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En lo alto de un árbol (olivo, para decirlo todo) hay un pájaro. Un pardillo. Abajo, con un tirador en las manos, moviéndose lentamente, un chiquillo. El cuadro es clásico, y el objetivo simple. Ninguna crueldad: los pardillos nacieron para ser apedreados, y los niños para apedrear a los pardillos. Así es desde el principio del mundo, y, del mismo modo que los pardillos no han emigrado a Marte, tampoco los chiquillos se han recogido a conventos, aplastados por los remordimientos. (Cierto es que eso le aconteció al piloto que lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima [¿o sería quizá la de Nagasaki?] pero la excepción, esta vez, no confirma la regla.) Dicho esto, tensas las gomas, hecha la puntería, allá va la piedra. Pero el pardillo no cayó. No cayó y tampoco alzó el vuelo. Se quedó en la misma rama, en el mismo sitio, piando de una manera que parecía indefinida, pero que, como se supo más tarde, era de abandono. La piedra le había pasado al lado, arrancando dos hojas de olivo que fueron cayendo, oscilantes, como péndulos de un hilo que ampliamente se fuera distendiendo hasta el suelo. El chiquillo se quedó sucesivamente molesto, asombrado, contento. Molesto porque había fallado, asombrado porque el pardillo no había alzado el vuelo, contento por esta misma razón. Otra piedra al tirador (también llamado tirachinas), nueva y más primorosa puntería, y el rápido ruido de la fricción del aire, el zumbido. Disparada en vertical, la piedra rebasó el árbol y se convirtió en un punto negro que se fue reduciendo contra el fondo azul del cielo, casi en la frontera blanca de una pequeña nube redonda, y, llegando a lo alto, se detuvo un instante, como quien aprovecha para ver el paisaje. Luego, como un desmayo, se dejó caer, decidido ya el punto en que otra vez iba a acomodarse en la tierra. El pardillo seguía en la rama. No se había movido, ni se había enterado, el pobre, piaba sólo y sólo sacudía las plumas. De molesto-asombrado-contento, pasé a sentirme sólo avergonzado. Dos piedras, un pájaro quieto y vivo. Miré a mi alrededor, para ver si alguien era testigo de mi pobre puntería. El olivar estaba desierto. Se oían sólo cantos rápidos de otras aves, y quizá, allí a pocos metros, un lagarto verde, a la entrada del agujero, en el escondrijo de un árbol, me mirara con sus ojos fijos y pétreos, tratando de percibir lo que veía. Voló la tercera piedra, y otra, y otra. Siete u ocho piedras fueron disparadas, cada vez menos firmes, cada vez con más trémula mano, hasta que, sin que el pardillo se hubiera movido, sin que hubiese dejado de piar, una piedra al azar, sin fuerza casi, le dio en pleno pecho. Cayó el ave de rama en rama batiendo las alas, con ese rumor afligido de quien se despide de la elástica firmeza del aire, y acabó cayendo a mis pies, sacudiendo en espasmos las patas y abriendo como dedos las apenas formadas rémiges (rémiges, artemages, esta lengua no es la nuestra). Era un pardillo joven, que aquel mismo día debía de haber abandonado el nido por primera vez, tan joven que aún tenía la boquera amarilla en el pico. Había conseguido reunir fuerzas para volar hasta aquella rama y allí se quedó, para recobrar energías en las alas y en su pequeña alma. Qué hermosas, vistas desde encima, las copas redondeadas de los olivos, y a lo lejos, si vista de pardillo no engaña, aquellos otros árboles que eran fresnos y chopos, plantados en fila, cubiertos de hojas que parecían manitas llamando a alguien o abanicos que hacían nacer el viento. Levanté al pardillo del suelo. Lo vi morir en mis manos en cuenco, velarse primero la pupila negra, luego el párpado casi translúcido moverse de abajo arriba y quedar así, dejando sólo una rendijita por donde la mirada pasó aún, en la última película del tiempo que restaba. Murió en mi mano. Primero estuvo en ella vivo, y luego murió. Volvió a morir en Venecia, preso con grilletes y candados a un banco de tortura. La cabeza, un poco de lado, volvía hacia mí un ojo dilatado de horror. ¿Qué muerte es la verdadera? Viajando hacia atrás en el tiempo y desplazándose entre tanto en el espacio, sobre Italia y Francia, y España, o planeando, muerto, sobre las aguas rejuvenecidas del Mediterrá-neo, el pájaro de Trubbiani, de cobre y aluminio, fue a posarse en la palma de mi mano, a ocupar el lugar del cuerpo aún tibio, pero ya enfriándose, del otro pájaro asesinado. En el olivar caliente y callado, el niño empieza a distinguir que los crímenes son y tienen dimensiones. Se lleva a casa el pardillo muerto y lo entierra en el huerto, junto a la valla adonde no llega el azadón: un túmulo para la eternidad.

Lo que aún no está, lo que vino y transita, lo que ya no está. El lugar, sólo espacio y no lugar, el lugar ocupado y, por lo tanto, nombrado, el lugar otra vez espacio y depósito de lo que queda. Ésta es la más simple biografía de un hombre, de un mundo y tal vez de un cuadro. O de un libro. Insisto en que todo es biografía. Todo es vida vivida, pintada, escrita: el estar viviendo, el estar pintando, el estar escribiendo: el haber vivido, haber escrito, haber pintado. Y lo que hubo antes de todo esto, el mundo aún desierto, esperando o preparando la venida del hombre y de otros animales, todos los animales, las aves de carne blanda, y plumas, y cantos. Un enorme silencio sobre las montañas y las llanuras. Y luego, mucho más tarde, el mismo silencio, sobre montañas y llanuras ya diferentes, y también sobre las ciudades vacías, durante algún tiempo todavía con papeles sueltos empujados por las calles por un viento interrogativo que sale al campo sin respuesta. Entre las dos imaginaciones, la que antes lo requiere y la que luego amenaza, está la biografía, el hombre, el libro, el cuadro.

Retirada el agua del Mediterráneo, Venecia equilibrada sobre las estacas altas que son sus huesos, tan alta que sólo los pájaros la visitan -circulando tal vez por las calles y plazas aquellas figuras de hombres y mujeres, desnudos, envueltos o vestidos de papel de periódico, cubriéndoles de información toda la piel, la boca, el cuerpo todo, el sexo, los ojos. Es esto un después imposible. Pongo imágenes como éstas habitando mi obsesión, pero no lo desearía. Hay que imaginar el desierto, mirar el desierto como lo hizo en aquella película Lawrence de Arabia, despoblado todo, crear el silencio perfecto, aquel que sólo los rumores de nuestro cuerpo habitan, oír la sangre deslizándose entre la blandura ondulante de las venas, el latido de la sangre, la arteria del cuello latiendo, la bomba del corazón, la vibración de las costillas, el gorgoteo de los intestinos, el aire silbando entre los pelos de las narices. Y ahora sí. Ahora puede el día empezar a nacer, despacio, más despacio aún, sin ninguna prisa por favor. Tumbado en el suelo, boca arriba, mirando a lo alto por donde primero va a aclarar, volviendo luego la cabeza hacia un lado y el otro, porque no hay certeza en este mundo de que el sol nazca por oriente, y es preciso atrapar el primer resplandor, la primera franja de luz, quizá otra vez un pájaro, el lugar de la montaña donde el cielo se asienta, un rostro, una mirada, una sonrisa, dos manos preparadas para construir. Tanto puede ser en fin la capilla de los Scrovegni como la hermandad de los Tetrarcas, hombro con hombro, el puño común por ser común la voluntad. Ahora el día es claro. Giotto, sentado en el andamio, pinta a Lázaro resucitado. Y muy lejos, en Egipto (o tal vez en Siria), aún hoy hay una enorme piedra de pórfido que muestra la cicatriz dejada por el bloque en el que fueron esculpidos los Tetrarcas.

Entre muerte y vida, entre grafía de muerte y grafía de vida, voy escribiendo estas cosas, equilibrado en el estrechísimo puente, con los brazos abiertos agarrando el aire, deseándolo más denso -para que no fuese o no sea demasiado rápida la caída. No fuese, no sea. En pintura, serían dos tonos próximos de un mismo color, el color «ser», para mayor exactitud. Un verbo es un color, un sustantivo un trazo. En el desierto, sólo la nada es todo. Aquí, separamos, distinguimos, ordenamos en cajones, en depósitos, en almacenes. Lo biografiamos todo. A veces, acertamos, pero el acierto es mucho mayor cuando inventamos. La invención no puede ser confrontada con la realidad, tiene más probabilidades de ser exacta. La realidad es lo intraducible, porque es plástica, dinámica. Y dialéctica también. Sé de esto un poco, porque lo aprendí hace tiempo, porque he pintado, porque estoy escribiendo. Ahora mismo el mundo se transforma afuera. No se puede fijar ninguna imagen: el instante no existe, la onda que venía avanzando se quebró ya, la hoja dejó de ser ala y no tardará en estallar, reseca, bajo los pies. Y está el vientre hinchado que rápidamente desciende, la piel tensa que reabsorbe, mientras un niño jadea y grita. No es tiempo del desierto. No es ya tiempo. No es aún tiempo.