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En este momento, es de noche. No muy avanzada, las once, quizá un poco más. Me quito siempre el reloj para pintar; también me lo quito para escribir, y en general lo cuelgo del dedo del San Antonio, o, respetuosamente, se lo pongo en la muñeca, para que este santo se distinga de los otros santos, y sepa, al menos cuando escribo y pinto, en qué horas anda, mientras yo ando a la búsqueda de mí. Este San Antonio es de madera, digamos de palo carco-mido. Un tronco para el cuerpo rígido, un bloque para la cabeza, dos vástagos (de árbol) para los brazos, mucho trabajo de gubia, color según las convenciones, un agujero en la nuca para sujetar el resplandor -eso es lo que se precisa para hacer a Antonio santo. He procurado que tras él haya una pared blanca, el lado recuperado de la celda cuando ya los milagros se negaban a propalar la fe al aire libre. Con esa madera (¿del mismo árbol?, ¿o tal vez de árboles que crecieron juntos?, ¿o de otros que sólo aquí se encontraron?) se podían haber hecho otros santos, toda la Leyenda Dorada, una de las once mil vírgenes, eva, magdalena, la madre eterna y el padre mortal, el ángel de las anunciaciones, la primera de la vida, la segunda de la muerte, ninguna resurrección. Miro al santo y escribo y es como si estuviera pintando. Me muevo un poco en la silla, la oigo rechinar, y todas las cosas de este mundo me parecen tan simples como esto de ser de madera la silla en que me siento y madera el santo que contemplo. La suprema irreverencia y la suma veneración.

Estoy escribiendo otra vez, pero antes me interrumpí para ir a colocar al lado de la estatua la silla en la que estuve sentado. Ahora, sí, estoy en el suelo, cruzadas las piernas como el escriba egipcio del Louvre, levanto la cabeza y miro al santo, la bajo y miro la silla, dos obras de hombre, dos justificaciones para vivir, y discuto conmigo mismo sobre cuál es más perfecta, más adecuada a su función, más profundamente útil. Hecho esto, habiendo discutido, no le doy el premio al santo ni se lo doy a la silla. Es un honroso empate, como se dice en la jerga de los periodistas deportivos, los hombres más relajantes y adormecedores de cuantos escriben, sacerdotes de una religión tranquili-zadora, la más de cuantas se inventaron hasta hoy. Añadiré que faltó poco para que me decidiera por la silla, influido deslealmente por la que Van Gogh pintó. Habría sido un caso de parcialidad manifiesta -que evité. Y, para equilibrar el mundo y las influencias, decidí pintar al santo. Atención, ¿qué es lo que he escrito? Pintar al santo. Sé exactamente lo que voy a hacer, pero ¿lo sabrán los que lean estas tres palabras? ¿Pintar al santo, qué es? ¿Y qué es pintar al santo? Haga lo que haga, tendré siempre razón, habré cumplido siempre mi palabra, las tres que di, pero nadie sabrá nunca si habré hecho lo que real-mente anuncié: pintar al santo.

Fui hasta la ventana para ver el río y las luces. Está oculto y hay una levísima niebla que vuelve claro el cielo. Bien, mañana llamaré al cliente. Voy a pintar deprisa, siento que voy a pintar deprisa. El retrato es doble, de marido y mujer. Se les casa la hija, me dijo el hombre, y quieren que ella se lleve a su casa el retrato de los padres amantísimos, pintado al óleo. Excelente idea. ¿Qué es pintar al santo?

Tercer ejercicio de autobiografía en forma de capítulo de libro. Título: El comprador de postales.

Son gente tímida, asustadiza, aplastada de antemano por las naves de las catedrales, que son como cielos cargados de sombras, o por las grandes salas donde se disponen los enigmas. Acaban de llegar, van a someterse a la gran prueba, a la interrogación de la esfinge, al desafío del laberinto, y, como vienen de un mundo ordenado, que coloca por todas partes señales de tráfico, señales de prohibición, limitaciones de velocidad, se sienten perdidos en este nuevo reino donde hay una libertad por conquistar: la conocida por el nombre vulgar de obra de arte.

Y corren entonces a los tenderetes donde las postales, a docenas, disciplinan el torrente, por el momento aplazado. La postal ilustrada, en manos del viajero perplejo, es una superficie que se recorre fácilmente, que se ofrece sólo en una mirada, que lo reduce todo a la pequeña medida de la mano inerte. Porque la obra verdadera que dentro espera, aunque no mucho mayor, está protegida de las miradas ineptas por la red invisible que las manos vivas del pintor o del escultor trazaron, mientras trabajosamente inventaban los gestos de su nacimiento.

Después, no le queda más al viajero que aventurarse, bajo pena de cobardía, y avanzar por la petrificada y allanada selva de las estatuas y de las tablas, entre multitudes ruidosas, si la pinacoteca es célebre y buscada por hábitos turísticos, o en un silencio que permite oír el rechinar discreto de una vieja tabla del suelo (otro destino de tabla), si está en un pequeño museo provinciano, de esos donde los guardas nos miran sorprendidos y con gratitud. Mucho más tarde, ya de vuelta a casa, la postal tendrá su valor de confirmación: por aquellos caminos anduvo realmente el viajero, no fue durmiendo el sueño.

Pero esta vista de Castello Estense, en Ferrara, que sostengo entre mis dedos, no la conozco. Fui sólo un animal terrícola en torno de él y dentro de sus murallas, y esta tarjeta postal lo muestra fotografiado desde lo alto, desde las alas de un pájaro. Le faltó esta imagen al sueño, pero rápidamente la entretejo en la vista aérea de Venecia, minúscula en medio de la Laguna, cercada de lados casi a flor de agua, con vagorosas corrientes, que son vistas desde el cielo, hojas de acanto en transformación perpetua.

(RECIBÍ CARTA DE ADELINA. HA DECIDIDO ACABAR NUESTRA RELACIÓN.)

Ferrara es un lugar manso, de largas calles que hasta en el centro de la ciudad tienen un recato de suburbio, con muros altos que dan a jardines donde irrumpen, con el movimiento de la brisa, inundándome, nubes invisibles y perfumadas de nardo que me cortan el paso. En una de esas calles, el Corso Ercole I d’Este, está el Palazzo dei Diamanti, que viene a ser como la Casa dos Bicos que a los lisboetas les gustaría tener en el Campo das Cebolas. Son 8.500 puntas de diamante sobre las que el sol y la sombra juegan como en el interior de un cristal. Y es en la misma calle donde súbitamente se abre el portalón modesto de la Pinacoteca Nazionale, tirándome a la cara de inmediato una exposición de Man Ray, casi doscientas obras entre pinturas, dibujos, esculturas, fotografías y todo lo demás que, en Man Ray, es todo esto no siendo esto.

El museo es tranquilo como sólo lo puede ser un jardín. Guarda dos tondi de Cosme Tura con episodios de la vida de San Maurelio (¿quién será?) y un San Jerónimo atribuido a Ercolede Roberti, que justifican abundantemente la visita. Firmé en el libro de visitantes. Y guardo aún en la memoria la mirada afectuosa del guarda, por el hecho de haber elegido yo, llegado de tan lejos (de Portugal), «su» museo.