De repente me encontré diciendo lo que no quería, lo que nunca pensaba decir. Adelina se levantó, colorada otra vez, como si yo la hubiera ofendido. Y esa impresión mía fue tan fuerte que le pedí disculpas. Ella avanzó hacia mí y dijo lo que no debía haber dicho: «Tonto», e hizo lo que no debía haber hecho: me dio dos palmaditas en la mano (tengo dos manos, y siendo así, debería decir en qué mano me dio Adelina las palmaditas, pero parece que esto no se suele explicar cuando se escribe, a no ser que resulte indispensable, como sería si uno tuviera esa mano herida o dañada y tuviera que quejarse, cosa que, por otra parte, podría ser importantísima, fundamental para el resto de la historia -si yo estuviera escribiendo una historia). Me limité a preguntar: «¿Qué, vamos?». «Vamos.» Habíamos acordado cenar juntos, y Carmo quedó en aparecer en el restaurante, tal vez con Sandra que, según me informó Adelina, sonriendo sin ironía, andaba haciéndole algún caso: «Para divertirse», dije yo sin prestar la menor atención. Y ella, como quien piensa también en otra cosa: «La gente lo necesita». Ciertas frases de Adelina, dichas así, con esta sencillez, me intrigan. Diré incluso que hay en ellas algo de irritante, o ácido, o corrosivo, o abrasivo, y, pese a todo, trasladadas al papel, tal vez nada de esto muestren o denuncien. Oyéndolas, me siento un poco como traicionado: hay en ellas un proyecto de alejamiento, que, en estos términos, sólo podría ser mío, una vez que siempre he pensado que la ruptura, cuando llegase, le llegaría a ella y no a mí, porque de mí partió la voluntad. Mientras bajábamos la escalera, ella delante y yo atrás, oyendo el golpeteo de los tacones, seco y breve, en los peldaños, a mí mismo me repetía la frase y la interrogaba. «La gente lo necesita.» ¿Qué es lo que precisa la gente cuando se junta? ¿Qué pasaron a precisar o precisaban ya antes y no sabían cuando se separan? Comprendí que estábamos llegando al fin de nuestra pequeña caminata juntos, no tanto porque yo lo quisiera (un poco distraído siempre, un poco ajeno), sino porque ella se había cansado y tendría dificultad en decir de qué, lo que sería una razón más para que la ruptura no se retrasase, antes de que el tiempo, por haber pasado, requiriera otras explicaciones, cada vez más inútiles y cada vez más imperiosas, si un gesto simple y en cierto modo recatado no pusiera punto final donde nada más había que decir.
Ya en el coche, Adelina preguntó: «¿Cuándo hiciste ese viaje?». «Hará unos dos años.» «¿Piensas escribir más?» «Es posible. No he pensado en esto al empezar a escribir, pero quizá siga.» Nos quedamos callados unos minutos. Fue ella quien volvió al asunto: «Deberías publicar en un periódico, o en una revista». Hizo una pausa y añadió: «Pero quitando el título, eso de ejercicio de autobiografía. La gente no iba a entenderlo». Otra vez «la gente». Curiosa manera de hablar. Decidí cortar la charla de raíz: «Nunca se sabe lo que la gente necesita o entiende». De reojo, vi que Adelina volvía la cabeza hacia mí. Oí o noté que respiraba hondo, como quien se ha decidido a hacer una pregunta sólida, pero luego noté u oí que se distendía, y la claridad de su rostro disminuyó al volver a mirar de frente. No hablamos más hasta el restaurante.
Carmo y Sandra estaban ya sentados, poéticamente saboreando queso fresco y vino. Esta clase nuestra aprecia los restaurantes así, populares ma non troppo, con manteles floreados y azulejos en las paredes, con gente popular sirviendo y cocinando. No obstante, y no sé por qué misterio, la clientela tiene siempre ese aire que decimos civilizado, con algunos detalles de inte-lectualidad y de simplicidad pretenciosa, que es la nueva forma de ser cosmopolita en un tiempo en que todos lo son o van camino de serlo. Carmo tenía los ojos brillantes y el befo reluciente. Sandra reía como quien acaba de encontrar algo en gracia, pero yo, que creo conocerla lo bastante para entender esto sin dificultad, la veo también furiosa por nuestro retraso, que la obliga a exhibirse con un viejo. Mientras nos acomodamos, miro fríamente a Carmo. No le deseo mal ninguno, hasta lo aprecio, pero es a mí a quien detesto, viéndome en él, dentro de unos años, viejo también yo, ¿y con quién al lado? ¿Quién se divertirá conmigo entonces? ¿Qué hombre más joven, por poco que lo sea, se sentará frente a mí y me mirará así? Sandra cortó la conversación dejando a Carmo con la frase a medias. Viene el camarero con la carta, elegimos los platos, lo vamos acomodando todo, el vino, alentejano y bueno, la paz sea con nosotros.
Mediada la cena, Sandra, inconsecuentemente, se había vuelto de nuevo un terrón de azúcar para Carmo. Cierto es que me iba dando pataditas, pero no creo que hubiera más intención que hacer notar lo mucho que le divertía jugar así con Carmo. Y mi (más) viejo (que yo) amigo estaba, como tantas veces oía decir de niño, en el séptimo cielo. (Recuerdo que a esto se añadía «y uno oxidado», enigma que era y sigue siendo para mí el significado de este «oxidado», que sólo por amor a la verdad refiero y por ignorancia no explico.) Mandan las reglas de nuestro juego mundano no hacer preguntas cuando se topa con amigos en trance sentimentaclass="underline" ellos lo dirán cuando lo encuentren necesario, si lo encuentran necesario, porque tampoco son pocas las veces que los hechos consumados se encajan en el trote diario de todos nosotros, sin explicaciones ni interrogantes. En este caso, el noviazgo era sólo una repetición agravada de episodios anteriores. Pero Carmo, probablemente, tenía sus propias razones: a primera vista tenía veinte años menos, un fuego que parecía abrasarlo por dentro y que no era sólo del vino. Feliz Carmo. Si consigue a Sandra al menos ocho días, o muere o entra en la inmortalidad.
Dijo Adelina: «¿Sabéis que H. (aquí mi nombre) está escribiendo unas descripciones del viaje que hizo a Italia hace dos años?». Sandra, cortés: «¿Sí?». Carmo, sorprendido, pero risueño e infatigablemente feliz: «¿De veras?». Miré a Adelina lentamente, empujando sus ojos con los míos: «No era para contarlo». «Nunca hablas de tus cosas. Estamos entre amigos, y seguro que no querías que fuera un secreto.» Levanté la copa de vino, lo moví un poco: «Nunca hablo de mis cosas, estoy entre amigos, y no quería que fuera un secreto. O tal vez sí. Era un asunto que tenía que resolver yo, y tú lo resolviste por mí». El ataque era innecesariamente violento. Añadí: «Pero no tiene importancia». Sandra agitó sus brazaletes para apartar la sombra que planeaba sobre la mesa, y preguntó a Adelina: «¿Lo has leído? ¿Te ha gustado?». «Muchísimo.» El juicio, así sencillamente comunicado, me gustó: mis ojos, arrepentidos, acariciaron los ojos de Adelina, pero pronto me encogí, porque algo como una sonrisa pasó por el rostro de ella, y eso, fuese lo que fuese, significaba que había dejado de estar a la defensiva. Fue entonces cuando Carmo, inclinado hacia mí desde el otro lado de la mesa (lo que le permitía apoyar el brazo provechosamente en el seno izquierdo de Sandra), disparó a bocajarro: «Escribe. Yo te lo edito». Sentí una especie de empellón en las entrañas, localizado en la región del plexo solar, y le contesté: «Estás loco. A no ser que seas tonto». Y éclass="underline" «Lo dicho: escribe y te lo edito. Haz un libro, y yo te lo publico. Y hasta te pagaré derechos de autor». Claro que Carmo no iba a perder la oportunidad de publicar al Hemingway que ante él estaba, no iba a perder a Sandra, no iba a perder el brazo y el seno. Aplacé la conversación: «No estáis bien de la cabeza. Y tú, como edites así, te vas a cargar el negocio. ¿Cómo sabes que tiene interés lo que he escrito? El hecho de que le haya gustado a Adelina no significa nada. Ella no es tu lectora, ni tú, que yo sepa, crees en la opinión de lectores». Carmo aceptó, prudente, la reserva: «Está bien. No lo he leído, no puedo opinar. Pero cuando acabes de escribir me lo pasas para que lo lea, y si tiene interés suficiente, está dicho, te publico el libro». Sandra, como si formara parte de mi juego, se volvió bruscamente hacia Carmo y le dio un beso en la mejilla congestionada. No tiene importancia; entre nosotros los besos no tienen importancia. Sin embargo, creo yo, aquella noche Carmo se acostó por primera vez con Sandra,