He tenido otro encargo, pero no voy a empezar a pintar inmediatamente. En este negocio mío es provechoso, de vez en cuando, sin abusar de la táctica, mostrar que uno no está disponible. Si alguien pretende ser retratado y el pintor dice inmediatamente «a sus órdenes», es casi seguro que el cliente queda decepcionado. Nosotros, los pintores de retratos, tenemos que ser expertos. La regla básica es considerar a quien desea un retrato como si fuera un enfermo. ¿Qué hace el enfermo? El enfermo llama al médico, a la enfermera y le dan una fecha, tres semanas, por ejemplo: ¿hay algo más satisfactorio? Mientras está a la espera, el enfermo se siente tan importante como el médico que lo hace esperar: se siente orgulloso de tener un médico tan solicitado, se preocupa de los quehaceres de una entidad inaccesible durante tres semanas, antes en fin de que lo pueda recibir, ver, oír, palpar y mandar analizar e investigar. Y curar, si es posible. Pero la espera, en tales casos, es ya media cura. Como es sabido, sólo los pobres mueren por falta de asistencia médica.
No es diferente lo que ocurre en este trabajo mío de hacer retratos, aunque, en este caso, se le añade la ventaja adicional de que el futuro retratado dispone así de unos días más para prepararse. Cuidará su apariencia, se esforzará por no aparentar menos de lo que es, y psicológicamente también, porque ese retrato va a ser un examen, pasado ya el tiempo de los exámenes. Y a la primera sesión, el futuro retratado mirará al pintor como yo creo que el confesado se siente tentado a mirar a su confesor y el enfermo al médico: ¿qué secretos y misterios van a encontrar los secretos y misterios?, ¿a qué palabras van a unirse mis palabras?, ¿qué rostro estuvo antes de estar el mío?, ¿quién habitó esto antes que yo? Buenas razones, todas ellas, para hacer esperar al cliente. Y, pese a todo, necesito dinero. Incluso esta vida tranquila que llevo, este salir poco, este estarme en casa pintando (escribiendo desde hace meses), este simple respirar, este comer, este ponerse uno ropa sobre el cuerpo, esta tinta de pintar y ahora de escribir, este automóvil que apenas uso -hasta todo esto requiere dinero, exige dinero constantemente. No son mis lujos, es la vida, cada día más cara. Todo el mundo se queja. Verdad es que no preciso de mucho para vivir. Si fuera necesario llegar a este punto, sé que me bastarían cuatro cuartillas (quería escribir paredes), una cama, una mesa y una silla. O dos, para no dejar en pie a un visitante. Y el caballete -pues así tiene que ser. He dicho ya que mi infancia y mi adolescencia no fueron fáciles. Sé bastante de privaciones. En casa de mis padres (ambos murieron ya), no abundó nunca el dinero, y la comida no sobraba. Y esa casa fue durante algunos años (muchos para el niño que yo era) una habitación sola, con lo que se llamaba, en la lengua alquiladora de entonces, derecho a cocina, que durante mucho tiempo fue sólo eso: después se fue haciendo común otra servidumbre de uso, el cuarto de baño, cuando construir las casas con cuarto de baño se convirtió en algo normal. En esta ciudad de Lisboa, cuando aún eran pocos y pequeños los barrios de chabolas, cuando la marginalidad habitacional era la corrala y la casita de suburbio, no eran raras las grandes casas en las que sólo una pila en la cocina servía para todos los despojos y defecciones, tanto líquidas como sólidas. Se usaba el orinal en los cuartos de cada cual, y la mujer lo llevaba a la cocina, después de avisar, para que se apartaran las otras mujeres y los niños. Por el pasillo la mujer llevaba el orinal tapado con un paño, no tanto por el olor, que un simple paño no lograría retener (toda la gente se conocía por el olor), sino por simple e ingenua decencia, cierto recato, un pudor que hoy, al cabo de tantos años, me hace mover la cabeza y sonreír.
Probablemente estoy haciéndome viejo. Como la vida está cara, me da por recordar cosas de un pasado difícil. Querré tal vez mostrarme acreedor durante el tiempo de mi vida, ante mis ojos sólo, y esto no es bueno para el equilibrio psicológico. Que nadie sienta pena de sí mismo, éste es el primer mandamiento del respeto humano (contradicción: nadie se apiadará de los otros si no se hubiera apiadado antes de sí mismo). Pero es sin duda señal de envejecimiento (si es que los libros no mienten) esta facilidad con que aconte-cimientos remotos, tan insignificantes, surgen de una memoria de la que creería haber perdido el recuerdo de casos semejantes. Ahora mismo reme-moro a aquella vieja realquilada, alcohólica, a quien un día, por entre las faldas de las mujeres de la casa, a un tiempo escandalizadas y divertidas (las mujeres, no las faldas), vi tumbada en el suelo limpísimo del cuarto (hoy me doy cuenta de la incongruencia: alcohólica, aseada), cantando y masturbán-dose. Entonces yo sabía sólo lo que era cantar. No pude ver más que un instante rapidísimo, si es que llegó a tanto. Las mujeres cerraron la muralla que formaban a la entrada del cuarto, y una de ellas (no mi madre) me sacó de allí a la terraza, donde me quedé, mucho más indiferente que hoy al recordarlo. En otra terraza de otra casa me encerraron como castigo (¿o sería quizá antes?), con dos sonoras bofetadas (¿o tres?, ¿o cuatro?), cuando me pillaron metido en la cama con una niña de la casa, poco mayor que yo (y hoy, si la viera, irremisiblemente vieja). ¿Qué era lo que estábamos haciendo? Evidentemente, nada. Intentábamos sólo aprender, imitar lo que los dos habíamos visto ya en las habitaciones de nuestros padres cuando nos creían dormidos y nuestro corazón latía de ansiedad ante aquel misterio que se revelaba y se ocultaba a un tiempo. Sentados en la amplia terraza de detrás de la casa, que daba a un gran espacio de patios, cada uno en su extremo (sobre estos patios volé en sueños muchas veces), llorábamos, ella y yo, no la lección interrum-pida, sino el ardor de las bofetadas y la vergüenza que las voces agudas de las mujeres intentaban atornillar en nuestras almas. Ellas, que en el silencio de los cuartos suspiraban y gemían, tras haber decidido, con sus hombres y nuestros padres, que dormíamos profundamente y que no había el menor peligro. Cuántos casos, cuántas cosas llenan las infancias.
He salido poco. Adelina se fue a pasar, como se dice, unas vacaciones en su tierra, con la madre. Cultiva ese hábito sosegado y burgués de volver por quince días (la otra semana la reserva para nosotros, es algo acordado, pero no toda, no seguida, a días sueltos) a una aldea donde no sé bien si nació o fue criada (de criar, no de servir). Va a la tierra, como diría y haría, o dirá y hará, el hombre que, puesto en la Luna o en Marte para vivir o trabajar allí, viniera aquí de vacaciones, o sólo para reaprender (si es que vale la pena) las costumbres, y ponerse al día de las modas y convicciones transitorias del tercer planeta del sistema, contando desde el más cercano al sol al más alejado. La Tierra, para decirlo brevemente. Se acaba ya el verano, y estoy solo. Todavía es fácil aparcar los coches, se ven otra vez las veletas, las calles parecen haber recuperado viejas fisonomías, se circula sin dificultad. Pero estoy solo. Prácticamente, todos mis amigos están fuera. Algunos se despidieron. Otros, ni eso. ¿Acaso estaban obligados a hacerlo? Parece que Carmo y Sandra están en el Algarve o se iban a España, no estoy seguro. Chico anda ahora coladísimo por una bailarina inglesa del Casino de Estoril, y no hay quien lo vea. Me telefonea a veces para presumir y qué bien que sabe presumir. En cuanto a Ana y Francisco (es práctico para mí utilizar el otro Francisco diminutivo), creo que están menos enamorados. No hay que tomárselo a mal. Dieron todo lo que tenían, convencidos de que iban a satisfacer así unas confusas reglas eternas del amor, y quizá para demostrar a los amigas y a los que sólo eran conocidos, que en su caso las cosas iban en serio. Y fueron en serio. Siguen yendo en serio, pero ahora son diferentes. Van aún cogidos de la mano, pero es un papel aprendido que tuvo ya sus ovaciones del público entendido y ahora sólo espera algunas palmas. Los veo tristes, preocupados por aguantar todo lo posible, por sonreír, por enfrentarse con la fatiga, y los quiero por eso. Pienso en ellos amistosamente y lo escribo. En cuanto a Antonio, no ha vuelto a dar noticias tras la escena desastrosa (o episodio) de la tela pintada de negro, que sólo yo sabía que tenía por debajo un retrato que no conseguí acabar. Me gustaría verlo, y hablarle. Probablemente hay en mí un elemento de masoquismo: en este momento (en este momento sólo, no ya en el siguiente, en el que ya no lo desearía) me gustaría entregarle estas páginas escritas. Quizá como desquite, quizá por lanzarle un nuevo desafío. Que podría perder yo, pero que por el hecho de habérselo lanzado, me daría una forma particular de victoria incontrovertible. Creo yo.