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¿Habré nacido entonces? No lo creo. Ya lo sabría antes, y no estaría hoy, al cabo de tantos años, interrogándome, repitiendo a Adriano, sobre la fecha y el lugar de mi nacimiento. Pero sin duda podría haber sido en aquel de los años de la guerra de España (1936-1939) cuando un policía de Lisboa me cogió con unos papeles en la mano, pobres y mal impresos rectángulos de papel, aún con la tinta húmeda, en los que se protestaba contra el envío de trigo para las tropas franquistas y se atacaba al fascismo, tanto el de fuera como al de dentro. Firmaba estos papeles un Frente Popular Portugués (influencia onomástica de Francia, sin duda, digo yo), que ni soñaba que lo fuese. Era una fiesta popular en las Amoreiras, y fui no sé por qué, tan poco dado soy y era a parrandas y alboroques, y para colmo solo, a un paso ya de la melancolía que después no remedié. Estaban los papeles en un mantoncito, sobre un murete bajo, y hoy puedo imaginar el sobresalto de corazón de quien allá los puso, así, tan acamados, para que se sirviera quien pasase y quisiese saber de crímenes. Yo era demasiado pequeño. Cogí los papeles todos y me acerqué a una luz para leer mejor. Había música, un tararí-tararí de banda de música, un estrado con gente que bailaba, luminarias, unas barracas de tiro al blanco, y algo más que no recuerdo. Pero recuerdo muy bien (odio viejo no se cansa, dijo Rebelo da Silva) la mano que me agarró bruscamente del brazo (con la violencia cayeron todos los papelitos al suelo) y la voz del policía. Apenas consigo recordar su cara. Sé que no era joven, han pasado bastantes años para que justamente muriese, y sólo me pregunto si habrá pensado después en lo que hizo, si a la hora de la muerte no sufriría un poco más por eso (si hay justicia y si crímenes mayores no tenía). Se inclinó para coger un papel, que leyó, me mandó que recogiera todos los otros y se los entregará, mientras seguía agarrándome del brazo con fuerza inútil, pues yo ni libre sería capaz de huir. Conocí entonces una forma de miedo que hasta entonces no sabía que existiera: el miedo de la víctima elegida, condenada sin juicio, el miedo del reo que nació para serlo. Estoy intentando definir hoy ese miedo de entonces, propenso a exagerar para aproximarme a lo inexpresable. «Vamos a la comisaría», dijo el guardia. Le juré que no había hecho nada malo, le supliqué que me dejara marcharme, que encontré los papeles y los leí para ver qué decían y nada más. El hombre quiso saber si alguien me entregó los papeles para que los repartiera «Andabas repartiéndolos ¿eh, desgraciado?») y yo le repetí, llorando, mi verdadera pero no verídica historia. Para el policía, mi verdad era la mentira. La gente que primero se había acercado, se fue alejando al ver que era cosa de política: no se limitaban a mirar de lejos, al contrario, hacían como si la cosa no les importara lo más mínimo, hoy sé que medrosas y felices por el peligro de que habían escapado. Y ahora me pongo a pensar si aún estaría allí quien había dejado los papeles sobre el muro, si me estaría mirando desde lejos con simpatía, y también con la esperanza de que no me hicieran demasiado daño. Me llevó a la comisaría, a muchas manzanas de distancia, metódicamente sacudido y amenazado, por calles en aquel tiempo y a aquella hora silenciosas. Una cosa tan sin importancia, sin crimen alguno -¿por qué este estremecimiento de rabia que apenas puedo dominar?

Fui interrogado por el jefe, yo de pie, él sentado. Luego me tuvieron encerrado en un cuarto más de dos horas. Allí ya no lloré. Estuve todo el tiempo quieto en una silla, casi a oscuras, mientras fuera los guardias hablaban y el jefe telefoneaba ahora sé dónde, dos o tres veces, preguntando siempre si querían que yo fuese «para abajo, o qué». Al fin me soltaron, diciendo que estaba de suerte, que «allá abajo» opinaban que no valía la pena. Pero se quedaron con mi nombre y domicilio. Llegué a casa muy tarde para lo que eran mis sencillos hábitos de entonces, y me riñeron e interrogaron para saber la causa del retraso. Me callé. Lo más seguro es que mis padres pensaran que aquella noche decidí perder la virginidad. Era verdad, pero no como ellos creían, la única que ellos podían creer.

Escribir en primera persona es una facilidad, pero también una amputación. Se dice lo que está ocurriendo en presencia del narrador, se dice lo que él piensa (si es que quiere confesarlo) y lo que dice y lo que hace, y lo que dicen y hacen quienes con él están, pero no lo que ésos piensan, salvo cuando lo dicho coincida con lo pensado, y sobre eso nadie puede tener seguridad. Si mis amigos fuesen figuras de novela, escrita no por mí o por uno de ellos, sino por alguien (el novelista) a nosotros exterior, bastaría a cada uno poder leer esa novela, y seríamos tan omniscientes como al novelista se le supone. Así, siendo ellos reales como yo soy, y como yo cerrados, o si abiertos no tanto que los otros puedan en verdad decir: «Lo sé», y sólo de mis pensamientos pudiendo dar parte en esta escritura que no es novela, me resigno a la ignorancia, a la impenetrabilidad de los rostros y de las palabras que esos rostros dicen (son los rostros los que hablan, son los rostros los que entienden) y de mis amigos continuaré hablando sin saber lo que piensan, sino sólo lo que dicen y sólo lo que hacen. Incluso así, con la condición de que lo digan y lo hagan ante mí, pues no sabré si será verdad lo que digan que hicieron y dijeron lejos de mí. Y si algo de eso me dijeran, no sabré si lo acordaron entre sí cuando uno invoque el testimonio del otro. Si este escrito no fuese en primera persona, yo habría encontrado la más perfecta forma de engañarme: de esa manera imaginaría todos los pensamientos, y con ellos todos los actos y palabras, y sumándolo todo, creería en la verdad de todo, e incluso en la mentira que en ello hubiera, porque también sería verdad esa mentira. La verdadera mentira es lo no sabido, no lo que sólo fue formulado de acuerdo con aquella centésima de las cien maneras de formular a la que es frecuente llamar mentira.

Mostré a Adelina mi relato de viaje, aislado, evidentemente, de las restantes páginas de antes y después. Sentí una satisfacción maliciosa mientras la veía leer, sentada ante mí, tranquila, con las piernas cruzadas, tan segura de sí, cuando yo sabía (única persona sobre la Tierra en saberlo) que páginas antes ella era más que la figura para mí visible y para sí misma sensible, porque era algo que yo solo manejaba, que atraía hacia mí o lo apartaba, sin que ella lo supiese, sin que lo pudiera adivinar. Descubrí que mi sensación (¿diré mejor impresión?) no era sólo maliciosa, sino una expresión de malicia real (maldad, mala índole), algo que probablemente sentiría el señor ante el esclavo, el amo del ingenio y, si dije real, el rey. Era motivo para aver-gonzarme y afortunadamente me avergoncé. Puedo acostar a Adelina desnuda en mi cama, pero no puedo sofaldearla brutalmente.

«No sabía que tuvieras habilidad para escribir.» Fue lo que dijo al posar los papeles en el regazo. Había una expresión de extrañeza en sus ojos (¿tienen los ojos expresión, o ella sólo les es dada por aquello que los rodea, las pestañas, los párpados, las cejas, las arrugas?) y una interrogación planeando que podía haber puesto yo al final de su frase si de ella tuviera seguridad bastante. «Decidí escribir unos recuerdos de viaje mientras no me salga otro encargo.» «Pues está bien contado. No es que yo entienda mucho de eso, pero parece bien contado.» Hizo una pausa, y luego, apartando de mí los ojos, añadió: «No entiendo por qué has llamado al artículo (porque es un artículo ¿no?) primer ejercicio de autobiografía. ¿Cómo puede una narración de viaje ser una autobiografía?». «No sé si se puede, no estoy seguro, pero no encontré nada más interesante que contar.» «O es el relato de un viaje, o es una autobiografía. ¿Y por qué tienes que escribir tu autobiografía?»

La lógica en persona, bien sé que en esto influye mucho mi sensibilidad y mis melindres, pero la pregunta, aunque Adelina no sea habitualmente agresiva, podía estar en el lugar de ésta: «¿Qué puede haber en tu vida que valga la pena de contar?». Ni ésta ni aquélla tenían respuesta que yo pudiera dar, y menos aún si a ella se le ocurría añadir: «¿Y a quién?». Por eso me agarré a la alternativa que Adelina había propuesto antes: «O es el relato de un viaje o es una autobiografía»: «Creo que nuestra biografía está en todo lo que hacemos y decimos, en todos los gestos, en la manera de sentarnos, en cómo andamos y miramos, cómo movemos la cabeza o cogemos un objeto del suelo. Es eso lo que la pintura quiere hacer. No hablo de la mía, claro». Vi que Adelina se ponía colorada: «También podías hablar, digo yo». Me dio pena y corté inmediatamente: «Bueno si es así, un relato de viajes sirve tan bien para el efecto como una autobiografía en buena y debida forma. La cuestión está en saber leerla». «Pero quien lee un relato de viaje es eso lo que lee, y no se le pasa por la cabeza buscar lo que no le digan que allí está.» «Tal vez se debiera hacer una prevención general. Si la gente no necesita que le digan que un cuadro tiene dos dimensiones y no tres, tampoco debería necesitar que la avisaran de que todo es biografía, o mejor, autobiografía.» Adelina juntó cuidadosamente los papeles y me los entregó: «No has numerado las páginas». Claro que no las había numerado. Había copiado sólo algunas para mostrár-selas. No iba a denunciarme. «Lo que dices es interesante, pero no puedo discutir contigo. Realmente no imaginaba que tuvieses esas ideas.» «¿Qué ideas?» «Ésas. Escribir, pensar sobre lo que se escribe. Te veía sólo pintando.» «Y mal.» «Yo nunca dije eso.» «Pero es lo que piensas. Es lo que piensan todos.»