Voy desde allí al Palazzo Schifanoia, a ver los frescos de Francisco del Cossa, de Tura y de Ercole de Roberti, si no de otros más. El Salón de los Meses, en los siete compartimentos aún casi intactos, es de una exuberancia cromática que causa estupor. Me pierdo en los pormenores que me retienen, y sonrío ante la pintura de Ercole que muestra los amores de Venus y Marte: púdicamente cubiertos por una sábana cuyos pliegues son como una propuesta de dibujo abstracto, Marte y Venus, tumbados lado a lado, parecen reposar después del amor. De ella apenas se verá el perfil fugitivo, mientras que Marte, en segundo plano, más vuelto hacia nosotros, me mira por encima del rostro de la amada, con su único ojo simultáneamente atrevido y embarazado. En el suelo, y sobre un arca, las armas del guerrero y los atavíos de la dama.
Ciudad de los cuatro apellidos -dotta (sabia), turrita (torreada), città dei portici (ciudad de las arcadas), grassa (gorda)-, Bolonia es seductora, femenina, suave. Se aceptan los lugares comunes, que dicen mejor que mil palabras raras. Y es también una ciudad muy vieja que cometió el milagro de dar fijeza a sus antigüedades, defendiéndolas del rasero del turista, que todo lo uniformiza: véase la Casa Isolani, una vivienda particular de la Strada Maggiore, que data del siglo XII, donde vive gente y donde el turista, afortunadamente, no es admitido. Me quedo también pensando, imaginando lo que sería la Bolonia que Dante vio, hacia 1287, con sus ciento ochenta torres nobiliarias rivalizando en altura y primacía.
Bella es la basílica de San Petronio, luminosa, con sus ojivas equilibradas entre el rapto religioso y la medida humana que no quiere abandonar, ni siquiera por el cielo, el suelo donde nació: fuera, la vida bolonesa teje las mallas amables de las seducciones terrestres. Pero, no lejos de allí, en la iglesia de Santa Maria della Vita, está uno de los más dramáticos grupos escultóricos de barro cocido que haya podido ver. Es la Lamentación sobre Cristo muerto, de Níccolo dell’Arca, modelado después de 1485. Estas mujeres que se precipitan hacia el cuerpo tendido aúllan de un dolor muy humano sobre un cadáver que no es Dios: allí nadie espera que la carne resucite.
Pero la ciudad turrita, en este viaje, fue, sobre todo, el descubrimiento de un gran pintor que vivió en el siglo XIV: Vitale da Bologna. Su San Jorge matando al dragón tiene, al mismo tiempo, la simplicidad de la mejor pintura naïf y un movimiento convulsivo, fotográfico, que envuelve las figuras en un torbellino incesante. El pie derecho del caballero, sin estribo en el que se apoye, se asienta en la grupa, en una posición que parece inestable, pero que lo atornilla a la carne del caballo. Y éste, que alza el hocico al cielo, horrorizado, y resiste el empuje de la rienda con que el santo quiere obligarlo a enfrentarse a la fiera, me recuerda al caballo que Picasso pintó en el Guernica: es el mismo horror, el mismo relincho loco.
En otro cuadro, sobre un cojín tojo, Cristo corona a la Virgen. Vitale da Bologna imaginó a dos adolescentes que podrían ser novios o hermanos. La religión está ausente de la gracia de las manos cruzadas de la Virgen, del gesto danzarín de la mano izquierda de Cristo, donde una llaga casi invisible recuerda historias de sangre y agonía.
Fantásticas como un sueño vivido dentro de otro sueño son las Escenas de la vida de San Antonio Abad. Casi indescifrables para quien como yo no sea lector de la Leyenda Dorada o de las Vitae Patrum, estos episodios cuentan, antes que nada, historias de pintura, y en ese terreno están construidos con un saber que no es sólo precioso en los fondos de oro: lo es también en la disposición de los planos, ordenados según una perspectiva múltiple que, en el mismo instante, coloca al observador en todos los puntos de vista posibles. Y la incongruencia es tal que se ve asentar sobre un enladrillado que, al alargarse hacia el interior del cuadro, ignora completamente las leyes de la perspectiva renacentista, el edificio de una cárcel que a esas leyes obedece hasta el absurdo. El efecto (lo digo, evidentemente, sin ningún rigor científico, pero para hacerme entender mejor en estas páginas que sólo la escritura aceptan) es el que en nosotros provocaría, quizá, la representación de una cuarta dimensión y donde ya se imaginase otra dimensión más.
Vuelvo a encontrar a Francesco del Cossa, y también a un tal Marco Zoppo de quien poco más conozco que este San Jerónimo truculento, arrodillado en un paisaje rocoso, pero teniendo al fondo los meandros de un río y, más lejos, colinas que se diluyen en una niebla que en ese tiempo no sería convencional. Algunos hermosos Carracci no apagan un políptico de Giotto o la Virgen en Gloria, de Perugino. Al fondo de una sala, como una señal de que allí ha cesado toda agitación y de que todos los movimientos del cuerpo han de ser graves y meditados, está la Santa Cecilia en éxtasis, de Rafael. Singulares esta actitud mía ante Rafaeclass="underline" estoy, al mismo tiempo, rendido e irritado, a la espera de que empiece a pasar algo que venga a perturbar aquella fría perfección, a la espera de un acuerdo entre el cuadro y yo. Y vuelvo rápidamente al San Jorge convulsivo y dramático de Vitale da Bologna.
Voy dejando las ciudades y diciéndome a mí mismo mientras de ellas me despido: «Aquí debía vivir». Y esto son homenajes. Pero ahora dos tierras se aproximan en las que no me importaría morir: Florencia y Siena. Y este homenaje es mucho mayor.
Carta de Adelina.
Sé que hago mal diciéndote por carta lo que voy a decirte. Pensé hablarte antes de venir aquí, y no tuve valor. Y desde hace ocho días vengo diciéndome a mí misma que hablaré contigo cuando vuelva a Lisboa, pero tampoco tendré valor. No es que yo piense que vas a sufrir. No es que sienta que me costaría más de lo que siempre cuestan estas cosas. Hemos vivido ya mucho los dos, o lo suficiente para que no haya grandes novedades, pero la verdad es que resulta difícil mirar a una persona a la que hemos querido, y decir: «Ahora ya no te quiero». Es esto lo que tenía que decirte. Ya no te quiero. Podía limitarme a estas palabras. Están escritas y me siento muy aliviada. Aún no he echado la carta al correo pero es como si ya la hubieses recibido. No voy a volverme atrás, y por eso, quizá, he resuelto arreglar esto por escrito, por carta, de lejos. Si estuviera junto a ti, tal vez no tuviera valor. Así, tú aún no lo sabes, pero yo sí lo sé ya: ha acabado lo nuestro. ¿Te sorprende esta decisión? No lo creo. Desde hace un tiempo, o quizá desde siempre, te veo huidizo, reservado, encerrado en ti mismo, como si estuvieras en medio de un desierto y quisieras estar en ese desierto. No me quejo. Nunca me empujaste fuera de tu vida, pero aunque yo no sea muy inteligente, las mujeres presentimos y adivinamos. Abrazarte es notar que no estás ahí, y es algo que he soportado durante un tiempo. No soy capaz de soportarlo más. Te ruego que no quedemos como enemigos. No tenemos tampoco por qué quedar como amigos. Tal vez yo aún te quiera, pero no vale la pena. Tal vez aún me quieras, pero no vale la pena. El que no valga la pena es, creo yo, lo peor de todo. Las personas pueden amar y sufrir mucho por eso, pero vale la pena. Ésas deben conservar el amor que tienen, incluso sufriendo más. Nuestro caso es diferente. Tuvimos una relación como muchas, que acaba como merece. Soy yo quien decido, pero sé que también tú deseabas acabar. Pese a todo, estoy triste. Todas las cosas podían ser diferentes de lo que son si no les faltara la diferencia, esa diferencia de las cosas, lo que las distingue. Me doy cuenta de que estoy escribiendo demasiado. Adiós. Adelina. P.S.- Creo que debes seguir escribiendo. Perdona. No tengo derecho a decir esto, dado que tu vida ya no me afecta. Pero ¿me afectó alguna vez?