, vendré (¿vendré?) a encon-trarme al fin individualizado, singular, definitivamente explicado, con todas las razones para colocar, cuidadoso, metódico, el último punto final de esta caligrafía. Aunque, por total escrúpulo, debiera reiniciarlo todo, para que quedara igualmente explicado el movimiento de ese punto final, encuadrado, enfocado y localizado el espacio mínimo en el que acabarán por converger la mirada y esa otra orden que desde el cerebro mueve los músculos de la mano para la presión necesaria sobre el papel, a fin de que quede sólo un punto y no un borrón o un mar de tinta. De un cerebro supuesto nada se puede decir, de un cerebro blanco como la hoja de papel finalmente no blanca. Porque el blanco no existe, tal como yo, pintor, ya sabía. Ninguna cosa no existente existe.