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Segundo ejercicio de autobiografía en forma de capítulo de libro. Título: Yo, bienal en Venecia.

Durante la proyección de Muerte en Venecia, se me ocurrió preguntarle mentalmente al realizador cuándo se dispondría a mostrar, aunque fuera a contrapelo, uno al menos de los «lugares notorios» de la ciudad: la Piazza San Marco, los Mori de la Torre del Reloj, el Campanile, la Loggetta de Sansovino, el palacio de los Dogos, la fachada o las cúpulas de la Basílica. Pero el filme fue avanzando, llegó a la última bobina, y ni una sola concesión a las tentaciones del pintoresquismo fácil. ¿Por qué? Dejé el interrogante en el aire a la espera de que el azar me diese una respuesta un día. Pero no la esperaba tan pronto.

La primera vez que estuve en Venecia pasé el tiempo descubriendo personalmente la epidermis de la ciudad, poniendo escrupulosamente los pies y los ojos donde millones de otras personas habían puesto ya los suyos. Por esta inocente falta de originalidad tíreme la primera piedra quien nunca haya cometido otras mayores. Esta vez, no obstante, vueltos a visitar todos los lugares conocidos y nuevamente certificado de las excelentes razones turís-ticas de Venecia, decidí volver la espalda a las magnificencias ribereñas del Canal Grande y penetré en el interior de la ciudad. Huí deliberadamente de los espacios abiertos y me dejé perder, sin mapa ni rutero, por las calles más tortuosas y abandonadas (las calli), hasta dar por mí mismo con el corazón oscuro de una ciudad que al fin se me revelaba. Y fue entonces cuando creí (y creo ahora) haber entendido la actitud de Visconti: si por acto de magia quedara desprovista Venecia de todo cuanto de obvio la ilustra a los ojos del mundo, su fascinación particular permanecería intacta. La película Muerte en Venecia transcurre en la única Venecia reaclass="underline" la del silencio y de la sombra, de la negra franja que el agua de los canales dibuja rozando las fachadas, la del olor insidiosamente pútrido de una humedad que ningún sol levanta. De cuantas ciudades conozco, Venecia es la única que manifiestamente muere, que lo sabe, y, fatalista, no le importa mucho.

El último día llovió. El Canal Grande era un río grande y parecía latir, y la corta marea, forzada por el viento, gargarizaba en el piso de la plaza de San Marcos y junto a las puertas de la Basílica. Venecia fluctuaba como una balsa inmensa, se hunde, no se hunde, sostenida, milagrosamente, en último instante, por cualquier puente minúsculo allá en los confines de la ciudad. Pero, como mi desquite contra lo inevitable, me vino al recuerdo aquel cuadro de Fabrizio Clerizi que muestra a Venecia sin agua, con sus edificios erguidos sobre altísimas estacas, mientras el fondo del Adriático se cubre de la misma niebla que antes diluía la ciudad, abierta ahora, en las alturas, al sol.

No entro en la polémica de la Bienal. Entre las protestas frenéticas y las apologías apasionadas, vagabundeo con mis pequeños instrumentos de aprehensión, aceptando y rechazando (cuántas veces aceptando y rechazando sucesivamente, o viceversa), y guardo en mí la memoria de un caos perturbado, que, visto ahora de lejos, me aparece singularmente armónico.

No podré olvidar los pájaros de Trubbiani, construidos de cinc, aluminio y cobre, estas aves de alas largas, sujetas a mesas de tortura, inmovilizadas en el instante anterior al de la muerte, al grito-graznido que nos vemos obligados a construir en nuestro propio cerebro. Y temo mucho que mis noches me reserven pesadillas dentro del Cuarto de niños del austriaco Oberhuber: una sala sofocada, vacía, de paredes tapizadas de tela todo alrededor, con niños gigantescos pintados en tonos vagos, casi evanescentes ellos, pero silenciosa-mente aterradores.

¿Qué más debo registrar aquí? La Cultura bovina, del brasileño Espíndola, formas de arte ambiental que detuvieron singularmente mi visión, tacto y olfato; las fibras de vidrio del canadiense Redinger, cilindros arrugados, dispersos por el suelo, como gusanos gigantescos y ciegos; las maderas pintadas del Ciclo de las cinco estaciones, del yugoslavo Otasevic; las Personas, del polaco Karol Broniatowski, decenas de figuras humanas de cartón o pasta, en tamaño natural, desnudas pero envueltas en papel de periódico, dispuestas en todas las posiciones imaginables, en el suelo, sentadas, acostadas, suspendidas del techo en racimos, invadiendo el espacio por donde los visitantes circulan, como si quisieran agredirlos, abrazarlos, poseerlos; los bronces del húngaro Andras Kiss Nagy, como formaciones prismáticas de basalto; los aguafuertes del uruguayo Luis Solari, casi todos minúsculos, goyescos, donde las figuras humanas son sustituidas o se hacen acompañar por dobles animales; las hediondas fotografías de la americana Diane Arbus, o lo hediondo fotografiado.

Por estas referencias podrá verse cuán sensible fui a obras que, de una manera u otra, radican en el expresionismo exaltado y polémico; apunto el hecho como resultante probable de una inclinación personal, temperamental, y no como una tentativa de juicio de valor, que, decididamente, no me propondría. Al salir de los Giardini di Castello, donde la Bienal dispersa fatigadamente sus pabellones, se acerca ya la partida de Venecia. El vaporetto se abre camino con dificultad en las aguas turbias y agitadas, a lo largo de la Riva del Sette Martiri y de la Riva degli Schiavoni, adonde acabo por salir. Una melancolía desamparada cubre toda la ciudad. La fachada del Palacio Ducal, que a la luz del sol es de un pálido color naranja, pasa, con la lluvia, a ser de un rosa-viejo y se vuelve fragilísima. Bajo la arcada que da a la Piazzetta, sentados en el banco de piedra que corre a lo largo de todo este lado de la fachada, cinco muchachos americanos, de esos a quienes simplificando llamaríamos hippys, reposan dormitando, apoyados unos en otros, en una fraternidad que oprime el corazón.

Me despido de los Tetrarcas, los guerreros de pórfido, egipcios o siríacos, embutidos en la esquina de la Basílica, junto a la entrada de la Porta della Carta. Vinieron de lejos estos hombres de armas que se abrazan fraternalmente como los hippys, pero se quedaron aquí, mirando de hito en hito a las multitudes, agarrando el puño de la espada, mientras la mano libre se afirma, pacífica en el hombro del compañero. Amo a estos Tetrarcas. Paso los dedos por la piedra roja en señal de despedida, y sigo adelante. ¿Hasta cuándo?